Nacionalismos

«Never more!», clamaba el cuervo de Edgar Allan Poe, y algún político de miras literarias remedó el grito del poeta americano al final de la II Guerra Mundial, tratando de convencernos y convencerse de que nunca más volvería a repetirse aquel horror del Holocausto ni cualquier tipo de limpieza étnica. No fue muy lúcido su juicio. En 1991, casi medio siglo después de que se cerrara aquel gran conflicto, los excesos del nacionalismo estallaron en los territorios balcánicos, con la fragmentación de la antigua Yugoslavia. Volvieron los campos de concentración, volvió el genocidio, volvieron las ejecuciones masivas –Sevrenica, 8.000 hombres ajusticiados de tiros en la nuca– , y la calidad de la sangre, el color de las banderas y el apellido heredado se convirtieron en motivos para morir y matar.

El nacionalismo es una fiera dormida que, cuando se activa, como los virus, puede generar pandemonios incontrolables. No sabemos en qué quedará la crisis de Ucrania y de Crimea, pero es fácil detectar cómo asoma la patita nacionalista bajo la rendija de la puerta. La apelación de Putin a la lengua rusa, que utilizan la mayoría de los habitantes de Crimea, y la certificación del origen ruso de la mayor parte de su población no son más que formas de justificar lo injustificable: la anexión de un territorio con medidas de fuerza, por ahora con fuerzas paramilitares. Pero, en el fondo, ese argumento esconde una falacia. Es como si Inglaterra, a estas alturas de la Historia, reivindicara la incorporación de los Estados Unidos a su soberanía, simplemente porque sus habitantes hablan inglés o porque el origen de su clase dirigente es británico.

Cuando era joven disfrutaba buceando para admirar la elegancia de los peces. Me hubiera gustado charlar con ellos. Estoy seguro de que, de haber podido hacerlo, ninguno me habría hablado de aguas jurisdiccionales. Los peces no conocen las fronteras, como los pájaros. Y vagan libres por las anchuras del mar o las estancias del cielo, sin muros ni jaulas ni alambradas. Es cierto que, en el caso de los pescados, el más grande suele comerse al chico, pero que yo sepa nunca lo hace en función de la patria. Creo que si tuviera que elegir otra vida escogería la de pez o la de ave.

Al novelista inglés Graham Greene le fastidiaban las fronteras. Él, que fue un escritor amigo de caminar los senderos de la tierra con el cielo por único techo –como Stevenson–, detestaba esos puntos de control entre las naciones en donde suele haber un tipo enfadado con una pistola en la funda, cuyo trabajo consiste en ponerte un sello en el pasaporte, mientras te mira torvamente como si sospechara que te quieres apoderar de su patria. Por otra parte, es curiosa esa paranoia nacionalista que lleva a muchos países a establecer rigurosísimos controles para los extranjeros que pretenden entrar en su territorio. ¿Se quedaría usted a vivir en Birmania (hoy llamada Myanmar), amigo lector? Dudo que la mayoría lo hiciéramos.

Pero esa fiera dormida que es el nacionalismo asoma sin disfraces en periodos de crisis. Y es un monstruo insaciable que se nutre de sentimientos difícilmente analizables. La crisis industrial y el paro subsiguiente en la Alemania de los años treinta del pasado siglo abrieron la puerta del nacional-socialismo, y el desmoronamiento del sistema comunista desató las guerras étnicas de los Balcanes. Y ahora que la economía de Europa pasa por horas bajas, hay mucha tierra abonada para los desmanes de la xenofobia. En ese sentido, resulta muy sintomático el reverdecimiento de los nacionalismos en el interior de los territorios del Viejo Continente. Nadie quiere hundirse en un barco demasiado cargado y algunos prefieren salvarse nadando solos.

Pero, ojo, que no se interprete mal lo que digo. No hablo de desmanes xenófobos refiriéndome a Cataluña o Escocia o Euskadi, tres territorios históricos de probada solvencia solidaria y de enraizada inclinación europea. No hablo tampoco del derecho de los pueblos a elegir su destino. Porque no debería preocuparnos el nacionalismo en la medida en que suma, sino en la medida en que resta. Quiero decir que el nacionalismo se transforma en perversión histórica cuando niega a «el otro» su razón de ser y de existir, como hizo el nazismo; no cuando afirma la singularidad de su entidad cultural y su vocación democrática.

El riesgo existirá solo en la media en que, en tiempo de crisis, primemos las razones de la sangre sobre las razones de la inteligencia, las del terruño sobre las leyes universales de la democracia. Y el problema se agravaría si se traspasaran las fronteras del diálogo y de la convivencia en aras de la fe ciega. Mi padre era castellano y su gran camarada en la guerra era catalán. Hablaban dos lenguas distintas, pero lucharon hombro con hombro en la misma trinchera de libertad. Por fortuna, en estos días no contamos con especímenes como aquel Sabino Arana, que admiraba a Hitler, que llenó de despropósitos los oídos de los vascos y que inventó una bandera similar a la Union Jack británica, coloreándola de verde. A este tipo de boceras, por muy ridículos que nos parezcan, sí que hay que tenerles miedo. Porque convierten la estulticia en razón histórica. Y llegan al corazón de los espíritus más primarios. Hace bien el PNV en no abrir los archivos de su pensamiento político.

Y hay que temer, sobre todo, a personajes como Radovan Karadzic, el psiquiatra bosnio que encaminó la Historia de su pueblo hacia el abismo de la limpieza étnica en nombre del orgullo serbio, humillado en 1389 en la batalla del Campo de los Mirlos. Este tipo de siniestros personajes, por fortuna, no florece en la España de hoy. Pero hay que estar atentos porque surgen de la noche a la mañana, como Drácula.

Karadzic escribió poesía de joven. Y el filósofo esloveno Slavoj Zizek nos advierte: «Hay una poesía que actúa como fundamento de las patrias y sin la cual no podríamos entender el odio. Detrás de cada limpieza étnica hay un poeta».

Javier Reverte, periodista.

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