Narrar el mundo

En Las bacantes Eurípides narra la historia de cómo las mujeres de Tebas, asustadas por el impostor que irrumpe en sus rituales sagrados y costumbres, lo persiguen, atrapan y despedazan. En esa ola de agitación emocional, Ágave, la hija del rey, cogerá la cabeza del desafortunado impostor y la exhibirá frente a los tebanos, ignorando que es la de su propio hijo, Penteo.

Es inevitable que esta tragedia nos lleve a formularnos algunas preguntas: ¿cómo genera el miedo comportamientos tan impredecibles e irracionales, de auténtica ceguera? ¿Qué es aquello tan sagrado por lo que se acaba sacrificando algo nacido de las propias entrañas? ¿Qué es eso que se destruye, si no sus valores mismos, en la defensa de la presunta amenaza planteada por el extraño?

Ignorancia y fantasía son dos de las claves que explican esta tragedia, las mismas que han ocupado el centro de la escena pública desde hace tiempo, azuzadas por la retórica política del miedo. Dicho miedo está enfocado a la búsqueda de chivos expiatorios, encarnados por migrantes, extranjeros o foráneos hacia quienes descargar la ira social, un discurso homogeneizador de la identidad y una defensa del interés nacional de corte aislacionista. Tales presupuestos son apoyados por más de la mitad de las poblaciones de estados de la Unión, como Polonia, Francia, Holanda o Finlandia.

A diferencia de otras pasiones, el miedo es primitivo. Sin embargo, la compasión o la solidaridad, según nos cuenta Martha Nussbaum, requieren de un pensamiento empático más elaborado, capaz de ver cosas desde otras perspectivas. Desarrollar la sensibilidad para la compasión implica estar expuesto a otras culturas, haber leído novelas, visionar películas que preparan el camino para el respeto y la imaginación. Consiste en cultivar ese “desplazamiento de la mente” del que ya nos hablara Kant para, por ejemplo, ante un personaje de Dickens poder afirmar: “He ahí otro ser humano como yo”. Probablemente, ninguna obra de Marx nos explicará tan bien lo que es el sufrimiento humano, ni nos impulsará con tanta fuerza a salir de nosotros mismos para entrar en otros mundos. Para hacerlo, necesitamos narraciones que relaten lo que sucede y otorguen sentido a la historia.

Vivimos en un momento de discursos, pero de pocas narraciones formadas. La ausencia de narrativas que den cuenta de dónde estamos o hacia dónde nos dirigimos explica en buena medida el ritmo acelerado de las transformaciones contemporáneas sin que lleguen a solidificarse en alguna cosa. También revela el desarraigo vital circundante, la conciencia de la pérdida del lugar que se ocupaba en el mundo, la identidad disuelta. Cada vez que tratamos de explicar algún fenómeno, alguna paradoja, inmediatamente debemos desmentirla. Y así sucede lo que decía el viejo filósofo: “se le envejecen a uno las palabras en la boca”.

La velocidad hace que hayamos perdido el sentimiento de control y, sin embargo, “jamás el orden global estuvo tan saciado de poder humano”. En la Era del Big Data todo está cuantificado, saturado de información. Sabemos que el nuevo relato humano se crea en las redes: nuestras vidas se miden en clics o en apps, en rastros que vamos dejando a través de nuestro consumo digital y que permiten establecer las famosas pautas de comportamiento. Concebimos los traumas sociales en términos de culpabilidad o victimización, y fingimos entender los fenómenos a través de informes detallados o de la búsqueda insaciable de una narración “empíricamente verdadera”. Lo llamamos el tiempo de la postverdad.

Se derivan al menos tres problemas de este diagnóstico de la postverdad: la idea de objetividad, de facticidad o de relación empíricamente verdadera se ha equiparado con la auténtica comprensión de los fenómenos; abordamos los problemas de la acción política y las preguntas que suscita la crisis desde el análisis puramente informado, sin entrar en la valoración de los conflictos de intereses en pugna presentes en las democracias complejas; por último, en este tiempo de eclipse político colmado de pérdida e incertidumbre, se ha impuesto un mito de control en lugar de una visión del mundo filtrada a través de las perspectivas de la vulnerabilidad.

El Big Data sugiere la idea de poder absoluto y bebe de ese mismo mito de control. Pero saber el ello no implica comprender el por qué. El Holocausto aconteció de verdad —¡qué duda cabe!—, sin embargo, comenzamos a entenderlo a partir de las preguntas políticas que no buscaban una crónica de los sucesos, los detalles de la devastación o el número de víctimas, sino comprender las distintas manifestaciones del mal para descubrirlo, con Hannah Arendt, en su banalidad. Esas preguntas son de índole política y, a través de la forma en que son planteadas, dan cuenta del presente en relación al pasado, pero también nos hablan del futuro. Y sin embargo, ese futuro, señala Wendy Brown, no queda resuelto ni por los hechos ni por la verdad: sólo por nuestra habilidad para plantear las preguntas correctas, las que indagan en historias políticas antes que en informes políticos.

En política el juego cambia y, seguramente, como dice John Gray, el resultado no puede plasmarse en ninguna fórmula matemática. La decisión política tampoco se abre paso en el mundo sin contradicciones. Por eso convenimos en diseñar un sistema democrático a partir de la idea de responsabilidad: porque toda decisión será siempre dudosa. Pedir cuentas al gobernante no implica entender que sólo hay una decisión política correcta para cada problema, ajustada a la relación empíricamente verdadera de los hechos, porque incluso los hechos admiten varias opiniones e interpretaciones. Lejos de ser un problema, esa pluralidad permite ofrecer una visión del mundo desde distintas perspectivas, “mantener el proceso de la narración en movimiento e involucrarnos en él”, incentivar la autonomía ciudadana y el debate público.

El mundo será menos cierto, y nos sentiremos más vulnerables, pero ese reconocimiento de la vulnerabilidad es el primer paso para entender, con Judith Butler, que nuestra vida depende de gente que no conocemos, y que tal vez jamás conozcamos, de la misma forma que su vida depende de nosotros. Ninguna medida de afirmación soberana va a romper esa interdependencia. Atrevámonos a reconocer (Sapere aude!) que las fronteras son permeables, que hay un pluralismo de fines y de valores, donde entran dilemas y renuncias, sobre los que tenemos que organizar la convivencia; que la violencia puede ser inesperada y que siempre estamos expuestos al otro. Estas aptitudes no sólo son necesarias para evitar la ola de xenofobia y nacionalismo que invade Europa, sino también para mantener viva la democracia.

Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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