Nadie ha ganado en la crisis del euro

Hoy es una creencia aceptada considerar a Alemania como ganadora en la crisis del euro. La triste verdad es, sin embargo, que el euro aún no ha producido un ganador real, en tanto que las aparentes ganancias de Alemania en la crisis del euro son en gran parte una ilusión a punto de desvanecerse. En última instancia, solamente un básico rediseño de las políticas y las instituciones de la eurozona haría posible crear una unión de verdaderos “euroganadores”. Ofuscada por ideas y creencias mal concebidas —y en contra de sus intereses nacionales—, Alemania está impidiendo con firmeza que se pueda dar ese paso. Las políticas aplicadas y las reformas emprendidas desde 2009 bajo dictado alemán han hecho a Europa más vulnerable y son, también cada vez más, una amenaza para la estabilidad global. Por de pronto, el euro sigue firmemente la senda de su liquidación, un acontecimiento en el que Alemania se encontraría entre los mayores perdedores.

La visión de Alemania como ganadora en la crisis del euro ofrece como prueba el bajo índice de desempleo actual, un presupuesto público equilibrado y unos bajos costes de endeudamiento. El contraste con la situación en cualquier otro país de la eurozona es tan extremo que Alemania también disfruta de una afluencia de inmigrantes cualificados que fortalecen la economía y el mercado de la vivienda. Sin embargo, la situación de la economía alemana está lejos de ser estelar y el hecho de que su superior desempeño actual en términos relativos se haya producido en gran medida a expensas de sus socios en el euro debería provocar alarma más que asombro. La esperanza de vida del euro siempre ha dependido de la convergencia en el seno de la unión monetaria. En vez de ello, las persistentes divergencias y el aumento de desequilibrios no solo han originado la crisis en curso, sino también la ilusión de que Alemania, su aparente ganadora, lo tiene que haber hecho todo bien y debería ser ahora el incuestionable modelo.

Pero considerar a Alemania como el “euroejemplo” es una grave tergiversación de los acontecimientos. No solo porque el actual rendimiento de Alemania debiera contemplarse con una perspectiva más amplia: bajo el euro, Alemania ha crecido a un índice medio de poco más del 1% anual; no es muy impresionante. Tiene que entenderse también que Alemania no puede ser el modelo, porque precisamente la factibilidad del modelo alemán depende de que los demás se comporten de un modo diferente. Está en la esencia del modelo de crecimiento de Alemania, cuyo fundamento es la exportación, presuponer unos importadores dispuestos a ejercer de tales.

Profundamente arraigado en el sistema de creencias político-económicas del país y en su preciada “cultura de la estabilidad”, el mantra del Bundesbank sostiene que la estabilidad de precios es la causa del crecimiento. Es verdad que el mantenimiento de la estabilidad de precios funcionó bien tanto para Alemania como para el Bundesbank en tiempos anteriores al euro, cuando los socios comerciales estaban inmersos en un sistema estable de tipos de cambio nominal. En esas condiciones, mantener la inflación más baja que la de sus socios comerciales clave impulsaba la competitividad de Alemania y lubricaba su motor exportador. Con el Bundesbank manteniendo a raya la política fiscal y a los sindicatos, el modelo funcionó bien bajo el régimen de Bretton Woods de vinculación global con el dólar. Luego se reavivó a escala regional en la década de los ochenta, con el Sistema Monetario Europeo. La tardía revaluación del marco alemán pudo restaurar temporalmente la balanza comercial, pero solo para iniciar una nueva ronda de creciente competitividad alemana mediante una relativa estabilidad de precios, con una Alemania que basaba su crecimiento en el gasto excesivo de sus socios comerciales.

La unión monetaria de Europa fue un compromiso conjunto para mantener la inflación bajo el 2% en toda la zona, como un factor transformador. Por desgracia, las autoridades alemanas no entendieron la esencial realidad de que exportar a Europa el modelo alemán a través del régimen de la Unión Económica y Monetaria (EMU) establecido en Maastricht iba a debilitar su funcionamiento doméstico. Un modelo cuya factibilidad depende de que los demás se comporten de modo diferente no puede pretenderse que funcione forzando a cada uno de ellos a comportarse como Alemania. El respeto general por la histórica norma de estabilidad de Alemania supondría poner un palo en la rueda del tradicional motor exportador del país.

Cuando, en los años noventa, ese motor exportador no pudo dirigir la economía al modo habitual, Alemania se embarcó en la restricción salarial para “restaurar” la competitividad. Un desempleo masivo, del que se culpó en gran medida a la unificación, pareció suministrar una excusa perfecta. Las “reformas de Hartz” de la pasada década fueron la etapa final de un viaje que vio a los costes laborales unitarios alemanes apartarse, en dirección descendente, de la norma de estabilidad acordada, preparando el terreno para la actual crisis del euro.

La persistente restricción salarial unida a la incondicional austeridad fiscal en nombre de la estabilidad y el crecimiento le valieron a Alemania el título de “enfermo del euro” en la década pasada. Todavía peor, a medida que Alemania estaba cada vez más enferma, se fue debilitando la “única” política monetaria del Banco Central Europeo. Pues en una unión monetaria “la misma talla tiene que irle bien a todos”, presuponiendo condiciones similares. Acostumbrada a encajar en la media regional, la política monetaria se convirtió en demasiado agobiante para Alemania, pero demasiado relajada para los otros países del euro, alimentando burbujas en los mercados inmobiliarios de la periferia de la eurozona. Mientras los precios inmobiliarios se hundían en Alemania, las burbujas financieras que crecían por otras partes crearon el exceso de gasto que Alemania necesitaba para encender su motor exportador.

Antes de la crisis, el creciente desequilibrio externo alemán tuvo su contrapartida en buena parte de Europa. Ello dejó a Alemania en una posición muy vulnerable frente a sus excesivamente gastadores socios europeos, tanto en términos comerciales como financieros. Pues las finanzas alemanas también patrocinaban el boom del crédito en los países de la crisis del euro, a través de la generosa refinanciación de bancos en España e Irlanda, por ejemplo.

Los exuberantes flujos de crédito privado finalizaron con la crisis del euro. El crédito oficial y el balance del BCE acudieron al rescate, pero solo añadiendo más deuda a la carga de los países ya en apuros. Alemania solamente puede satisfacer su aparente deseo de permanentes superávits comerciales mediante transferencias fiscales. Resulta irónico que el mercantilismo alemán haya hecho inevitable una transfer union, cuando algo así es lo que más teme el país.

Alemania no quiere admitirlo, y hasta ahora la crisis del euro ha proporcionado dos importantes beneficios al país: unos tipos de interés ultrabajos debido a su estatus de refugio y un tipo de cambio del euro mucho más débil de lo que requeriría el balance comercial de su economía. Pero las bazas exteriores de Alemania le suponen quedar enormemente expuesta a sus socios europeos. Una quiebra del euro provocaría masivas pérdidas de riqueza en el país, junto con un emergente nuevo deutschmark que paralizaría el motor de la exportación alemana.

Con tanto que ganar impidiendo la definitiva calamidad del euro, ¿cómo se puede sacar al liderazgo alemán de su trampa intelectual? Al igual que la deflación salarial y la absurda austeridad fiscal hicieron enfermar a Alemania en la década de 2000, estamos observando hoy una ciega repetición de esa experiencia por toda la unión monetaria. El parasitismo de Alemania con respecto a la demanda externa proporcionó los antecedentes de la actual e irresuelta crisis del euro. El estado de la economía global parece incapaz de soportar un esfuerzo similar por parte de una Europa germanizada. La unión monetaria de Europa tiene que empezar a gestionar —en lugar de asfixiar— la demanda interna. Estados Unidos, no el mercantilismo alemán, ofrece el modelo adecuado para Europa. Sus políticas y sus instituciones tienen que ser reformadas en consecuencia.

Jörg Bibow es catedrático de Economía en el Skidmore College en Nueva York. Texto publicado originalmente en www.e-ir.info. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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