¿Nadie va a pedir perdón por la gestión de la covid?

No valen recetas, ni trazo grueso ni ecuaciones sencillas como solución ante determinados problemas sociales dinámicos y afectados por muchas variables de distinta influencia. Sin embargo, frente a la enorme complejidad de la pandemia la gestión institucional preventiva desplegada por las autoridades sanitarias ha estado desde el principio plagada de consignas sencillas y simples aparentemente intuitivas e inapelables. A criterio de aquellos que nos dedicamos a la gestión pública sanitaria ambiental no apuntaban en la dirección acertada.

Esas soluciones inmediatas -restrictivas del comportamiento humano ancestral- pero asumidas universalmente como de sentido común se han materializado en: el uso mascarilla en todo momento y lugar, el uso obsesivo del hidrogel, la minimización de la sociabilidad y los gestos de afecto, y restricciones a establecimientos ocio, restauración o celebraciones.

La feliz llegada de la vacuna y su exitosa extensión a la práctica totalidad de la población diana española paradójicamente no ha mermado la insistencia en la aplicación oficial de esas medidas restrictivas y contumaces que vistas con la perspectiva de las oleadas pasadas y el altísimo contagio de esta sexta oleada realmente han resultado escasamente eficaces e inoperantes.

Algo ha fallado en la gestión si hoy en día aún se insiste absurdamente en la imposición de la mascarilla al aire libre en contra del criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades y en contra de los datos que desmienten su eficacia. Más bien parece un paso más en la estrategia institucional de culpabilizar a la población.

Se añade un dato terrible estruendosamente silenciado: el último informe de 2 febrero de 2022 del Centro Nacional de Epidemiología señala que en esta sexta oleada el 90% de los fallecidos por covid eran mayores de 60 años, dentro del tramo de total vacunación; final inesperado para 5.500 conciudadanos mayores. Algo más está fallando en la gestión preventiva institucional. Y no es la vacuna lo que falla.

Desde el principio de la pandemia, percepciones anímicas colectivas tan arraigadas como que «el virus acecha en todas partes, es factible identificar al culpable, y cualquier persona es sospechosa» han sido una obcecada y burda simplificación de un extraordinario y complejísimo mecanismo fisiológico y biológico. Lo cual no tendría más trascendencia -olvidando consternados el déficit ético científico inherente a esa distorsión- si detrás de ello no radicara un defectuoso enfoque de la gestión oficial e institucional que ha generado muchas muertes que debieron evitarse.

Las más de 30.000 muertes en las residencias son la prueba más triste de ello. Y nadie pide disculpas.

Muchas fueron evitables si ya antes de la vacuna se hubiese reforzado la ratio de trabajadores y mejorado sus condiciones laborales, realizado sencillas pruebas diagnósticas preventivas (RX, análisis orina y sangre...) a los residentes contagiados, aplicado simples pautas de sueroterapia y medicación parenteral, y se hubiese acertado con medidas tan sencillas como evitar la compartición de habitaciones y aplicando protocolos de ventilación.

Ya en abril de 2020 éramos muy pocos los profesionales que advertíamos de que el Sars-Cov-2 era un nuevo virus respiratorio que al igual que el virus de la gripe o de los catarros viven felices en los espacios cerrados de cotidiana convivencia con exceso de confortabilidad climática sin aireación; ese era el verdadero medio de transmisión, el problema a solventar.

Y los datos epidemiológicos, mucho antes de que se empezara a hablar de aerosoles, ya demostraban clarísimamente en las primeras oleadas esa realidad: los contagios eran mayoritarios entre convivientes en domicilios, en lugares de trabajo y en residencias de mayores.

Lamentablemente, los científicos televisivos, las autoridades sanitarias nacionales y autonómicas, y los medios de comunicación más mediáticos insistían tercos y miopes en lo mismo: el peligro absoluto era la vida social fuera de casa (aglomeraciones, botellones, fiestas, bares...). Aunque los datos estadísticos no lo elevaran a categoría de patrón de contagio.

Ello -y ellos- nos ha empujado a creer durante muchos meses que el único sitio seguro era encerrarse en el binomio casa-trabajo (o en la residencia), en un caldo de cultivo de 21 grados climatizados sin pautas de ventilación o renovación. El resultado ha sido que centenares de miles de personas vacunadas se han contagiado en casa-trabajo, miles han muerto creyéndose seguras.

Y esta sexta oleada, imposible de explicar científicamente solo por mera acción de la ómicron o por la despreciable influencia epidemiológica de los escasos no vacunados, ha venido a darnos la razón a los escépticos de la gestión oficial: desde hace dos años no se ha informado correctamente a las familias sobre la calidad del aire interior y el exceso climatización, ni dispensado atención específica a las personas de riesgo con patologías de base o inmunosenescentes: facilitar adoptar estilos de vida saludable, controles personalizados en atención primaria, teletrabajo y conciliación familiar, detecciones precoces, mejorar investigación terapias clínicas...

Y si no fuera por la vacuna -la única medida realmente eficaz donde, por cierto, ningún epidemiólogo televisivo ha intervenido-, ahora hablaríamos de decenas de miles de muertos.

En definitiva, el enfoque institucional y mediático de la pandemia se ha mostrado ineficaz ante la sexta oleada y no ha sabido evitar el exceso de muertes de personas con patologías de base en residencias y en viviendas.

Ante ese hecho, ¿nadie va a pedir perdón por el exceso de fallecidos por covid?

¿O van a continuar culpando a los ciudadanos de contagiarnos y morir?

Alberto Puig Higuera es biólogo experto en salud ambiental. Portavoz de Afectados Covid Residencias de Andalucía. Fue vicedecano del Colegio Oficial de Biólogos Andalucía entre 2004 y 2020.

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