¿Nadie va a defender a Europa?

Últimamente, ya sea por las políticas económicas restrictivas aplicadas para superar la recesión, bien sea por la incapacidad de atender la gravísima crisis de los refugiados, o por la debilidad mostrada en los atentados de París y Bruselas, los europeos nos hemos despachado a gusto contra Europa. No es que la desconfianza sea nueva. Ya hace años que denunciamos la Europa de los mercaderes. Y después despotricamos de la Europa de los burócratas. Incluso ante acuerdos difíciles, como pasó con el tratado de Maastricht, los dirigentes de cada Estado signatario no regresaron a casa reivindicando todo lo conseguido a favor de la verdadera Unión Europea, sino que cada cual se presentó como un gran triunfador –contra Europa, claro– en la defensa de sus propios intereses nacionales. Es exactamente la misma lógica que sigue el Brexit: la continuidad del Reino Unido queda condicionada a la concesión de excepciones y privilegios locales, defendidos por los que los han obtenido como una victoria contra Europa para justificar poder quedarse en ella. Se diría que a Europa sólo la salvamos cuando vamos en su contra.

Y, sin embargo, ¿no le debemos nada a Europa? Porque si es cierto que Europa demuestra poca pericia a la hora de superar los dramáticos desafíos que tiene delante, se echa de menos que no tenga quien defienda todos sus éxitos. ¿Es que habríamos estado mejor sin aquella Comunidad Europea del Carbón y el Acero, fruto del tratado de París firmado en 1951? ¿Quizás nos podíamos haber ahorrado el tratado de Roma de 1957 que creó aquella Comunidad Económica Europea de seis miembros? ¿No valía la pena esforzarse en firmar el tratado de Maastricht de 1992 o el tratado de Lisboa del 2007 que han permitido llegar a la actual Unión Europea de los 28 miembros? ¿Estaríamos mejor sin la ciudadanía europea de 1992, los acuerdos de Schengen vigentes desde 1995 o la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, acordada en Niza en el 2000? ¿No nos convenía adoptar el euro? ¿Cómo sería España sin las multimillonarias inversiones europeas? ¿Habríamos salido mejor parados de la recesión económica sin el papel del Banco Central Europeo? ¿Y nos habría convenido más no contar con una instancia superior como la Corte de Justicia Europea?

Sí, es cierto. La historia de la Unión Europea es la de la superación, a última hora, de grandes fracasos anunciados anticipadamente a bombo y platillos. Y después de superarlos, se suele mantener un silencio espeso, por si acaso se descubriera que el progreso en el interés general había perjudicado alguno particular. Una percepción que se consigue por la retransmisión casi en directo de largas reuniones de negociación, hasta la madrugada, para conseguir migrados acuerdos in extremis. Acuerdos de los que sólo suele quedar el relato de la dificultad agonística y se pierde la memoria del nuevo acuerdo que asumimos con tanta naturalidad que ya no sabríamos prescindir de él. Si la cuestión no fuera tan grave, lo podríamos liquidar bromeando y diciendo que la Unión Europea tiene un problema de comunicación. Pero no es eso. A diferencia de Estados Unidos, la UE sólo avanza si no pone en riesgo la diversidad de intereses nacionales. En Estados Unidos hay 50 estados, con tanta o más diversidad económica, cultural e institucional que la europea, pero con un solo interés nacional. En la UE somos 28 estados y unos cuantos intereses nacionales, no estatales, más. Y la UE sólo se fortalece en la medida que crea nuevos intereses generales superiores pero sin amenazar los intereses nacionales particulares que la fundamentan y enriquecen. Un problema que no es sólo de sus dirigentes –que por otra parte son los que votamos en cada Estado–, sino una exigencia de los propios europeos.

La arquitectura europea es extremadamente compleja a la hora de encajar intereses generales y particulares. Además, su construcción debe liderarse sin que se note mucho, no fuera que encendiera recelos y desconfianzas. De todas maneras, desde mi punto de vista, el obstáculo mayor que tiene Europa como proyecto es esta cultura política tan profundamente desconfiada. En eso, sí que todos los europeos compartimos carácter y estilo. No nos fiamos de los representantes escogidos democráticamente. Tampoco de las instituciones que nos protegen. Y la necesaria inteligencia política queda ahogada por un sentimentalismo moralista que reniega de ella. No parece que Maquiavelo sea europeo ni que nos haya enseñado nada. Y se ha olvidado la clásica distinción weberiana entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. En las instituciones europeas, la realpolitik enturbia las grandes convicciones y objetivos que tiene planteados, mientras la opinión pública se ablanda en una cultura política emocional que ignora la dificultad que supone equilibrar los legítimos intereses particulares con los generales. La desproporción entre la facilidad con que denunciamos los déficits éticos y la escasez de posibles propuestas de solución es escandalosa. ¿Europa no tiene a nadie que la defienda?

Salvador Cardús i Ros

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