Naufragios de la ciencia española

El Museo Cajal no existe aún, aunque lo acaban de prometer para el próximo trienio las autoridades del Ministerio de Ciencia en la inauguración del año Cajal. Ojalá lo logren y sepan poner de acuerdo al CSIC, el Colegio de Médicos y los herederos del sabio aragonés. Por otra parte, el archivo del Museo Naval se va a trasladar. Pasará de su actual ubicación, en el centro de Madrid, a un edificio en Campamento, donde se fundirá con los fondos del archivo del Marqués del Viso en un nuevo y flamante Archivo General de la Armada. Es un edificio construido para la ocasión que flota sobre láminas de agua. Se busca un correlato arquitectónico, una metáfora náutica.

Llueve sobre mojado para el patrimonio científico español. Fijémonos en Noé, el patrón de los coleccionistas y los conservacionistas, a quien le fue encomendada la sagrada misión de preservar la vida en el relato del Génesis. Sabía que su peor enemigo era el agua, el diluvio. Las goteras también han acechado a otras instituciones científicas, particularmente el Museo de Ciencias Naturales, tanto tras su fundación, a finales del siglo XVIII, como en tiempos recientes.

Los ciudadanos españoles deberían reclamar que el legado Cajal, custodiado con celo en un instituto del CSIC y catalogado como patrimonio de la humanidad por la UNESCO, fuera expuesto al público. Hace poco una exposición itinerante con algunos de estos dibujos, The beautiful brain, recorrió los Estados Unidos con gran éxito. Pero no es sólo Cajal. Huyamos del mito del genio aislado. Antes y después de Cajal, existe una gran tradición, una brillante escuela de neurohistología, donde contamos con figuras como Aureliano Maestre de San Juan, Pío del Río Hortega, Rafael Lorente de No, Fernando de Castro y Gonzalo Rodríguez Lafora. Sus trabajos, dispersos y bastante escondidos, deberían exponerse junto a los de Cajal. Habría que levantar un museo sobre Cajal y su escuela. Así los ciudadanos españoles —y nuestros visitantes— sabrían que en España se hace y se ha hecho ciencia de altura.

La clase política española, al menos la que se considera heredera de la Ilustración, suele apelar a la ciencia. Nadie duda de sus mejores intenciones. Quieren invertir más, recuperar jóvenes investigadores en el extranjero, promover nuevos proyectos, conectarlos con la sociedad. Ojalá lo hagan. Pero aquí debemos llamar la atención sobre algo fundamental para la formación de una cultura científica, para que los ciudadanos perciban que la ciencia es tan nuestra como la pintura del Siglo de Oro, que Cajal es tan nuestro como Velázquez o Goya.

Se trata de conservar y exponer de manera pedagógica, amena y creativa el patrimonio científico español. Y se trata de catalogar y hacer accesibles los fondos documentales para los investigadores. En este sentido, resulta lamentable que el Ministerio de Defensa haya decidido desafectar el imponente acervo documental del Museo Naval, heredero del Depósito Hidrográfico y creado con los fondos de las grandes expediciones científicas de la Ilustración, entre ellas la de Malaspina. Aquellos oficiales científicos, junto a unos cuantos naturalistas y dibujantes, levantaron el perfil de todas las costas americanas, cruzaron el Océano Pacífico de un extremo a otro, inventariaron su flora y su fauna, y nos legaron magníficos estudios etnográficos y culturales. Todo ese patrimonio de la ciencia española fue catalogado y estudiado a finales del siglo XX. Ahora, en el nuevo edificio, se volverá a catalogar con otros criterios. Cada documento recibirá una nueva signatura. Es decir, se perderá, se volverá ilocalizable, pues hará inservibles los catálogos que hemos empleado cientos de investigadores en ambos hemisferios.

Es el adanismo ibérico, resetear el mundo como si todas las mañanas comenzáramos de cero. Es echar por tierra el trabajo de las generaciones anteriores, la forma genuina de destruir las tradiciones científicas. Cuidar esas tradiciones, cabalgar sobre ellas, subirse a hombros de gigantes, es el requisito fundamental para hacer ciencia de calidad. Que se lo digan a Harvard, a Cambridge, a Princeton. El colmo del disparate es colocar la delicada documentación histórica en un edificio faraónico sobre las aguas. No hace falta ser archivero ni documentalista para saber que el papel se lleva mal con la humedad.

Decía Cajal que al carro de la cultura española le faltaba la rueda de la ciencia. ¿Es tanto pedir que cuidemos y enseñemos lo que tenemos y no lo ocultemos o dispersemos? ¿Cómo es posible que seamos incapaces de construir un espacio expositivo para los creadores de la neurociencia y sin embargo disolvamos y arrojemos al diluvio del olvido uno de los archivos de la Ilustración mejor catalogados de nuestro país? ¿Por qué tenemos la inveterada manía de deshacer lo que hicieron nuestros antepasados en lugar de culminar lo que dejaron pendiente?

Juan Pimentel es historiador en el CSIC y autor de Fantasmas de la ciencia española (Marcial Pons, 2020).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *