No incurramos en juicio de intenciones como nos piden los portavoces gubernamentales y, en consecuencia, no atribuyamos al Gobierno ni a su partido el propósito oculto de transar con Navarra en el contexto del llamado «proceso de paz» con la banda terrorista ETA y su hijuela, Batasuna. Sin embargo, no es una opinión, ni una hipótesis ni una suposición que tanto el nacionalismo vasco -PNV y EA- como la llamada izquierda abertzale, es decir, ETA, han pretendido desde hace décadas la anexión de Navarra a Euskadi. En los albores de la transición una de las consignas del nacionalismo en su conjunto -en realidad un auténtico mantra- fue aquello de «Nafarroa Euskadi da» (Navarra es Euskadi). Esta reclamación del nacionalismo vasco carece por completo de fundamento histórico, pero sí dispone de una lógica implacable en sus pretensiones inmediatas.
La Comunidad Autónoma Vasca no ha sido una realidad político-territorial e institucional hasta que así lo consagró el Estatuto de Autonomía de Guernica de 1979. Euskadi no existió nunca; ni siquiera con el Estatuto de 1936 otorgado por la República, porque la jurisdicción del entonces Gobierno vasco no alcanzaba ni a Álava ni a buena parte de Guipúzcoa, que estaban bajo el control de las tropas de Franco. Navarra se alineó -bajo el férreo mando del general Mola- con el levantamiento del 18 de julio de 1936 y el Viejo Reino aportó hombres y recursos al bando nacional, lo que le granjeó, acabada la contienda civil, el mantenimiento de su Convenio económico, al igual que a Álava, en tanto que un decreto de 1937 dictado por el Gobierno franquista declaró a Vizcaya y Guipúzcoa «provincias traidoras», privándolas a las dos de sus peculiares sistemas de financiación que traían causa de la época posterior a la abolición foral en 1876.
Sabino de Arana y Goiri jamás tuvo una idea acabada de Euskadi. Su montaje mitológico lo asentó sobre el delirante texto titulado «Bizkaia por su independencia», que entronca con una mitología vasco-cantabrista espléndidamente estudiada por Javier Corcuera Atienza en su imprescindible obra «Los orígenes del nacionalismo vasco». La extensión del nacionalismo a Álava y Guipúzcoa fue, en realidad, una expansión del «bizkaitarrismo» sabiniano y sólo prendió en Navarra en la zona vascoparlante de forma muy minoritaria. Arana no fue un visionario de fuste sino el hijo de un carlista perdedor y acibarado, no sólo por la derrota en las guerras civiles del siglo XIX, sino también por el derrumbamiento del estilo de vida -teocéntrico y ruralista- de una Vizcaya que entre 1890 y 1920 registró una transformación decisiva por el impacto de los flujos migratorios, la industrialización y el arraigo del socialismo obrerista en la margen izquierda del Nervión.
El origen y desarrollo inicial del nacionalismo vasco es provinciano y pacato. Más tarde -y especialmente después de la Guerra Civil- los nuevos teóricos del movimiento sabiniano repararon en la carencia de dimensión adecuada -demográfica y territorial- para aducir con una mínima verosimilitud la reivindicación nacional. Navarra -con una franja vascoparlante fronteriza y factores culturales muy emparentados con los de Guipúzcoa y, en menor medida, de Vizcaya- se convierte en la pieza clave del mapa de una Euskadi soberana posible: con Navarra el País Vasco hace masa crítica suficiente, y sin la Comunidad Foral la viabilidad de una Euskal Herria independiente seguiría consistiendo en una entelequia absurda. Y ahí surge el «Nafarroa Euskadi da», y por eso es en Pamplona donde celebra el PNV su primera asamblea tras salir de la clandestinidad y es en Alsasua donde se constituye como tal la izquierda abertzale. Y a su condición de navarro debe Carlos Garaicoetxea, en buena medida, la presidencia del PNV, primero, y del Gobierno vasco, después.
La Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución contempla la posibilidad de que Navarra -a iniciativa de sus órganos ejecutivo y legislativo y mediando ratificación popular- se incorpore al País Vasco, siendo tal precepto hasta ahora -aunque ya anacrónico y desfasado- mucho más una garantía para la identidad y la singularidad navarras que una amenaza para ambas. Sin embargo, es cierto también que esta previsión constitucional no tiene correlato respecto de otras autonomías, y al alzarse en excepción a la regla general se está generando una inquietud que debiera desaparecer, porque la disposición constitucional citada es transitoria y son ya muchas las veces -casi una treintena de citas electorales- en las que los navarros de modo indirecto pero muy explícito se han afirmado definitivamente en su identidad y entidad diferenciada. De ahí que lo que hasta ahora podía consistir en una garantía -la Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución-se pueda estar transformando en la plataforma futura desde la que una alternativa al actual Gobierno de la derecha impulse un proceso de integración de Navarra en Euskadi.
El nacionalismo vasco desde el Gobierno de Vitoria ha hostigado de forma constante a Navarra. La estrategia de presión sobre la Comunidad Foral se ha solventado con éxito para las fuerzas que forman la denominación «Nafarroa bai» (PNV, EA, Aralar y Baztarre) dispuesta a transigir lo que haga falta con Izquierda Unida y el Partido Socialista para -si UPN y CDN no obtienen la mayoría absoluta en los comicios de mayo- formar un Ejecutivo foral proclive al anexionismo vasco-nacionalista. El Gobierno de Vitoria y el PNV con EA y Batasuna han introducido como si fuera un signo propio de Navarra -no siéndolo- la ikurriña; en su día, el Ejecutivo vasco se apropió para el escudo de Euskadi de las cadenas heráldicas del Viejo Reino; las televisiones públicas vascas -ETB 1 y ETB 2- han potenciado su emisión en la zona vascoparlante de la Comunidad Foral y un muy beligerante movimiento nacionalista interno ha implantado una extensa red de ikastolas.
La única garantía cierta y definitiva de que Navarra pueda seguir manteniendo su singularidad foral autonómica consiste en que el proyecto de su futuro sea compartido por los socialistas navarros y UPN con la formación de Juan Cruz Alli. Arnaldo Otegi ha declarado con meridiana claridad que su pretensión inmediata -que encubre otras- es una «autonomía» que englobe el País Vasco y Navarra. Naturalmente, para después demandar la independencia de una «gran» Euskadi. Se trataría así de un planteamiento gradual nada habitual en el entorno de ETA, pero, dadas las circunstancias, posibilista. Por eso, ni el Gobierno ni el PSOE deberían aplicar en Navarra el criterio que han seguido con la excarcelación de De Juana: ceder para «evitar males mayores». Y la cesión podría comenzar con apariencias inocuas mediante fórmulas de coordinación -como la que se intentó sin éxito en 1995 con un gobierno tripartito entre PSN, CDN y EA- sólo inanes en una valoración ingenua de la actual situación política y, en particular, de la tesitura en la que se encuentra la izquierda proetarra. No hagamos, pues, juicios de intenciones al Gobierno y al Partido Socialista. Pero sin hacerlos, sí puede sostenerse que es profiláctico que ayer, en Pamplona, una muestra masiva de navarrismo haya advertido otra vez y en la calle a los anexionistas de que es incierta la afirmación -machacona, prepotente- de que «Nafarroa Euskadi da». Porque Navarra no es Euskadi y, además, no es deseable -ni para España ni para Navarra- que lo sea.
José Antonio Zarzalejos, director de ABC.