¿Nadie va a parar esto?

La pregunta es pertinente: ¿nadie va a parar esto? Es decir, ¿nadie va a parar la degradación de la dignidad política en España practicada a golpe de ocurrencias de saldo y prontos primarios?

Me dirijo naturalmente al Partido Socialista Obrero Español. Y lo hago porque quienes figuran como sus actuales socios de Gobierno, el podemita zarandeado por las urnas (recuérdese: Galicia y País Vasco), el separatista catalán condenado por el Tribunal Supremo y los amigos de los terroristas, vascos no serían más que una nota a pie de página en la historia contemporánea de España si el PSOE no los hubiera metido en el texto principal del relato. Y con letras mayúsculas y aun capitulares. El PSOE no solo dispone de un número de diputados abultadamente superior a los de estos grupos sino que además es el partido que goza de las más sólidas raíces en la sociedad española, presente como está –de manera directa o indirecta– en todo tipo de iniciativas sociales y actividades culturales. Goza pues, como se dice ahora, de una envidiable capilaridad, lo que se manifiesta palmariamente en la fortaleza de su respaldo electoral.

Nadie va a parar estoDe manera que podría decirse que, gobierne o no, el PSOE es clave a la hora de conducir esta nave que es España. Mucho más cuando se encuentra encabezando su Ejecutivo: de ahí que su responsabilidad sea inmensa. Y de ahí que los españoles avisados y prudentes sigamos sus pasos y sus decisiones con el mayor de los respetos y, cuando procede, con la mayor preocupación.

Que es donde justamente estamos. Porque se convendrá conmigo que ver al PSOE, de historia antigua, controvertida pero siempre vigorosa, gobernar al dictado de un partido cuyos dirigentes están en la cárcel por haber perpetrado un golpe de Estado o de unos sujetos que son descendientes directos de quienes han sembrado el terror en el País Vasco y en el resto de España durante décadas, decidiendo quién debía continuar viviendo en libertad o merecía ser introducido en un zulo o quién debía seguir simplemente viviendo, es algo que debería estremecer a cualquiera que sienta respeto por las siglas socialistas, no digamos a quienes les dispensan su adhesión o incluso su cariño.

Si todo está ocurriendo y negarlo sería tanto como negar la evidencia, la pregunta se impone: ¿dónde están esos compatriotas socialistas? ¿dónde se esconden? ¿dónde guardan sus convicciones y su ideario? ¿los conservan entre bolas de alcanfor o los han disuelto en la indiferencia? ¿les han puesto acaso sordina para que no perturben su bienestar?

¿Dónde están los 120 diputados del Congreso y los ciento trece senadores? Estos señores y señoras, cuando se presentaron ante sus electores en sus respectivas circunscripciones, cuando hablaron en los mítines o escribieron artículos explicando sus proyectos ¿defendieron lo que el Gobierno que ellos ahora sostienen está haciendo?, ¿abogaron en público por cambiar el Código Penal para sacar a la calle a los golpistas?, ¿sostuvieron que iban a dar satisfacción a esos mismos separatistas a la hora de arrinconar el idioma español?, ¿se mostraron acalorados defensores de los decretos-leyes en lugar de las leyes para ordenar nuestra convivencia jurídica? El mismo pacto con Podemos, ¿fue aireado? ¿Se dio a conocer la campaña contra el hombre prudente que encarna hoy la Jefatura del Estado y que se halla consentida –¿o alentada?– por el Gobierno?

Pienso que justamente ocurrió lo contrario en mítines, encuentros y programas electorales. No es preciso recurrir a las palabras de quien fue candidato principal y hoy preside el Gobierno acerca de su insomnio para sostener que los diputados y senadores actuales han roto de una manera clamorosa ese sutil contrato con sus electores que supone el otorgamiento del voto. Y esto es muy grave en un sistema democrático que tiene muchas imperfecciones pero que está, o debe estar, soldado por unas reglas de lealtad que son su argamasa misma.

Pero más allá de esta grave consideración, ¿no están orgullosos esos diputados y senadores de sus siglas, de su ideario?, ¿cómo es posible que toda esa riqueza quede disuelta en el seguimiento acrítico de un dirigente que les lleva por caminos que nada tienen que ver con una socialdemocracia que tanta gloria ha dado a los gobiernos de Europa durante más de medio siglo?

No lo entiendo y me devano la cabeza porque yo mismo estuve al servicio de los primeros Gobiernos de Felipe González como modesto secretario general técnico del Ministerio para las Administraciones públicas y estoy muy orgulloso de esta etapa de mi vida y de aquello que pude aportar a una política responsable, adulta, poco superficial en suma. Me marché voluntariamente («a petición propia» dice el Decreto de mi cese) cuando pensé que mi sitio estaba de nuevo en mi cátedra. Ese pasado me impulsa a escribir hoy este artículo, estupefacto como estoy. Porque las sombras de aquel periodo que a muchos nos desmoralizaron y nos alejaron, sin embargo no han sido capaces de borrar la claridad de sus luces, la brillantez de algunos de sus logros.

Y ello obliga a no permitir a nadie que arruine –a base de inyecciones de frívolo oportunismo y de ignorancia– el nervio socialdemócrata sustituyéndolo por aventuras coyunturales, por el trajín miope de pobres ocurrencias que están comprometiendo el ser mismo de la España constitucional, tal como proclaman con altanería los socios del Gobierno. ¿Qué se diría –pregunto– si se viera a un Ejecutivo del Partido Popular encogerse ante las imposiciones de unos parlamentarios que fueran hijos o seguidores de los golpistas del 23 de febrero o de aquellos pistoleros franquistas que tantas amarguras ocasionaron?

¿Saben los diputados y diputadas que en la Asamblea Nacional francesa o en el Bundestag alemán (por citar tan solo dos países cercanos) los grupos parlamentarios tienen sus tensiones internas y que sus jefes han de entregarse a encarnizados debates con ellos para convencerlos del acierto de esto o aquello y que al final la disciplina puede romperse y no pasa nada grave? ¿Cómo es posible que aquí el toque del silbato sea el que marque el comienzo del aplauso desmedido o el silbido atronador de los escaños sin que haya ni una sola ocasión en que ocurra lo contrario? ¿No se advierte el carácter gregario e inmaduro de este comportamiento? Y lo que puede ser peor para ellos, ¿no ven estos parlamentarios que están arruinando su propio oficio pues el día llegará que los votantes nos cansemos de ver en nuestros representantes cadáveres bien conservados y les enviemos a instalaciones más apropiadas a su lúgubre condición exceptuando al del silbato?

Y la misma interpelación que dirijo a los parlamentarios presentes en el Congreso y en el Senado la reitero respecto de quienes les precedieron o están o han estado en el Parlamento europeo, a las autoridades que lo son o lo han sido en las instituciones de Bruselas, los ex ministros y los centenares de antiguos altos cargos presentes en los gobiernos socialistas, como secretarios de Estado, subsecretarios, directores generales o presidentes y consejeros de las Comunidades autónomas o alcaldes que lograron sus puestos gracias a militar en el socialismo español. Ítem más, incluyo a quienes, precisamente por las siglas a las que han servido, están hoy con magníficos sueldos en los Consejos de Administración de grandes empresas o en sólidos negocios a los que en modo alguno hubieran accedido si no hubieran podido presentar la credencial socialista.

De verdad, estas personalidades ¿dónde están? ¿No se les desgarran a diario sus interiores, no pierde el equilibrio su sensibilidad, no se les remueven las conciencias?, ¿no sufre su honestidad?, ¿no lamentan el zafio patear de ideales y compromisos?, ¿no oyen las voces, las quejas, los gritos angustiados de la vergüenza herida?

¿Por qué callan?

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario, ex-alto cargo en los primeros Gobiernos socialistas. Su último libro se titula: Gracia y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico. Montgelas: el liberalismo incipiente (Marcial Pons, 2020).

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