Nada justifica la desigualdad de voto

Creo que merecen desmontarse cuidadosamente las razones mediante las que José Ignacio Wert sale en defensa del sistema electoral en su artículo en estas páginas del pasado 20 de abril. Sus argumentos configuran lo que podemos denominar la "defensa oficial" del sistema, una defensa que, rutinaria e invariable, se reitera a modo de mantra desde hace más de 30 años. Conviene revelar su inconsistencia, porque aquí nos jugamos mucho.

Empezaré aclarando que, aunque el señor Wert utilice una expresión un tanto extraña en este contexto, la de "equidad", entiendo que lo que quiere decir es "igualdad", pues "igualdad" es, en efecto, el término que utilizaba Rosa Díez en su artículo inicial, el que abrió el debate y al que Wert responde. Admitido esto, podemos ir directamente al asunto. Es rotundamente falsa la tesis que constituye el eje de la defensa oficial del sistema y que Wert recoge así: "La equidad (léase "la igualdad") no es ni puede ser la única dimensión a atender a la hora de evaluar una Ley Electoral". No, vamos a ver.

La igualdad de voto no es una dimensión del sistema electoral, tal y como lo son, por ejemplo, la gobernabilidad, la proporcionalidad, la capacidad de generar coaliciones, etcétera. La igualdad de voto no es una característica, es un requisito sine qua non para que una ley electoral sea considerada democrática. No hay ni una sola teoría de la democracia, ni una, que no la garantice ni la considere imprescindible. Ni siquiera llega a tanto el liberalismo de Schumpeter, que de entre los diferentes relatos filosóficos que justifican la democracia -el liberal, el republicano, el deliberativo, el participativo, etcétera- pasa por ser el menos exigente desde un punto de vista normativo. La igualdad de voto no se pone en duda: si el voto no es igual, la elección no es democrática. Punto.

Pero hay sistemas electorales, se alegará, que no suponen un voto igual y que se encuentran plenamente justificados. En efecto, los hay. Pero solo en dos tipos de situaciones específicas. Y ninguna puede alegarse para nuestro sistema.

La primera situación es la "federal". Muchos Parlamentos no reflejan la voluntad de un único "pueblo", sino de muchos. Por ejemplo, el Parlamento Europeo. O cámaras territoriales como el Senado de Estados Unidos o el Bundesrat alemán. Ahí no están representados los ciudadanos, sino ciertas entidades territoriales (que para abreviar he denominado "pueblos", pero que pueden ser regiones, comunidades, etcétera). En estos contextos federales el voto de los ciudadanos no tiene por qué ser igual.

¿Puede justificarse el voto desigual en España atendiendo a esta circunstancia? Sí, pero no dos veces. Sí en el Senado, la cámara territorial; no en el Congreso, la cámara ciudadana. Por eso la Constitución no recoge el voto igual para el Senado, pero sí lo hace -aunque de manera meramente ornamental, visto lo visto- para el Congreso.

También en ciertas circunstancias extraordinarias -una guerra, una catástrofe natural, la salida de una dictadura- está justificada la cancelación de los derechos fundamentales (y la igualdad de voto lo es). Ahora bien, tal cancelación habrá de ser siempre transitoria, teniendo como único objetivo mantener el orden para, precisamente, garantizar los derechos fundamentales en cuanto hayan prescrito las circunstancias excepcionales. ¿Puede invocarse algo así hoy en España? Por supuesto que no.

Y, sin embargo, eso es lo que contra toda evidencia alega la defensa oficial. Escuchemos a Wert: hay que sacrificar la igualdad para favorecer la eficacia. ¿Y en qué consiste exactamente esa "eficacia" para la que se pide en sacrificio nada menos que la igualdad de voto?

No es, por descontado, una cuestión de vida o muerte, un último recurso desesperado para salvar un sistema que sin tal remedio naufragaría. Una situación excepcional así pudo darse en las dos primeras citas electorales, en las que la UCD fue la gran beneficiada por el sistema electoral. Entonces podía considerarse justificado, desde un punto de vista prudencial, sobrerrepresentar a UCD para que los nostálgicos de la dictadura no acabaran con la aventura democrática. Fue una manera de calmar a la bestia franquista, y sin duda mereció la pena. Pero, ¿qué significa "eficacia" en 2010?

No se engañen: significa tan sólo "comodidad" para el PP o para el PSOE. Wert lo deja bien claro: la define como la mayor o menor "posibilidad de Gobiernos mayoritarios o cuasi mayoritarios de cualquiera de los dos partidos centrales". Es sencillamente escandaloso afirmar que la igualdad de voto haya de sacrificarse en aras de tal eficacia. Y lo es por partida triple.

En primer lugar, es un argumento antidemocrático. La igualdad se puede rescindir para salvar al sistema transitoriamente... no para hacer más fácil su gobierno. Prueben, si no, a proponer en la próxima junta de vecinos que los del tercer y cuarto piso tengan menos poder de voto porque así se facilita el gobierno de la escalera. ¿No suena bien, verdad? Pues eso es lo que defienden el señor Wert y otros paladines del sistema actual. Cuando Rosa Díez alega que no puede ser que 500.000 españoles que votan a un partido obtengan un escaño mientras que 500.000 que votan a otro consiguen 10, lo único que responden Wert y los suyos es que así se "facilita la formación de Gobiernos estables". Y no permitiendo votar a los del quinto derecha también, desde luego. Desprovisto de ropajes técnicos y eruditos, el argumento resulta tan grotesco que cuesta encajarlo.

En segundo lugar, se trata de una tesis manifiestamente errónea desde un punto de vista empírico. Hace ya mucho tiempo que la ciencia política descartó la idea de que los Gobiernos monocolor sean "más eficaces" que los de coalición. No sólo no hay evidencia empírica, es que en todo caso tal evidencia apuntaría lo contrario. De los 10 países más desarrollados del mundo según la ONU, sólo dos tienen habitualmente un Gobierno monocolor. Wert vende que los Gobiernos monocolor son más "eficaces". No sólo respondo que es rotundamente falso, sobre todo le pido que, si de verás lo cree así, haga todo lo posible para que un partido gane por mayoría las elecciones... menos manipular la igualdad de voto. En Estados Unidos, por ejemplo, no lo hacen: sería jugar sucio.

Y, por último y en tercer lugar, aunque la tesis fuera empíricamente cierta y moralmente democrática -y no es ni una cosa ni la otra- es que, en el colmo del absurdo, aquí y ahora no se cumple. No sé en qué país vive Wert, pero en el mío cada dos por tres al PP o al PSOE los tienen que sustentar otros partidos pequeños para poder gobernar. ¿De veras conviene violar la igualdad de voto en aras de esta "eficacia"? La respuesta sería "no" aunque el remedio funcionara, pero, hombre, es que si ni siquiera lo hace.

Es ya una traición y un fracaso democrático pensar en términos de posibles resultados electorales y no de garantías ciudadanas reales, pero: ¿qué panorama terrible y desolador se adivina con un sistema proporcional de circunscripción única y voto igual? Probablemente uno en el que IU y UPyD tienen más presencia y el PP y el PSOE pueden pactar con ellos o con los nacionalistas periféricos, a su gusto. ¿Es algo ingobernable, ineficaz, inestable? No, claro. Es bastante parecido a lo que hay, y, de hecho, una inmensa mayoría lo consideraría preferible. Únicamente a los intereses puramente partidistas del PP y del PSOE les resultaría "ineficaz", porque la presencia de IU y UPyD lo sería a su costa y, por tanto, perderían escaños y porción del pastel. El acabose, sin duda.

Pero, sobre todo, es que el espíritu que anima casi todo el párrafo anterior supone de por sí una derrota de la democracia: da igual qué partidos ganen, lo que importa es que los ciudadanos posean intactos sus derechos de participación política. Por eso, la esencia del ideal democrático palpita sólo en la primera frase de tal párrafo, y no en el resto. Si no lo tenemos claro, ya hemos perdido la batalla. Que no les despisten.

Jorge Urdánoz Ganuza, profesor de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid.