Naciones Unidas debe trazar un nuevo rumbo

Por David Rieff, periodista y escritor (EL PAÍS, 06/03/05):

Dado el mal estado de las relaciones entre Naciones Unidas y sus anfitriones estadounidenses, la calurosísima reacción con que recibieron los dirigentes europeos a Kofi Annan, secretario general de la ONU, durante su reciente gira internacional, debe de haberle parecido un bienvenido descanso. En una capital tras otra, Annan fue alabado por haber hecho un buen trabajo en circunstancias difíciles. Y lo que es más importante, había consenso en cuanto a que las reformas previstas que había descrito en líneas generales abordaban más que satisfactoriamente la crisis interna de la organización; una crisis que incluso los más fervientes defensores de la ONU tenían que admitir que ya no se podía negar, ni tampoco achacarla a las limitaciones impuestas por sus Estados miembros. Desgraciadamente, esta mejora en el ambiente no hace gran cosa para esclarecer los dilemas que hicieron necesaria dicha gira. Porque, a pesar de lo que han alegado altos cargos de la ONU como Mark Malloch Brown, el nuevo jefe de gabinete de Annan, y modernizadores partidarios de la reforma de la ONU, los problemas de la organización no se deben a los sistemas de gestión ni a ninguna otra perogrullada del buen gobierno corporativo. Esto no quiere decir que estas reformas, que Annan parece apoyar ahora, no fueran necesarias desde hace tiempo. El secretario general, a pesar de todas sus innovaciones positivas, ha sido un tradicionalista de la ONU por su tendencia a atribuirse el mérito de los éxitos de la Organización y echar la culpa de sus fracasos a los Estados miembros. Cualquiera que tenga dudas sobre esto sólo tiene que comparar su discurso de aceptación del Premio Nobel con el reciente discurso que pronunció en conmemoración del Holocausto. A pesar de que reconocía que la comunidad internacional le había fallado a Ruanda durante el genocidio de 1994, no hacía referencia a la propia negligencia de la ONU allí, aunque en aquella época él encabezaba su departamento encargado de las misiones de paz.

Si la ONU está dispuesta no solamente a someter a un auténtico análisis crítico su pasada conducta (como, para ser justos, empezó a hacer bajo la dirección de Annan con respecto a la masacre de Srebrenica y, de forma menos satisfactoria, al genocidio de Ruanda), sino también a afrontar sus fallos presentes y la impresión de falta de decoro endémica, esto supondría un considerable avance. Hay mucho que limpiar: la secuela de la controversia sobre las acusaciones de acoso sexual que condujeron recientemente a la dimisión de Ruud Lubbers, el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados; acusaciones de corrupción en el programa de la ONU de petróleo a cambio de alimentos para Irak; y denuncias de que los mediadores de la paz de la ONU cometieron abusos sexuales con niños en la República Democrática del Congo. Hay otros temas internos, como los interrogantes sobre el trabajo que el hijo de Annan, Kojo, realizó con una empresa vinculada al programa de la ONU de petróleo a cambio de alimentos en el Irak de Sadam Husein. Kojo Annan y la empresa han rechazado todas las insinuaciones de falta de decoro, pero Kofi Annan reconoció más tarde que daba "la impresión de un conflicto de intereses".

En el plano institucional, ni siquiera los más incombustibles defensores de la ONU han intentado la típica estratagema de la organización de echar la culpa a los Estados miembros poderosos de que se haya permitido permanecer en su puesto a Benon Sevan, director del programa de Irak y la persona que centra la investigación. Por poner otro ejemplo, la afirmación de la ONU de que pondría en práctica una cultura de tolerancia nula del abuso sexual se vio un tanto socavada al saberse que Annan había decidido no seguir adelante con la acusación de acoso sexual de una empleada de la ONU, a pesar de que una investigación interna respaldó el año pasado su queja. Lubbers repitió en una conferencia de prensa su vehemente rechazo de las acusaciones, pero una concisa declaración posterior de la oficina del secretario general daba a entender que el apoyo de Annan hacia su asediado jefe para los refugiados empezaba a tambalearse. Pero antes de esto, la falta de actuación del secretariado de la ONU, no solamente en el caso Lubbers, sino también ante las denuncias de abuso sexual contra los mediadores de la paz en el Congo no inspiran confianza en el programa de reformas.

Incluso si el secretariado de la ONU empezara a comportarse con menos sigilo y más rapidez, y mostrase más decisión a la hora de atajar la corrupción, seguirían permaneciendo las causas profundas de lo que Annan denominó el annus horribilis de la ONU. El verdadero desafío está en definir el papel de la ONU en el mundo posterior a la guerra fría y al 11-S. ¿Debería ser un secretariado de servicios, en la línea de la Unión Africana, para Estados miembros, sobre todo Estados poderosos como EE UU y otros miembros permanentes del Consejo de Seguridad? Si es así, ¿cómo permanecer fieles a los ideales de la carta de la ONU, por ejemplo en utilizaciones contrapuestas de la fuerza que pudieran quebrantar las disposiciones que exige un mandato del Consejo de Seguridad, y seguir siendo competente y con una financiación adecuada? Los escollos de este camino han sido puestos de manifiesto por la campaña orquestada contra Annan y la ONU por los conservadores estadounidenses, furiosos porque definió como ilegal la invasión de Irak.

Una mayor transparencia no puede esclarecer, y mucho menos resolver, el dilema básico entre el compromiso de la ONU de representar a los "pueblos del mundo", como dice su carta, y su realidad como una organización intergubernamental responsable ante sus Estados miembros y dependiente en gran medida de ellos. Quizá sea ésta la razón por la que un diplomático estadounidense, en modo alguno hostil a la ONU, me la describiera diciendo que "tiene el fracaso inscrito en su ADN". Esto no significa que no haya esperanza de rescatar a la ONU, y desde luego no que deba ser desechada, sino más bien que hay que situar las reformas propuestas por Annan y respaldadas por los dirigentes occidentales en su justa perspectiva. A fin de cuentas, son pasos positivos para abordar algunos de los síntomas (pero nunca todos) de una enfermedad institucional que tenemos más posibilidades de hallar formas de soportar que de curar.

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