Naturaleza y ciudad: El cine de Fritz Lang

Un gran río es el escenario de la travesía en barca de Stephen Byrne, el psicópata escritor de House by the river (Casa junto al río, 1950), de Fritz Lang. Presidido por una luna llena en todo su esplendor, con reflejos románticos en el agua, en una noche que invita a la intimidad, a bogar en dúo amoroso, o en coloquio con un Dios protector, Stephan Byrne protagoniza la más macabra de las persecuciones.

No es la ballena hostil, o el Leviatán bíblico lo que persigue, como en la gesta del capitán Ahab en Moby Dyck. Hemos abandonado la épica paranoica por un instinto criminal casero, ponzoñoso en su inocuidad mezquina.

Stephan Byrne estrangula a una pobre sirvienta que excitó su lujuria al mostrarse en sombras bajando las escaleras desde la habitación de Marjorie, su esposa, y habiendo usado su perfume. En una secuencia situada en la mitad de la cinta emprende la caza y captura en barca de un bulto envuelto en un saco. Es el cadáver de la atractiva e infeliz muchacha, que parece tener vida y voluntad propia, huyendo por los matorrales, enredándose entre desperdicios vegetales, o por todos los residuos que naturaleza y humanidad desparraman por la orilla del río.

El medio acuático es siempre, en Fritz Lang, el testigo más fidedigno de una Naturaleza siempre indiferente a los destinos humanos. Ensimismada en su belleza, la Naturaleza no es reflejo transferencial de un alma enloquecida. A esa Naturaleza absorta en su propio ensueño responde una Ciudad tajantemente raptada de sus fundamentos físicos y matriciales.

Naturaleza y Ciudad son los dos polos por los que circula la cosmología fílmica de este realizador. Una Naturaleza que puede ser salvaje, hostil al hombre, o aborrecida por un alma en tinieblas. Una Ciudad que se ensimisma en su textura de colmena humana, como sucede en las construcciones superpuestas de Metrópolis.

Hay un doble movimiento posible: de la Naturaleza a la Ciudad, o de ésta, de nuevo, a la Naturaleza. Ese giro suele ser el paradigma de toda regresión: del imperio de la justicia a la ley de Lynch; de la virtud cívica a la ley de la selva.

Fritz Lang halla en la aventura, en prolongación de sus lecturas adolescentes, Karl May, Emilio Salgari, el pasaje de la Naturaleza a la Ciudad; o la vuelta de ésta a la Naturaleza. En su forma más extremada se trataría de la contraposición entre la salvaje Naturaleza hostil, y la no menos hostil Metrópolis (que se convierte en cárcel de la humanidad atrapada en su interior).

El cine de aventuras conduce de la Metrópolis a escenarios salvajes en los que la Naturaleza impera. O devuelve a la Ciudad a sus fundamentos naturales a través de catástrofes y cataclismos: inundaciones, incendios.

Entre Naturaleza y Ciudad circula la voluntad de aventura. En ocasiones ésta viene estimulada por el descubrimiento de una ciudad escondida que permite persecuciones, ocultaciones y espionajes, como en El tigre de Eschnapur y en La tumba india, 1959, películas producidas en Alemania y con las que Fritz Lang casi cierra su filmografía.

La ciudad oriental de Eschnapur, correspondiente a la Udaipur en el Rajastán, se halla desdoblada en la película entre su presencia visible, por donde circulan procesiones en elefante que sirven para la exhibición de los poderosos príncipes palaciegos, y esa ciudad bajo tierra llena de pasadizos que dobla la isla-palacio situada en medio de un lago de ensueño. Esa ciudad laberíntica situada en el subsuelo de Eschnapur es arcaica, quizás de tiempos del segundo emperador mogol, Akhbar, contemporáneo de nuestro renacimiento.

Forman también una ciudad underground las catacumbas de Metrópolis, que evocan escenarios de cristianismo primitivo, con cruces, oradores y una comunidad de obreros arrebatados por las extraordinarias prédicas de María la obrera, que son mostradas en el filmen lenguaje visual.

Miles de figurantes rapados al cero avanzan por tres avenidas en forma de puntas de una estrella hacia la Torre de Babel que están edificando, evocación de la representación de Brueguel el Viejo, con característicos toques expresionistas y racionalistas.

La catástrofe natural o inducida suele aliarse con las peores pulsiones de la subjetividad masificada, o de la muchedumbre enardecida.

Esto alcanza proporciones apocalípticas en la sociedad de masas, como se puede apreciar en Metrópolis. Las masas pueden guiarse por el principio pre-cívico del linchamiento. O bien son formadas por un sujeto que las dirige, guiado por influjos nada ajenos al lado tenebroso de la propia naturaleza, siempre determinantes en el «expresionismo alemán»: poderes ocultos que conducen a la sugestión en masa, como sucede en todo el ciclo del Doctor Mabuse, con un control de los personajes vigilados a través de mil ojos: proyectores infiltrados en las molduras de la habitación de las víctimas.

Hechizo, magnetismo, sugestión, hipnosis: todo conduce a la promoción de un sujeto apropiado, ajustado a esas masas en estado de embriaguez amorosa (según dictamen de Siegmund Freud), que presagian el líder totalitario, donde este componente hipnótico, sugestivo y hechicero se realiza por medios planificados, a través de una escenografía monumental, acorde al proyecto de un imperio milenario en ciernes, con Albert Speer y Adolph Hitler como responsables de la puesta en escena. Y junto a ello la destrucción de todo enemigo real y potencial: eslavos, judíos, democracias decadentes, comunismo.

La mejor metáfora fílmica de este proceso la constituye El testamento del doctor Mabuse(1932-33), quizás la obra cumbre de todo el «ciclo Mabuse» de Fritz Lang. En ella la Pulsión de Muerte está elevada a programa, proclamada como manifiesto: de cómo devolver al caos, a la destrucción, a la ruina a este mundo infecto.

Mabuse, con ojos ciegos color blanco que se salen de sus órbitas, todo él vestido de lino blanco, está sentado en trucada transparencia frente al director del sanatorio mental en que estuvo internado. Ese doctor será el futuro conocedor de su testamento. Desde ultratumba le arenga, como espíritu salido de los papeles que dejó al morir. En ellos prescribe la destrucción de industrias químicas, o de todas las principales industrias energéticas, de manera que el incendio desborde toda contención salvadora.

Hay dos modalidades de cataclismo en el cine de Fritz Lang: la «muerte por agua», en Metrópolis, en La tumba india y la «muerte por fuego», en La venganza de Krimilda (segunda parte de Los Nibelungos, 1923-24).

O en Furia(1936), con el incendio de la prisión en la que está Joe Wheeler (Spencer Tracy), objeto de linchamiento. Se asiste al desencadenamiento aciago del odio y del furor de unas masas enardecidas dejadas a su propio impulso criminal, que atropellan toda ley, todo principio en que la justicia se basa (especialmente el más revelador: la presunción de inocencia del acusado). La vuelta a la naturaleza, y a su trama pulsional, en abandono de cultura y civismo; eso es lo peor.

La prisión acaba en llamas. La regresión a la naturaleza arrastra, en un colectivo masificado, al principio salvaje de la ley de Lynch: una venganza sin épica, incapaz de individualizarse.

Por Eugenio Trías, catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra.

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