Nada de que arrepentirse

La campaña catalana ha asistido por ahora a dos sonoros arrepentimientos. Primero de Felipe González, y más recientemente de Pablo Iglesias. El expresidente publicó un artículo en este periódico en el que, tras serias reflexiones sobre las elecciones del 27-S, valoraba el objetivo de “esa extraña coalición solo unida por el rechazo a España” como “lo más parecido a la aventura alemana o italiana de los años treinta”. El nacionalismo catalán montó en cólera y los dirigentes de Junts pel Sí exclamaron en sus mítines: “Lo veis, nos insultan, nos llaman nazis”. Las referencias históricas son siempre delicadas y muchos han opinado que González debía haber prescindido de esa alusión que iba a focalizar la atención de todo el artículo. Por lo demás, la historia nunca se repite y hablar de los años treinta remite al imaginario de botas negras y camisas pardas. Ahora bien, no olvidemos que el partido nazi abolió la Constitución de Weimar sin disponer de 2/3 del Parlamento alemán, con solo el 44% de los votos, dando paso a una brutal dictadura.

En Cataluña, el separatismo se presenta con un programa que pretende saltarse la Constitución, liquidar de facto el Estatuto, y acabar proclamando en breve plazo un nuevo Estado. Es evidente que las formas no son las de los años treinta, y sobre todo que el electorado independentista es mayoritariamente demócrata. Pero el “decisionismo” de Carl Schmitt, según el cual en circunstancias excepcionales el derecho puede escapar del normativismo jurídico, ha sido incorporado por la puerta trasera a las tesis soberanistas, cuya propaganda alude constantemente a que estamos en un momento único y excepcional. Desde mucho antes de la consulta del 9-N hasta estas elecciones pretendidamente plebiscitarias, el separatismo no ha dejado de fabricar argumentos para justificar que, llegado el caso, el marco legal español carece de legitimidad frente a la voluntad decisionista de los catalanes.

El arrepentimiento de González llegó al cabo de unos días, mediante una entrevista en La Vanguardia, presentada por el hábil periodista Enric Juliana como una “enmienda a algunos de los párrafos” del citado artículo, particularmente la alusión al fascismo. Luego se supo que el expresidente no había hablado de “nación”, desmintiendo el titular periodístico, lo cual desató una agria polémica. Aunque ni entrevistado ni entrevistador salieron bien parados de este asunto, el nacionalismo catalán obtuvo su trofeo de caza con este primer arrepentimiento.

A Pablo Iglesias le ha sucedido algo parecido cuando ha criticado con dureza ciertos códigos y tabúes de la política catalana. Tuvo que acabar pidiendo perdón cuando censuró en un mitin el abrazo fundido de David Fernández con Artur Mas. Y en los últimos días ha sido acusado de “etnicista” por pedir el voto a los descendientes de andaluces y extremeños, a los que exhortaba a sentirse orgullos de vivir en el extrarradio y de sus orígenes. El líder de Podemos no hacía más que poner en evidencia una persistente abstención diferencial en Cataluña, particularmente en las autonómicas, a partir del cruce de tres factores: origen territorial familiar, lengua habitual y, claro está, clase social. Esa descarnada referencia le costó un intento de boicoteo en un mitin por parte de miembros de la CUP, bajo la acusación de practicar lerruxismo.

El arrepentimiento llegó al día siguiente en una breve declaración junto al cabeza de lista de Catalunya Sí que es Pot, Lluís Rabell. La presión se había producido internamente por parte de miembros de esa también extraña candidatura donde se integra Podemos, pero en la que participan personas declaradamente independentistas, algunas del ámbito de ICV o EUiA. Casi en paralelo, Mas acusó a Iglesias de tener el mismo discurso de extrema derecha que José María Aznar. ¿Qué verdad incómoda reveló para recibir tan tremenda reprimenda? Pues que en la fractura social se mezclan también factores identitarios y lingüísticos, y que no es cierto que el proceso soberanista pueda subsumir la lucha contra las desigualdades. Solo con repasar el diferente grado de participación en el 9-N entre las comarcas interiores y el litoral, se observa un abismo político.

Por tanto, el imaginario de un solo pueblo podría ser fácil de quebrar agitando banderas identitarias. El nacionalismo catalán lo hace sin problema alguno. Pero teme que surja alguien que lo haga en el otro sentido. El arrepentimiento en política es siempre un error, decía Santiago Carrillo, sobre todo si, como en estos casos, no hay nada de que arrepentirse.

Joaquim Coll es historiador y vicepresidente primero de Societat Civil Catalana.

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