No envejecemos gradualmente, sino a trompicones. Pasados los 40 o los 60, somos víctimas de episodios catastróficos que nos avejentan de golpe, como si la vida fuera una serie de pequeñas traiciones biológicas cuidadosamente programadas. Pero lo perverso es que estos impactos ya no se limitan a lo biológico: en la última década, las oleadas tecnológicas han actuado como aceleradores implacables de nuestra obsolescencia. El acceso a internet, el uso desaforado del móvil, la digitalización forzosa de las relaciones sociales... cada avance nos ha alejado más de quienes son nativos digitales, esa juventud que ha mamado las nuevas tecnologías desde la cuna.
Pero algo deliciosamente irónico ha ocurrido. La Inteligencia Artificial (IA), las inteligencias artificiales, han irrumpido en nuestras vidas con una peculiaridad fascinante: por primera vez, la edad y la experiencia son una ventaja, no un lastre. Y aquí viene la primera bofetada de realidad: el perfil nativo de la IA es una persona de más de 40 años, con una cultura media-alta y una gran experiencia vital. Una venganza cósmica, si se quiere.
No estamos ante un nuevo juguete tecnológico o un simple cambio cultural. Las IAs requieren menos destreza técnica que el uso de WhatsApp: no se necesitan emojis, ni pulgares veloces, ni esa jerga juvenil que troca cada conversación en un ejercicio de criptografía. Lo que demandan es algo más valioso y menos 'googleable': criterio, contexto y ese tipo de pensamiento holístico que solo se consigue después de haber metido la pata unas cuantas veces en la vida real.
Imaginemos a estudiantes de primer año, víctimas de la incomprensión lectora galopante de nuestro tiempo (esa pandemia silenciosa que ninguna mascarilla puede detener), utilizando ChatGPT para preparar un examen. ¿Cómo podrían discriminar cuál de las posibles respuestas es la más afinada cuando su experiencia vital todavía está en versión beta? ¿Cómo profundizar en aspectos críticos sin una visión panorámica de la materia? Las estadísticas son reveladoras y crueles: el uso inmediato de IAs mejora la productividad hasta un 50%, pero pronto se establece una barrera asintótica en torno al 60%-65%, tan infranqueable como el techo de cristal en una empresa del Ibex-35. En otras palabras: las IAs son ideales para personas con criterio formado, para profesionales que combinan conocimiento, experiencia y agudeza con un pensamiento holístico que les permite volar en alas de un ejército de IAs a su servicio.
Para extraerle todo el jugo a las IAs frontera tenemos que cambiar nuestro paradigma mental, y no precisamente como quien cambia de 'smartphone' cada dos años. Esta revolución exige una transformación que se desarrolla en tres etapas: primero, la asunción de que la IA no es una moda pasajera sino un cambio tan irreversible como el paso del tiempo; segundo, la comunicación inicial con las IAs, como las dos partes de un centauro (aunque sin el problema del pelo); y finalmente, la colaboración plena, donde la frontera entre lo humano y lo artificial se difumina en una simbiosis tan productiva como inquietante (o ilusionante, según se mire).
El ejemplo de la práctica jurídica es paradigmático y fascinante: quienes ejercen la abogacía con IA han transformado su actividad diaria en algo realmente nuevo: ya no son solo especialistas en leyes, sino directores de una orquesta de IAs que actúan como un ejército de asociados incansables. Esta nueva dinámica permite que equipos pequeños compitan ventajosamente con otros mucho más numerosos, una especie de David contra Goliat donde la honda es un 'prompt' bien escrito.
Esta revolución está redefiniendo el concepto mismo de maestría profesional con la sutileza de un elefante en una cacharrería. Ya no basta con acumular conocimiento: hay que saber orquestarlo; no es suficiente con tener experiencia: hay que saber traducirla en preguntas precisas y directrices claras, como un director de cine que nunca ha tocado una cámara pero sabe exactamente qué quiere conseguir.
La revolución IA ya está aquí y está premiando precisamente aquello que las anteriores olas tecnológicas parecían castigar: la profundidad de pensamiento, la capacidad de contextualización, esa visión holística del mundo que viene de haber vivido lo suficiente para saber que todo está conectado y que las respuestas simples suelen ser erróneas. En esta nueva partida, el criterio es el nuevo oro, y la experiencia, por fin, vuelve a ser un grado. La vindicación del tiempo vivido no solo ha llegado: ha venido para quedarse, y trae consigo la promesa de que quizás, solo quizás, esta sea la primera revolución tecnológica que no nos está dejando atrás, sino que nos está dando alas para volar más alto que nunca. Aunque sea con la ayuda de unos cuantos algoritmos.
Ricardo Devis Botella, consultor.