Navarra constitucional

La ruptura de la sedicente tregua de la organización terrorista ETA ha teñido todavía de mayor dramatismo nuestra escena política, ya harto tensionada, de manera que se hace difícil encarar cualquier problema con serenidad y buen tino. Ya se sabe que las cuestiones difíciles se resuelven malamente, podríamos decir traduciendo libremente el viejo aforismo hard cases make bad law.

Pongamos por ejemplo el caso de la formación del Gobierno de Navarra. No tengo naturalmente la solución ni soy quien para proponerla. Pero me atrevería a hacer algunas consideraciones que tal vez contribuyan a disminuir los riesgos a que puede llevar, en relación con esta cuestión, el dramatismo del momento.

Querría creer que la política de pactos debe evitar un escollo que podríamos considerar, digámoslo así, de estética política. Pienso que la formación del Gobierno navarro debe abordarse desde parámetros de claridad y coherencia políticas, perspectiva que parece excluir el atribuir el encargo gubernamental a un grupo que, a juzgar por los resultados electorales, manifiestamente no recibió la encomienda popular para tal cometido. Si lo que se espera de un Gobierno es una capacidad de dirección política ha de reconocerse que tal liderazgo en el caso navarro no se puede improvisar inicialmente y menos mantener durante toda una legislatura sin graves hipotecas, que el electorado atribuirá a la inconsistencia o a la frivolidad, por más que se puedan encontrar fácilmente argumentos para infligir un justo castigo a la fuerza política hasta ahora en el poder, a la vez desgastada y prepotente. Seguro que no es tan mala la oposición ("pasar o seguir en la oposición") como la temen los partidos tras las elecciones y sobre todo no es tan inútil en el sistema, pues la dirección política finalmente adoptada es, en buena medida, el resultado de las correcciones y críticas que la alternativa ofrece al Gobierno. Quizás ocurre también que la delicadeza del problema exija una atención especial de los partidos que rebase el marco territorial navarro y tenga presente, al menos hasta cierto punto, consideraciones de carácter nacional.

Si abandonamos la consideración del momento navarro desde una perspectiva política me atrevería a sugerir que la opción a proponer en la formación de gobierno habría de ser la más respetuosa con el marco constitucional navarro, que ha permitido la construcción de una autonomía plena, foral y democrática, felizmente asentada. El acierto del tratamiento constitucional de la autonomía navarra muestra, en primer lugar, una flexibilidad constitucional realmente notable. Al socaire del reconocimiento de los derechos históricos en nuestra norma fundamental, se ha procedido, como se sabe, al acceso de Navarra a la autonomía, a través de la actualización del régimen foral, constituyéndose en Comunidad Foral.

Era absurdo que el acceso de Navarra a la autonomía y su constitución como comunidad autónoma se hiciese por otra vía que no fuera la del amejoramiento como reforma pactada del tradicional régimen foral. Si el autogobierno navarro se había conocido sin interrupción desde 1841, la Constitución sólo tenía que sancionar dicho sistema, exigiendo las adecuaciones pertinentes a un régimen democrático y su instalación en un Estado descentralizado como es el que nace en 1978. Así la Constitución se hacía foral y los fueros constitucionales. Lo primero se debió a la sensibilidad pluralista de nuestros constituyentes. Lo segundo es mérito de la generación navarra de la transición que preparó la Ley de Amejoramiento.

El régimen foral navarro testimonia así la flexibilidad del sistema constitucional y su capacidad para incorporar una legitimidad histórica, cuestiones nada fáciles habida cuenta del carácter taxativo, aunque abierto, de muchas cláusulas constitucionales y la reticencia de toda constitución, como norma orientada al futuro, para aceptar planteamientos tradicionales. Hay otro rasgo esencial del modelo navarro, utilizando esta expresión como sinónima de sistema ejemplar. Me refiero a la compatibilidad de lealtades políticas que el régimen foral supone, al superponer el vínculo español, no sólo jurídico o de ciudadanía, sino espiritual y emotivo, al navarro, concebido por otra parte en su verdadera complejidad, que el constituyente reconoció al establecer sabiamente como facultad, en cuanto muestra de apertura y sensibilidad, la integración navarra en el País Vasco, de acuerdo con un procedimiento que a mi juicio afortunadamente, no ha habido necesidad de poner en marcha, y al que se refiere como es sabido la Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución.

Aludimos así a una dimensión esencial, y delicada, de la cuestión navarra que es el de su ingrediente vasco que, aunque especialmente notorio en ciertas zonas geográficas de la comunidad foral, no deja de afectar a toda ella, que sabe que una importante seña de identidad propia la constituye su especial relación con la comunidad vasca. No estoy hablando en términos políticos sino culturales o, si se quiere, espirituales o identitarios.

La cuestión, también a tener en cuenta en el momento presente, es respetar el peso de esta dimensión, que no tiene por qué agotarse en su expresión política en una fuerza o partido determinado, pero no realzarla o atribuirle unas oportunidades que el electorado no le ha conferido. Creo que obrando así no se respetaría tanto el pluralismo como se contribuiría a desestabilizar el equilibrio navarro.

A la luz de tales consideraciones quizás no sea difícil encontrar, en el caso de Navarra, una forma de gobierno que, sin perjuicio de la plena legitimidad de las demás, se adecue a estas mínimas condiciones de coherencia política y sintonía constitucional.

Juan José Solozabal, catedrático de Derecho Constitucional en la UAM.