Napoleón en Grenoble

Para unos se trata del «vuelo del Águila», para otros del «regreso del Ogro». La reaparición política de Aznar, consumada en su conferencia del Club Siglo XXI, no ha dejado indiferente a nadie y tanto algunos colegas en columnas y tertulias como personas muy allegadas a él han recurrido al retorno de Napoleón de la isla de Elba para interpretar irónicamente los hechos. Pero el símil es tan potente, la epopeya de los 100 días que transcurren entre el desembarco en el muelle de Golfe-Juan el 1 de marzo de 1815 y la batalla de Waterloo, tan subyugante, que no es de extrañar que predomine el trazo grueso al buscar equivalencias.

Hay quienes se han fijado sólo en aquel desenlace militar y pronostican que las pretensiones de Aznar serán destruidas por la coalición de circunstancias que Rajoy ha comenzado a formar con enemigos ancestrales como Rubalcaba, González y su grupo mediático de igual modo que el también parsimonioso y sutil Luis XVIII se unió con británicos, austriacos y prusianos. El diagnóstico de este sector es el de Lamartine: «Bonaparte se había equivocado de hora. Nadie le esperaba. Nadie le deseaba. Venía fuera de lugar».

Otros son incluso más taxativos y dan ya por zanjada la intentona como consecuencia de la irrupción de la comandante Soraya en los salones del Eurobuilding. Rajoy la envió a amansar a la fiera, Aznar transformó las aceradas críticas de Antena 3 en principios generales perfectamente asumibles por el Gobierno y Le Drapeau Blanc y La Foudre pudieron proclamar al día siguiente la reconciliación en el seno del PP. Leyendo estos ditirambos, cualquiera diría que el mariscal Ney hubiera salido ya al paso de Napoleón en Auxerres; y, que en lugar de sumar sus tropas a las de su antiguo jefe para entrar juntos en París, le hubiera convencido de que diera la vuelta, para no tener que meterle en la «jaula de hierro» en la que había prometido entregarle al rey.

Pero estas mismas ansias, entre autoritarias y pueriles, por tratar de dar por abortada la que, en efecto, vuelve a ser y sigue siendo –por utilizar la atinada expresión de Villepin– «la invasión de uno solo» demuestran su trascendencia. El mero hecho de que el Siglo XXI, revitalizado por Zaplana, volviera a ser, como en los meses anteriores y posteriores a la muerte de Franco, el imán del Madrid político corrobora no sólo que el impulso para desbloquear el actual atasco institucional tendrá que surgir desde fuera de esas instituciones, sino que tanto sus admiradores como sus detractores saben que Aznar es la única personalidad del centroderecha con la suficiente autoridad moral como para poder variar el cauce del río.

También la persistencia con que se insiste en denigrarle desde círculos gubernamentales denota su insoslayable relevancia. Estos días seguimos oyendo de todo: que si está «cabreado» porque Rajoy no le tiene en cuenta, que si está pasando factura por la falta de apoyo en el PP a la gestión municipal de Ana Botella, que si trata de vengarse porque cree que desde La Moncloa se manipula el caso Gürtel y las revelaciones de Bárcenas en su contra, que si todo es una pose para alimentar su ego mientras a lo que se dedica en realidad –y aquí el ofendido alto cargo esboza con los dedos el signo del dinero– es a hacer gestiones en favor de grandes intereses…

Muchas de las diatribas así condensadas recuerdan, salvando modestamente las distancias, los juicios de intenciones que menudean cada vez que este periódico toma una posición clara sobre los grandes asuntos: ¿qué buscará?, ¿qué querrá?, ¿a qué oscuros intereses servirá esto? El cinismo se ha apoderado de tal forma de los circuitos de la opinión pública que proliferan los incapaces de imaginar que queden aún personas honradas, preocupadas por la tremenda situación en la que se encuentra España y dispuestas a intentar hacer lo que esté en su mano por enmendarla. Todos los que se han reído de que Aznar haya dicho por dos veces que él no está «contra nadie» sino «con los españoles», se ríen en realidad de que todavía se atisbe en la vida pública a alguien capaz de utilizar sin complejos la primera persona del singular y de sentir el patriotismo como una forma de compromiso.

Aznar no trata de protagonizar ninguna blitzkrieg o guerre eclaire napoleónica. Lo único que le importaba al emperador cuando puso el pie en Francia era avanzar hacia París. El mismo día 5 en que se conocía en las Tullerías su desembarco, él atravesaba la localidad de Volonne tal y como lo atestigua una elocuente placa en provenzal: «Passa et pissa», pasó y meó. El 7 por la noche entraba en Grenoble. El 10, en Lyón. El 14 se producía la adhesión de Ney y en París se pegaban carteles definitivos: «Napoleón a Luis XVIII: mi buen amigo, es inútil que sigáis mandándome soldados, ya tengo suficientes». El 19 el rey evacuaba la capital y el 20 el gran corso entraba en ella.

Desde entonces la imagen de aquel hombre rechoncho y casi sin pelo, avanzando hacia las bayonetas enviadas en su contra envuelto en un capote gris –«¡Soldados, si entre vosotros hay uno solo que quiera matar al emperador, aquí me tiene!»– mientras los grognards de grandes bigotes le iban abriendo paso para sumarse luego a su séquito, ha fascinado a líderes y caudillos de toda índole. Pero no siempre la confianza y el carisma bastan para mover montañas. Uno de los primeros en sucumbir a la tentación de tratar de imitar el episodio de Auxerre fue, por cierto, nuestro Rafael del Riego cuando ocho años después intentó sublevar, mediante esa misma técnica, al ejército que había capitulado en la provincia de Jaén ante los franceses y terminó ahorcado en la Plaza de la Cebada.

Si Aznar no está en eso es por tres motivos: Rajoy no es su enemigo, su objetivo no es el poder y –sobre todo– los lazos de obediencia dentro de un partido con mayoría absoluta y poltronas por doquier son muchísimo más sólidos que los de los soldados de un ejército disciplinado hacia sus jefes. Si a alguien no se le podía pasar por la cabeza que al día siguiente de su aldabonazo en Antena 3 fueran a empezar a ponerse a su disposición las agrupaciones del partido, era al inventor del tinglado. Si, tras la foto de las Azores, en el grupo parlamentario del PP comulgaron con la rueda de molino de las armas de destrucción masiva incluso más diputados de los que había, no iba a ser ahora el incumplimiento de las promesas electorales lo que les empujara a la intemperie de la disidencia.

¿Qué pretende entonces Aznar y cómo quiere conseguirlo? Si la frase no fuera tan pretenciosa y campanuda diríamos con Chateaubriand que «Bonaparte ha acudido en socorro del futuro». No fue casual que en la conferencia del Siglo XXI Aznar denunciara «la ruptura de la solidaridad entre las generaciones», pues a nadie que se sienta mínimamente responsable puede dejar de abochornarle el esclerótico egoísmo con que la actual clase política está cerrando a los jóvenes el camino del empleo, mientras les cuelga al cuello el lastre de sus letras diferidas en forma de deuda pública sin tasa.

La pesadilla de que Rajoy siga malbaratando el tesoro de la mayoría absoluta desde un quietismo socialdemócrata y eso desemboque en 2015 en una coalición entre la izquierda y los nacionalistas, no podía dejar indiferente a quien refundó el PP y dejó voluntariamente su liderazgo. Como mínimo tenía que ser un whistle blower y esa función ya la ha cumplido dando la voz de alarma sobre la obligación de cumplir el «mandato» de las urnas, la necesidad de «reordenar» las competencias autonómicas para «fortalecer a la Nación» y la urgencia de reducir los impuestos para favorecer a los ciudadanos y no «a las Administraciones». Y como nada de esto va a arreglarse de la noche a la mañana, a mí no me cabe ninguna duda de que si Aznar ha vuelto, es para quedarse.

«Hasta Grenoble yo era un aventurero, en Grenoble me convertí en un príncipe», explicaría Napoleón en Santa Elena, subrayando la importancia que tuvo no ya que se le abrieran las puertas de la primera ciudad importante a la que llegó, sino que sus habitantes las sacaran de sus quicios y se las llevaran a su albergue como muestra de su apoyo. Merece la pena repasar lo que Napoleón dijo entonces durante una improvisada recepción a las autoridades locales: «He cometido errores, ¿y quién no? El abogado más hábil también se equivoca en sus consultas… ¿Dónde se ha visto que se pueda hacer una tortilla sin romper los huevos? Hum, nunca hubiese abandonado mi isla si hubiese sabido que Francia podía ser dichosa… Cuando vi todo esto decidí volver a Francia, salvar a este buen pueblo que no merece ser humillado. No es por mí, repito, tengo suficiente gloria, ¿Qué más quiero? Como poco, duermo poco y no tengo vicios… Hum, ¡no me esperabais tan pronto! No hubiese venido de no ser por los errores de Luis XVIII… Hum, lo que necesitamos son ideas políticas».

Menos el verbo «salvar», muchas de estas palabras u otras muy parecidas, sonidos guturales incluidos, han brotado en los últimos tiempos de labios de Aznar; pero la diferencia estriba en que una semana después del pelotazo mediático del Siglo XXI él continúa tranquilamente en Grenoble y sin intenciones de moverse al menos hasta después del verano. Si Rajoy se fuma un puro al día –Lapuerta dice que sigue prefiriendo los Montecristos–, él se fuma dos. Para influir en lo que vaya sucediendo no necesita ni progresar hacia ninguna parte ni que las divisiones del partido se le vayan pasando en bloque. Le basta esperar a que la semilla que ha lanzado con su programa liberal en pro de que se defienda a España, se reduzca el tamaño del Estado y el dinero vuelva al bolsillo de la gente vaya germinando entre los votantes del PP.

Si de aquí a fin de año Rajoy no ha apostado por ese «reformismo de alta intensidad», o demostrado que sus recetas son mejores, la catarsis será inevitable. «Luis XVIII es demasiado inteligente para esperarme en las Tullerías», dijo Napoleón cuando la balanza comenzó a inclinarse a su favor. Pero no adelantemos acontecimientos porque de momento hay signos alentadores de que la guerra de Troya tal vez no tenga lugar: de repente en el Gobierno se habla de bajar los impuestos en enero, corren rumores atractivos sobre la reforma de la Administración y se ha apuntalado el Tribunal Constitucional para pararle los pies a Mas. Ése es el son de paz que yo percibo en la presencia de la vice, junto al esquinado Soria, en la primera fila de la soirée del lunes pues, por una vez, Soraya estaba de oyente.

Mira por dónde hemos descubierto que aunque Rajoy se sienta tan ufano de no depender, ni para bien ni para mal, del resto de los españoles, esta semana ha tenido que reconocer que sigue dependiendo de Aznar. No en vano es una cita de Pessoa la que encabeza el libro deslumbrante de Villepin sobre los Cien Días: «¡Qué gloria nocturna ser grande, sin ser nada!».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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