Náufragos del tiempo

Recupero el título y parte del contenido de una vieja «tribuna», publicada el 6 de noviembre de 1998. Creo recordar que fue mi primer artículo en ABC. Pensaba y pienso en los jóvenes, acaso en mis alumnos de ayer y de hoy. El contexto es bastante peor: una sociedad «alerta y desconfiada», según el lúcido análisis de Víctor Pérez-Díaz. Crece la inquietud entre los españoles sensibles ante las secuelas de la agonía política de un presidente liviano por posmoderno y oportunista por oficio. Mientras, España perderá otro año largo en un proceso irreversible de deterioro. Sin embargo, el futuro ya está aquí y las decisiones urgentes no admiten demora. Cualquier retraso será determinante para llegar tarde al tren de la historia. Como mínimo, habrán vendido ya todos los billetes de primera clase. La sociedad internacional afronta el siglo XXI como un ambicioso juego de ajedrez político, económico y geoestratégico. España tiene que despertar cuanto antes y asumir que la fiesta se acabó. Al poner en marcha la Transición, el propósito era alcanzar al resto de Europa. Casi lo hemos conseguido. Ahora, Europa pierde peso en un mundo global cuyo eje se desplaza sin remedio desde el Atlántico al Pacífico, y también al Índico o incluso al Ártico, en busca de nuevos y disputados recursos energéticos. Los océanos dictan sentencia firme. Frente al tsunami de los dragones emergentes, no sirven de nada las maniobras para sobrevivir un rato más o las ocurrencias para salir del paso. Menos todavía las concesiones al localismo, aportación autóctona al elenco de falsas soluciones: ineficientes en tiempos de bonanza, ciertos dislates son insostenibles en esta situación de emergencia económica.

En un libro excelente, «Origen y meta de la historia», explica Karl Jaspers el concepto de tiempo-eje, «el corte más profundo» en la historia de la Humanidad. Se sitúa en torno al año 500 a. C., núcleo del período que discurre entre el 800 y el 200, la era de Confucio y Lao-Tsé, de Buda y Zaratustra, de los profetas del Antiguo Testamento. En Grecia, hablamos del mundo de Homero, el de los grandes filósofos que cuentan a partir de Parménides, el de Tucídides o Arquímedes. En suma, el tránsito del mito al «logos». En esa época, concluye Jaspers, «se constituyen las categorías fundamentales con las cuales todavía pensamos y se inician las religiones mundiales de las cuales todavía vivimos», con la excepción significativa del islam. El ser humano se ha nutrido hasta hoy mismo de lo que aconteció y fue creado y pensado en aquel tiempo-eje. Hasta hoy mismo, en efecto, pero no existen garantías sobre el mañana. El planteamiento es sencillo: todo ser racional (y por ello libre) necesita situar la realidad en el espacio y el tiempo, las categorías «a priori» de la sensibilidad en el sistema kantiano. Debe conocer, por tanto, la geografía y la historia, y, a partir de ellas, la literatura, el arte, la política, la religión. Para ser libre hace falta discernir, valorar y disentir cuando sea preciso. Sobre todo, admitir que la razón exige un debate entre seres inteligentes, capaces de convencer y ser convencidos. Por desgracia, no es este el hombre ni el ciudadano (valga la dicotomía revolucionaria de 1789) que nos impone el mundo posmoderno. Ahora empezamos a pagar muy caras las consecuencias.

Durante años, la frivolidad dominante presentaba un agradable trampantojo. Excepciones al margen, varias generaciones son víctimas de las limitaciones constitutivas que les ha impuesto su educación ambiental, a pesar del esfuerzo valioso de muchos padres y maestros. No les gusta leer, no saben escribir, incluso hablan a trompicones. Por desgracia, ni siquiera dicen nimiedades en varias lenguas, como se dijo injustamente de un ilustre polígrafo. Ignoran el hábito de pensar y los frutos de la dialéctica rigurosa. Nadie les ha enseñado el más elemental sentido común en la ordenación de las ideas. Mentes vacías, potencialmente sumisas, son jaleados en cambio como buenos consumidores —en su casa y en la calle— por los promotores de ciertos hábitos tan pueriles como lucrativos. Pasividad conformista, actitudes hedonistas, desprecio de la excelencia y del trabajo bien hecho. He aquí la oferta que se transmite día tras día a nuestros náufragos del tiempo-eje: conceptos inocuos, falacias multiculturales, falsos compromisos envueltos en paternalismo y sensiblería. Entre unos y otros hemos dilapidado buena parte del talento disponible, escaso por naturaleza en todo tiempo y lugar si asumimos de forma realista los límites inherentes a la condición humana. Eso sí, las cosas iban medio bien cuando la despensa estaba casi llena. Ahora la crisis pasa factura y muestra el perfil de un acreedor implacable que no admite «quita y espera». Ni siquiera sirve apelar a la voluntad, si acaso todavía somos crédulos ante la retórica de las buenas palabras.

Rescatemos cuanto antes a nuestros náufragos. ¿Qué podemos hacer? Es tiempo de políticos sensatos y eficaces, de técnicos competentes, de intelectuales dispuestos a decir la verdad. Hay que hablar claro una y mil veces. Con sus grandezas y servidumbres, la democracia representativa, el capitalismo liberal y la sociedad de clases medias configuran la civilización menos injusta de la historia.

Fuera del Estado constitucional solo existe la tiranía. No podemos dejar que se pervierta, aunque mantenga las formas. El rapto de Europa, si recordamos la obra profética de Díez del Corral, incluye una vertiente externa y otra interna: en nuestro caso, la fiebre de los epígonos en forma de falsos intelectuales que —como el personaje de Stendhal— gozan con placer voluptuoso al defender la causa del enemigo. Llega la hora de rectificar el rumbo. Hay muchas voces sensatas en la sociedad española. ¿Lo mejor? Por fortuna, unos cuantos se atreven a expresar en el ágora esas críticas que no hace mucho apenas eran esbozadas en círculos cerrados. ¿Lo peor? Sin duda, la sensación de que tal vez vamos a llegar con el control cerrado. ¿Patriotismo, dice el presidente? En efecto, hay una forma elemental de practicarlo: quien tiene poder legítimo para adoptar esa decisión debe promover cuanto antes una convocatoria electoral que nos permita afrontar las tareas inaplazables. Se llama sentido de Estado y prioridad del interés general sobre las conveniencias partidistas. ¿Tienen ustedes alguna esperanza?

Vuelvo a mi preocupación de siempre. Lo recordaba hace poco Bill Gates: educación es sinónimo de futuro. Buenas letras; bellas artes; los números por su orden; como es natural, también los instrumentos del siglo XXI: los idiomas y las tecnologías de la información. Objetivo: rescatar a los náufragos y jugar como mínimo el papel de alfiles en el tablero contemporáneo. Al menos, hay que intentarlo. Termino con Stefan Zweig, y así continuamos jugando al ajedrez: «Lástima, dijo magnánimo el campeón; para ser un diletante, la disposición del ataque no estaba nada mal…».

Por Benigno Pendás, catedrático de Ciencia Política, Universidad CEU San Pablo.

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