Nadie se baña dos veces en el mismo Lorca

Federico García Lorca, retratado en 1919, a sus 20 años.Photo12/Universal Images Group / Getty Images
Federico García Lorca, retratado en 1919, a sus 20 años.Photo12/Universal Images Group / Getty Images

Un aniversario tan lacerante como el de los 85 años del crimen de Federico García Lorca, el 18 de agosto, alienta también un reverso de atención sobre la actualidad de su obra y sobre la sugestión de juventud y madurez intrépida, que su escritura irradia.

La hiperactiva multiplicidad de interpretaciones, apropiaciones, versiones, investigaciones, ángulos y refrescantes puestas en relación por parte de sus lectores, revela una revitalización que produce efectos de transmutación creadora, cada vez que se lleva a cabo el contacto con su escritura. Pero parafraseando al famoso clásico, nadie se baña dos veces en el mismo Lorca.

“La virtud mágica de un poema”, dijo él en 1933, “es estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran”. ¿Es eso lo que sucede cuando se leen, o, mejor cuando se “miran” —como él dice— sus obras? La vista, en todo caso, como señaló John Berger, es lo que establece nuestro lugar en el mundo circundante.

¿Mirar al poema, entonces, dispone ese lugar? ¿Esos versos bautizan, sitúan en el mundo a través de la unción del agua de lo secreto o lo doloroso? En mi caso, puedo decir que sí, que al mirar los poemas, las obras teatrales y la prosa de Lorca —incluyendo, desde luego, su epistolario, pasmoso por su sentido de la comunicación y el estado de gracia del lenguaje— se establece, en gran medida, mi lugar en el mundo.

Durante mi adolescencia y, sobre todo, en mis primeros años de estudiante en la Facultad de Letras de Granada, cuando mi mayor aspiración consistía en llegar a escribir algún día —cuanto antes, mejor— un buen poema, la obra de Lorca significaba el mayor ejemplo de entusiasmo y esplendor poético a mi alcance, al mismo tiempo que la máxima representación escrita de una lucha personal de naturaleza doble, que parecía mirarme: la de llevar a cabo una toma de la palabra de carácter homosexual —yo interrogaba ansiosamente cada uno de sus textos acerca de la expresión de su deseo—, y la de reinventar, de alguna forma, el mundo circundante, el entorno natal, sacándolo de las cenizas provincianas.

Una de las virtudes singulares de Lorca reside en su pasión, trufada de ternura joven, por comprender. Comprender un espacio, un ser, un sentimiento, un apetito. A menudo, el desarrollo material que lleva aparejada esa pasión, se desenvuelve en la producción efusiva de imágenes que parecen buscar —como si aplicara una lupa hiperpotente—, por un lado, qué cosas invisibles transforman las cosas en visibles delante de nosotros, sin que habitualmente nos percatemos, y por otro, qué sentido profundo tienen las cosas como imágenes emotivas. Como si estuviera levantando piedras en el campo y descubriese marañas de lombrices e insectos, son muchos los poemas, desde Libro de poemas hasta Diván del Tamarit, en los que Lorca indaga qué hay debajo, o detrás, de lo que se mira, frente a una descripción misteriosamente limpia —que en realidad se ofrece como provocación—.

En ocasiones esto ocurre de manera explícita, por ejemplo, en el poema ‘Capricho’, de Suites o en ‘Nueva York (Oficina y denuncia)’, de Poeta en Nueva York, por citar dos casos posicionados formalmente en los extremos. Tanto en el corte de graciosa canción tradicional del primero, como en el verso libre, dramáticamente amalgamado, del segundo, el virtuosismo rítmico funciona como una analogía exacta del sentido de las imágenes transmitidas, como una convergencia clave.

El deseo de comprensión en la escritura de Lorca implica un deseo de comprenderse y ser comprendido. Hay un elemento relevante de autoexploración y de llamada de auxilio, que recorre toda su obra como un nervio. Para muestra, un botón conocido: “Porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,/ pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado” (’Poema doble del Lago Edén’).

Otra vez, entonces, el sondeo que descubre el otro lado de las cosas, y una identidad indefinida, ideal, que puede relacionarse con la segunda oportunidad de inocencia durante la madurez —a fuerza de acercarse con decisión a quien fue de joven—, a la que se refiere Camila Sosa en su centelleante texto a la escritura y al travestismo, El viaje inútil.

La ininterrumpida capacidad de transformación de la obra de Lorca, dejada, digamos, sola, y en relación con sus lectores, creo que también está relacionada, de modo relevante, con el singular aire de desamparo que emana de sus poemas. Que sea un desamparo en compañía, buena o mala, desde luego no lo aminora y, en ocasiones, incluso, lo incrementa, como sucede en los poemas neoyorquinos. Pero se trata, sobre todo, de un sentimiento que congenia con la “nativa necesidad de belleza nueva” que adjudicó a Góngora, en su conferencia sobre él, y que podemos perfectamente atribuir al propio Lorca, al pulso extensible de su fatalidad poética.

Luis Muñoz es poeta. Su libro más reciente es Vecindad (Visor).

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