Nada contra Catalunya; solo negocios

En plena bacanal financiadora, el consejero Antonio Beteta se preguntaba por qué valía el doble un catalán que un madrileño. Varios periódicos gallegos titulaban que los gallegos valíamos la mitad que los catalanes. Desde Valencia, el vicepresidente Gerardo Camps denunciaba una especie de conjura financiera contra las comunidades del PP. Alberto Núñez Feijóo, entregado a su papel de sucesor posible si el caso Gürtel acaba con Mariano Rajoy, acudía a donar sangre y a lo Braveheart declaraba dar la que le habían dejado. Seguir los medios de Madrid supone asistir a una loca carrera entre opinantes a ver quién suelta la denuncia más embravecida contra la deslealtad, la avaricia, la voracidad, la insolidaridad o la gastronomía catalanas.

Nada nuevo, es un clásico de la derecha española. Se abstuvo en el referendo constitucional avisando del inminente desmembramiento del Estado español a manos del mismo Estado de las autonomías que ahora se apropia sin rubor como única garante. El asalto al poder del aznarismo dio un paso al frente y empleó como artillería pesada cuánto le costaban a los españoles los pactos de Felipe González con CiU. Con el entusiasta apoyo aéreo de los mismos medios que con similar fogosidad nos inundan hoy de infográficos y estadísticas del agravio destinados a demostrar científicamente que Catalunya se lo lleva crudo.

La posterior necesidad de acuerdos con CiU y PNV forzó un cambio de partitura, interpretado por los populares sin despeinarse: donde la izquierda se vendía a los nacionalistas, ellos pactaban honorablemente. Otra prueba de cómo su contranacionalismo o su anticatalanismo son una decisión estratégica más que cuestión de principios. El desaforado aquelarre oficiado por el PP respecto al nuevo modelo de financiación, absteniéndose en el Consejo Fiscal y anunciando su no en el Congreso, deja claro que lo insolidario viene del dinero extra que recibirá Catalunya, no de haber adoptado criterios de reparto perjudiciales para las comunidades menos pobladas y más dependientes –Galicia, Castilla y León–, pero claramente beneficiosos para sus mejores graneros de voto –Madrid o Valencia–. El problema es Catalunya, no el modelo. Una proclama que ha encontrado un aliado involuntario en la imperiosa necesidad de ERC de presentarse como el bebé del bautizo, el niño de la comunión y el novio de la boda. Como diría Pedro Muñoz Seca, los extremeños se tocan y se retroalimentan.

Y es que el alegato contranacionalista conforma una pieza clave en la construcción del nuevo discurso neoespañolista y el anticatalanismo le aporta uno de sus símbolos de mejor rentabilidad política. La contribución mayor de José María Aznar al armazón discursivo de la nueva derecha española fue apropiarse sin complejos de la dialéctica del agravio cultivada por una parte del nacionalismo conservador, ponerla al servicio de la propia dialéctica neoespañolista e invertir los papeles tradicionales. El nosotros marginado, expoliado y humillado ahora son los españoles. El ellos sectario, expoliador y autoritario son las comunidades con sentimiento nacional propio.

El debate lingüístico luce como el producto más acabado de semejante proceso de inversión. El castellano ha pasado de ser la lengua impuesta y agresora a convertirse en la víctima terminal de lenguas periféricas imperiales y sectarias que hace temer incluso por su supervivencia. La elección siempre es estratégica. Cabe identificar un ciclo repetido en la estrategia popular: cuando la economía va bien, ellos, los malos, son los vascos, por no querer ser españoles y aspirar a la independencia. Cuando la economía va mal, ellos, los malos, son los catalanes, porque nos roban la cartera y nos explotan fiscalmente. Este ciclo neoespañolista se ve reforzado por el hecho de que el cupo vasco se sitúe fuera del sistema de financiación.

El otro argumento que enmarca la perorata anticatalana como una cuestión de negocios, nada personal, se relaciona con su indudable rentabilidad electoral fuera de la propia Catalunya, un territorio que los populares dan por perdido. La mayoría absoluta de Aznar supuso una revelación: se podía gobernar en solitario sin ser fuerza mayoritaria en Euskadi o Catalunya. El cálculo es simple. Buena parte del espacio que podría ocupar el PP con un actitud menos beligerante ya está sólidamente ocupado por fuerzas nacionalistas. En cambio, una potente colección de soflamas basadas en el agravio comparativo entre comunidades refuerza la base electoral que mantiene en ambos territorios al decirles lo que quieren oír y maximiza los sufragios en caladeros más rentables. El anticatalanismo no cuesta un solo voto en Barcelona y suma electores en Valencia, en Valladolid o en Madrid. Un beneficio neto que se amortiza también en convocatorias autonómicas. Feijóo, Francisco Camps o Esperanza Aguirre deben mucho de su éxito a su habilidad para la arenga contra el enemigo exterior.

Fiel a su tradición de todo vale por el poder, la derecha española construye de nuevo un discurso oportunista e inestable, sin ser consciente o sin importarle las secuelas y daños colaterales que pueda causar sobre la convivencia, la cultura política o la misma estabilidad del Estado que proclama defender. Si les parece exagerado, busquen en Google catalanes y ladrones e inquiétense examinando el 1.010.000 resultados que suministra.

Antón Losada, periodista.