Nacionalismos del siglo XXI

Que el nacionalismo es una de las fuerzas más dinámicas de la historia moderna no puede discutirlo nadie con un mínimo conocimiento de ella. Que ha sido también una de las más destructivas, también. ¿Qué papel le corresponde en el mundo de hoy?, cabría preguntarse.

Para ello no queda más remedio que atenerse a su propio desarrollo. Nacionalismo y nación moderna comparten incluso la misma madre: la Revolución Francesa. La que se levanta contra los poderes del Antiguo Régimen –monarquía absoluta, nobleza privilegiada, alto clero– con el lema de ¡Libertad, Igualdad y Fraternidad!, convirtiendo a los súbditos en ciudadanos, que derrotan a los ejércitos conjuntos de los imperios circundantes que intentan aplastarlos y mueren con el grito de «¡Vive la Nation!» en los labios. De ahí el dicho de que los soldados de Napoleón, que se consideraba heredero de la Revolución, llevasen en su mochila, junto a sus pertenencias, el Código Civil. En cualquier caso, que el nacionalismo es una idea, e ideal, revolucionario no cabe la menor duda.

Lo malo es que ese impulso revolucionario pronto se convierte en lo más opuesto a los ideales que invoca: en imperialismo, y Napoleón es el mejor ejemplo. No bastándole su propio país, el nacionalismo intenta extenderse a los vecinos, y así tenemos la ironía de que la mayor parte de las guerras del siglo XIX fueron provocadas por él, con millones de muertos, convertidas en guerras mundiales en el siglo XX, que si no terminan con la especie humana después de la Segunda poco les faltó, pues imagínense qué habría pasado si Hitler llega a tener la bomba atómica o si la Guerra Fría se hubiera convertido en caliente entre Estados Unidos y la Unión Soviética, con megatones en sus arsenales nucleares.

Todas esas guerras y esos muertos llevaron al nacionalismo a tal desprestigio –a fin de cuentas, los fascismos y nazismos tenían una raíz nacionalista– que llegó a considerársele indecente, ridículo, anacrónico, sólo atractivo para personas de escaso alcance. Algo, en fin, del ayer, no del hoy, cuando el imperativo es la globalización o, por lo menos, la formación de grandes bloques continentales. La Unión Europea es el ejemplo más notable y exitoso de tal tendencia.

Pero ya decía Hegel que un geniecillo irónico movía los hilos de la historia, porque de un tiempo a esta parte el nacionalismo resurge en esos mismos estados que intentan unirse. Basta una ojeada, sin embargo, para darse cuenta de que no se trata del viejo nacionalismo revolucionario, liberador e igualitario, sino más bien de lo opuesto. Por lo pronto, brota en las regiones más ricas, no en las más pobres de dichos estados. Luego, mira al pasado, más que al futuro, que deja en una nebulosa, y, por último, en vez de invocar la igualdad, invoca la desigualdad, la diferencia. En realidad, estamos ante la imagen contraria a la del primer nacionalismo, aunque la pasión, el arrebato y los signos externos –banderas, consignas, clamores, masas– sean los mismos. Si el nacionalismo de finales del siglo XVIII era el de los desheredados –los «miserables» de Víctor Hugo–, el de comienzos del siglo XXI es el de los privilegiados, el de los que no quieren vivir con la plebe. ¿Son lo mismo, son distintos o se trata sólo de una degeneración del primero?

Tras darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que son la misma cosa. Lo que ha cambiado es el tiempo, las circunstancias, algo que altera totalmente su carácter, su sentido, su influencia. Lo que era correcto, apropiado, incluso beneficioso en aquel entonces, resulta anacrónico, perturbador, equivocado, en los actuales. Tan equivocado como Don Quijote saliendo a combatir gigantes y a rescatar doncellas en los albores de la Edad Moderna, en la más bella parodia de España. Pero esa es otra historia.

El impulso, sin embargo, es el mismo y para entenderlo necesitamos analizar la naturaleza humana, tropezándonos con dos de los rasgos más profundos y duraderos que hay en la misma, hasta el punto de que algún día puede que un biólogo molecular encuentre los genes nacionalistas en nuestro ADN. No me refiero a los raciales ni, menos, a los culturales, sino a algo mucho más profundo. Me refiero, por un lado, al miedo a la soledad, que nos empuja a la familia, al clan, a la tribu, y, por el otro, a nuestro afán de notoriedad, de sobredimensionar el yo, de ser algo más que nosotros mismos, de no quedarnos en el simple individuo.

El nacionalismo brinda al hombre en bandeja la posibilidad de satisfacer ambas ambiciones: sentirse arropado, protegido, y expandir su insignificancia individual en el colectivo en que se halla. El anónimo «hombre de la calle» se siente seguro entre aquellos con quienes convive y comparte una serie de rasgos, al tiempo que asume los galones del pasado glorioso de su nación, que se adornan con toda clase de hazañas y leyendas. De aceptarse esta teoría, que expongo a título personal, el nacionalismo sería el resultado de un complejo de inferioridad y superioridad simultáneos, imponiéndose el segundo, lo que explica el éxito del invento. Y los riesgos. Pues el sentirse «distinto» lleva a sentirse «superior», es decir, a considerar a los otros inferiores, algo que autoriza a expulsarlos, explotarlos y, en caso extremo, aniquilarlos, como hizo el nazismo y ha hecho ETA. Por otra parte, hace perder el sentido de la realidad, al dar por buenas las mentiras y meterse en aventuras que sólo traen desgracias a los pueblos montados en ese delirio colectivo.

En el siglo XXI, con el planeta convertido en una «aldea global» el nacionalismo debería ser un residuo del pasado, como lo fue el feudalismo y empieza a ser el comunismo. Pero vemos que no es así y tenemos los mejores ejemplos en España, donde florece en Cataluña y el País Vasco, con reverberaciones en otras comunidades, ya más bien ridículas, aunque inquietantes. Pues la gran paradoja, y peligro, del nacionalismo hoy es que, al no poder expandirse fuera de las fronteras establecidas, su afán expansivo se dirige hacia su propio pueblo, al que sus dirigentes enaltecen, engañan y explotan con el ardor que le caracteriza. No hace falta más que ver los escándalos de corrupción que se dan en las comunidades donde vienen gobernando, donde hasta los magistrados, inspectores de Hacienda y policías se han visto envueltos, por no hablar ya de la clase política, que vienen actuando como si la «nación» les perteneciese, para darse cuenta de que el nacionalismo ha sido el gran negocio de los líderes nacionalistas.

En cualquier caso, a día de hoy, el nacionalismo ya no significa progreso sino regreso, en todos los aspectos, desde el político al económico. A los hechos que tenemos ante los ojos me remito. Pero sigue vivo. Tal vez porque, según nos dicen los antropólogos, nos queda algún rasgo de los neandertales.

José María Carrascal, periodista.

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