Nadie dijo que hacer política fuera fácil

De las lecciones que fue posible extraer de los últimos comicios de Estados Unidos, que enfrentaron hace casi tres años a Bush y a Kerry, con la segunda victoria del primero, hay una especialmente clara: los electores quieren que sus líderes apelen a sus sentimientos, no sólo a la inteligencia.

Pocas personas han registrado las maletas de Gordon Brown para descubrir qué libros va a leer durante las vacaciones, pero ahora que está al frente del Gobierno británico, la lista de sus lecturas para el verano es otro aspecto de la intimidad que ha perdido. Sabemos que entre los títulos que ha elegido se encuentran Engleby, de Sebastian Faulkes, The Age of Turbulence, del ex director de la Reserva Federal norteamericana Alan Greenspan, y el último libro polémico de Al Gore, The Assault on Reason. Esta última elección me preocupa. No porque el libro de Gore no sea bueno, que lo es, sino porque en Estados Unidos también se ha publicado otro volumen que Brown debería pedir inmediatamente por correo urgente. Como asiduo estudioso de la política estadounidense, lo disfrutará. Y aún más importante, podría ayudarlo a salvar su puesto.

El libro en cuestión es The Political Brain, de Drew Westen, uno de los estudios más importantes sobre las campañas políticas de los últimos tiempos. De reciente publicación en EEUU, ya ha comenzado a tener allí una gran resonancia, interpretado como una explicación muy convincente de por qué los demócratas siguen perdiendo elecciones y cómo podrían comenzar a ganarlas. Sin embargo, su mensaje es más general, motivo por el que Brown debería comenzar a devorarlo pronto.

El libro no es una perorata partidista al estilo de las obras de Michael Moore. Westen es un profesor de psicología y psiquiatría que posee conocimientos especializados sobre la ciencia de la mente, y también de los procesos cognitivos por los que las personas absorben información. A través de experimentos claros y repetibles, en lugar de centrarse en corazonadas compartidas o anécdotas vox populi, Westen determina que «el cerebro político es un cerebro emocional». Los electores no se deciden sopesando las afirmaciones dispares de los partidos y luego decidiendo cuál de ellos favorece sus intereses, sino por lo que sienten. No son «máquinas calculadoras disecadas» -por emplear la famosa descripción que hizo Nye Bevan de Hugh Gaitskell- que estiman racionalmente la posible utilidad que pueden obtener si eligen la política A en lugar de la política B; todo lo contrario, son viscerales.

Las pruebas de Westen provienen de experimentos en los que midió la actividad cerebral de los participantes en el momento de considerar cierta información política. Los circuitos que se activaron no fueron los relacionados con el pensamiento lógico, sino los que regulan las emociones. Los resultados no se limitan a electores sin conciencia política o poco educadas. Las investigaciones han demostrado que las personas inteligentes son tan viscerales como cualesquiera otra.

Esto significa que cuando los políticos hablan, estimulan una red neuronal de asociaciones -positivas o negativas- y que éstas se deben más a las emociones que a la razón. De hecho, algunas de estas asociaciones están prácticamente integradas, como producto de miles de años de evolución. El truco para los políticos consiste en asegurarse de activar asociaciones positivas y de relacionar a sus adversarios con las negativas.

Esto puede parecer muy obvio. Pero todo indica que los demócratas en EEUU no lo han comprendido. En una serie de desatinos electorales, se han acercado a los votantes como si éstos fueran las mentes objetivas reverenciadas por la filosofía del siglo XVII. Les han disparado con estudios estadísticos, informes, datos y cifras, dirigiéndose al intelecto del electorado, mientras los republicanos apelan a las emociones.

Sólo hay que leer la transcripción de las respuestas de Gore durante sus debates con George Bush, o las de John Kerry de cuatro años más tarde, para comprobarlo.

Los demócratas han insistido machaconamente en porcentajes, estudios o deudas pendientes, mientras que Bush, como Ronald Reagan, ha sabido hablar en términos de valores, un mensaje que se asienta firmemente en el registro emocional. Westen desglosa el legendario anuncio publicitario de Ronald Reagan, Morning in America, emitido por la televisión durante su campaña para la reelección en 1984, para demostrar cómo las palabras y las imágenes lograron tocar las asociaciones neuronales más profundas: «la familia, la vida sencilla, la fuerza, la inocencia de los niños, novias y barrios con amplias zonas verdes». El espectador no podía evitar identificarse afectivamente con lo que estaba viendo.

La reacción más probable ante este tipo de mensajes, especialmente entre los lectores británicos y de buena parte de nacionalidades europeas, es condenar los métodos republicanos, calificándolos de vil maniobra de embrutecimiento. Sin duda, las abstracciones delicadas son atractivas; es mucho mejor centrarse en los asuntos de interés. El problema es que, simplemente, nuestro cerebro no funciona de esa manera. Westen ofrece pruebas de que las únicas personas que toman decisiones basándose exclusivamente en cálculos racionales sobre la utilidad de las alternativas son aquéllas que han sufrido daños cerebrales. La evidencia electoral es muy conocida: piénsese en los estadounidenses de bajos ingresos que votaron, contra sus propios intereses económicos, por Bush en lugar de por Kerry, tras llegar, aparentemente, a la conclusión de que les importaba menos su sueldo mensual que el hecho de que, con una Administración demócrata, los homosexuales pudieran contraer matrimonio en San Francisco.

A los demócratas no debe entristecerles reconocer este aspecto de la naturaleza humana. Las cuestiones progresistas también pueden despertar emociones, siempre y cuando se presenten de la manera adecuada. Desde el problema de las armas de fuego, la cuestión homosexual, el aborto y la Guerra de Irak, Westen muestra cómo la izquierda podría aprovecharse de las asociaciones positivas de las redes neuronales empleando términos religiosos, por ejemplo, y obtener el respaldo de las mayoría estadounidense para sus causas.

Esperemos que quien gane las elecciones primarias del Partido Demócrata en 2008 asimile estas lecciones fundamentales. De lo contrario, su candidato, o más probablemente su candidata, podría perder unas elecciones que, según todos los indicadores, deberían ganar los demócratas. Eso, después de todo, es lo que ocurrió en 1988 y en 2000.

Pero este mensaje también tiene resonancia en el Reino Unido, en gran parte por la personalidad de los candidatos que van a competir en los próximos comicios. Resulta alarmantemente fácil ver a Brown como el candidato que apela a la razón enfrentado a Cameron, el hombre emotivo.

Es por este motivo que me inquieta el libro elegido por el premier británico como lectura de verano. Admiro a Al Gore enormemente. Ha acertado en casi todos los asuntos clave de las últimas dos décadas. Pero el título mismo de su nuevo libro sugiere que aún no ha comprendido del todo el error de los demócratas, que aún desean que los electores presten atención a la razón en lugar de aceptar que los progresistas tienen que hablar el lenguaje de las emociones. (Para ser justos con Gore, su documental Una verdad incómoda funciona precisamente en el nivel que Westen exige.)

Aún más inquietante resulta el hecho de que Brown podría fácilmente ser la versión británica del Gore del 2000: el candidato que controla los datos, acierta en todas las cuestiones estratégicas, y que, sin embargo, se muestra torpe con la gente y aburre cuando aparece en televisión. Mientras, Cameron planea fácilmente su estrategia tomando a Bush como modelo: hijo de un gran hombre privilegiado, nacido en una cuna de oro, que, sin embargo, es capaz de presentarse como un tipo afable y normal. Si Brown permite que se asiente esta percepción de su adversario, el coste será altísimo. (Una señal preocupante es que en Washington corre el rumor de que Bob Shrum, consejero político que asesoró a Michael Dukakis, Gore y Kerry, y que puede jactarse del sorprendente palmarés de ocho derrotas en ocho elecciones presidenciales, se dispone a trasladarse a Londres, para ayudar a su viejo amigo, Brown).

Afortunadamente, la situación no es inevitable. Brown es 10 veces mejor estratega que Cameron. Sólo necesita enmarcar de otra manera sus posiciones y apelar al corazón, no a la inteligencia. Esto no significa adoptar una política diferente, sólo un lenguaje diferente. Mientras está en ello, debe aprender otra lección del valioso libro de Westen y de la antropología. Al parecer, en el fondo aún somos primates, y queremos ver muestras de fuerza en el gorila que lidera el grupo. Esto significa que cualquier tipo de debilidad, especialmente permitir el abuso del oponente sin devolver el golpe, nos produce unas inquietudes de las que ni siquiera somos conscientes.

Gore y Kerry permitieron que Bush les insultara y pagaron por ello. La semana pasada, Brown dio señales de debilidad cuando se quejó de que sólo llevaba cinco días en el cargo. Si Cameron vuelve a atacarle, debe responder.

¿Un candidato dispuesto a golpear con el puño y también equipado con inteligencia emocional? Parece mucho pedir, pero nadie dijo que hacer política fuera fácil.

Jonathan Freedland es columnista del diario The Guardian.

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