Navarra, nuestras Termópilas

En un pasaje de la extensa entrevista que me concedió en abril del año pasado el presidente Zapatero dijo literalmente: «Tengo una conversación pendiente con el presidente de Navarra, por quien siento mucho respeto, pero creo que su última iniciativa -emplazando al PSOE a definirse frente a las pretensiones panvasquistas- ha anticipado un debate de forma un tanto precipitada». Ya en ese instante hubo algo en la inflexión de su voz o en la pérdida de fulgor de su mirada que me recordó aquel inolvidable chiste de Forges en el Informaciones de los años 70 en el que se veía a un fulano dentro de un colchón enrollado sobre un somier con los muelles rotos, rodeado de colillas y otros detritos, que, en medio de una habitación con aires de leonera, suspiraba: «¡Un día de estos tengo que hacerme la cama!».

Once meses después los hechos han demostrado que Zapatero tenía aún menos ganas de recibir a Miguel Sanz que de visitar el Japón porque, con «respeto» o sin él, la «conversación» continúa igual de «pendiente» y entre tanto una envalentonada Batasuna ha colocado la anexión del Viejo Reino en cabeza tanto de sus irrenunciables reivindicaciones públicas como de sus recurrentes exigencias privadas en los coloquios secretos que ha venido manteniendo con el PNV y el Partido Socialista de Euskadi.

En aquella entrevista Zapatero rechazaba la recomendación del Consejo de Estado de proponer la derogación de la Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución que deja abierta la hipótesis de la incorporación de Navarra al País Vasco -qué distinta sería la España de hoy si el presidente hubiera seguido, como prometió, la hoja de ruta de su máximo órgano consultivo- y se remitía al «posible diálogo» entre «una mayoría de los navarros con ideas muy claras» y «una minoría que también tiene las ideas muy claras». O sea que ya entonces rumiaba algo para reconciliar lo aparentemente irreconciliable y, conociendo su afición a imaginar que los más hondos conflictos pueden resolverse con ingeniosos juegos de palabras, es de suponer que no ha dejado ni un solo día de hacerlo.

¿Cómo zanjar la cuestión navarra según la pauta mediante la que se reconoce la existencia de la nación catalana (pero dentro de la Nación española), se proclama el derecho a decidir de los vascos (pero en el marco de la Constitución) y se apoya la anexión marroquí del Sáhara (pero respetando su derecho de autodeterminación)? Según revelaba el jueves El Semanal Digital nuestro creativo estadista había visto por fin la luz mediante una elemental analogía: «Si ni tú ni yo tenemos ningún problema en decir que somos ciudadanos de Castilla y León -le habría comentado a un paisano y empresario hostelero-, ¿qué problema puede haber para que alguien diga que es a la vez ciudadano del País Vasco y de Navarra?». La gallina.

Cuando el otro día, refiriéndose a las dos tonalidades de los envoltorios de color marrón empleados en diversas partidas de explosivos, escuché declarar al comisario Sánchez Manzano que, a su modo de ver, «claro y oscuro son lo mismo», enseguida entendí por qué el chapucero y turbio jefe de los Tedax le cayó tan bien al presidente en su fugaz encuentro de hace unos meses en La Moncloa. Sólo confundiendo entre sí los contrarios se puede apadrinar -o tan siquiera contemplar- en los tiempos que corren un proyecto político vasco-navarro, equiparándolo al castellano-leonés. Ojo, no estamos hablando ni de cooperación cultural, ni de relaciones deportivas o comerciales, sino de vinculación administrativa a través de instituciones representativas comunes. Y esto al día de hoy tiene tanto sentido como que el órgano interparlamentario con el que está previsto que empiece la fusión no sea vasco-navarro, sino vasco-leonés. Es decir que sean las tierras del Bierzo y no las de la Ribera las que se agreguen a las del Gohierri.

No es una boutade para soliviantar a Zapatero tocándole la patria chica, sino la reducción al absurdo de esa momificada estupidez llamada «derechos históricos» que los nacionalistas vascos invocan para reclamar Navarra y bajo la que los dirigentes de Batasuna se cobijan nada menos que para denominar a Pamplona «nuestra Jerusalén». Pues ocurre que el hecho de armas más notable de ese Sancho III cuyo cetro seminal como «señor de los vascos» sirve de difusa fuente autojustificativa a este delirio abertzale, fue precisamente su conquista a sangre y fuego en el año 1034 de la ciudad de León, derrocando a su legítimo soberano -y hermano de su nuera- Bermudo III. Por eso el gran medievalista Julio Valdeón nos recordó en su milenario que a Sancho III se le presentaba en un documento de la época como «tenentis imperium in Aragone et in Pampilonia et in Castella et in Legione».

La estupenda monografía que nuestra revista La Aventura de la Historia dedica este mes a Navarra deja las cosas claras desde un punto de vista retrospectivo: la unión política del entonces llamado Reino de Pamplona con los tres territorios vascos no es sino un efímero vaivén que ni siquiera sobrevive al siglo XII, pues a su término los señoríos de Alava, Vizcaya y Guipúzcoa quedan definitivamente reintegrados a la corona de Castilla a la que tradicionalmente pertenecían. Fundamentar una identidad común y diferenciada en lo que no pasó de ser uno más de los recíprocos sístoles y diástoles de los reinos peninsulares entre los que se iba fraguando la construcción histórica de España hace más de 900 años -no en balde este Sancho el Mayor era también aludido entonces como rex Ibericus o Hispaniorum Rex- es algo tan fantasioso que de idéntica manera podría servir para reivindicar las montañas leonesas como parte del tradicional lebensraum euskaldún.

Aunque la anexión política a su monarquía dual no la impone Fernando el Católico hasta 1512, los testimonios de la españolidad de Navarra impregnan desde el llamado Fuero Antiguo hasta la Crónica del Príncipe de Viana. «Navarra, por todas partes te roen», decía el desventurado hijo y enemigo de Juan II, refiriéndose a las pretensiones castellanas y aragonesas -tan similares a las vascas de hoy en día-, a la vez que presentaba a su tierra como «una de las poblaciones más antiguas de nuestra España». La conversión al protestantismo de los principales miembros de la dinastía derrocada -los Albret- que se refugian en su corte de Nérac allende los Pirineos, disipa toda alternativa que no sea el desarrollo del foralismo como una modalidad genuina de integración en la España de los Austrias. La lealtad de Navarra -frente a las rebeliones de Cataluña y Portugal en el XVII- y su apuesta por los Borbones en la Guerra de Sucesión consolidan la continuidad de ese pacto entre el Estado y una de sus partes más sustancialmente identificadas con el todo.

El resto es ya la Historia de antesdeayer. La implicación en las guerras carlistas, la rebelión de 1893 contra el uniformismo fiscal del ministro Gamazo -la famosa gamazada cuyo espíritu parecía sobrevolar la manifestación de este sábado- o la propia contribución de los boinas rojas a la sublevación de 1936 no son sino expresiones de una misma sensibilidad tradicional, y por lo tanto conservadora, mediante la que los navarros se sienten españoles. Cuando nuestra generación alcanza la democracia la Ley del Amejoramiento del Fuero -equivalente a los estatutos de las demás comunidades- encaja como el más diestro de los dedos en el cómodo guante del Estado de las Autonomías.

No hay otro ejemplo más rectilíneo de viaje hacia la modernidad, manteniendo las esencias, que el de esta Navarra foral y española. Entre tanto, el nacionalismo vasco estuvo con y contra la República, fue prefascista con Sabino Arana y marxista-terrorista con etarras de la calaña de De Juana Chaos, pactó con los demócratas en Ajuria Enea y con los totalitarios en Estella-Lizarra... Ahora su proyecto es acumular fuerzas en pro de la autodeterminación como pórtico de la secesión, pactada o no con España, y pretende engullir a Navarra para sacarla de su quicio natural. «Somos su objeto de deseo porque la ensoñación de Euskal Herria sin Navarra no puede subsistir», nos decía hace tres meses José Javier Uranga desde su doble autoridad de decano del buen periodismo de opinión y superviviente de uno de los más viles atentados de ETA. El único problema de los promotores de este Anschluss a la bilbaína es que el 80% de los navarros -la estimación es de nuestro excelente columnista Manuel Hidalgo, nada complaciente con UPN pero pamplonica al fin y al cabo- no quiere.

Los navarros no quieren; y el resto de los españoles, tampoco. Si Otegi dice que Pamplona es su Jerusalén, ya que ahora con la película 300 se va a poner de moda ese decisivo episodio de la Historia antigua, nosotros replicamos que Navarra entera es nuestras Termópilas. Y paso a explicar por qué.

Aunque, según Herodoto, la correlación de fuerzas entre los 4.000 griegos que bajo el sol plomizo de agosto del año 480 antes de Cristo trataban de defender aquel paso estratégico no demasiado diferente al de Roncesvalles y los tres millones de persas que pretendían forzarlo -yo creo que esta última cifra le debió ser facilitada al padre de los historiadores por el contador de manifestantes de la Comunidad de Madrid- era mucho más desigual que la que hoy existe entre los 601.000 habitantes censados en Navarra y los 2.133.000 del País Vasco, lo que en términos geoestratégicos estaba en juego era metafóricamente muy parecido.

De igual manera que si los invasores llegados de Oriente forzaban aquellas Thermos Pylae -Puertas Calientes- primero irían cayendo en su poder Delfos, el Monte Parnaso, Tebas y la propia Atenas, para pasar luego al Peloponeso, donde habrían doblegado a la mismísima Esparta, así se desmoronarían también como fichas de dominó los puntales de la España constitucional si el soberanismo vasco lograra apropiarse de Navarra. En ese escenario demencial, el Estado de las Autonomías serviría de barra libre a la ley del más fuerte, oscuros sueños como los de los Països Catalans, la anexión a Galicia de determinadas comarcas limítrofes o la toma de Ceuta y Melilla por Marruecos terminarían materializándose y lo máximo que restaría de tal naufragio sería una Confederación de Pueblos Ibéricos balcanizada en sus odios y rencores.

Deseo de todo corazón al cabal Miguel Sanz, la pujante Yolanda Barcina, el constante y lúcido Jaime Ignacio del Burgo y todos los demás dirigentes de la Unión del Pueblo Navarro mejor suerte en las urnas de la que tuvieron Leónidas y sus 300 espartanos cuando se quedaron solos en el campo de batalla, cual últimos requetés. Pero incluso aunque no obtuvieran sus objetivos electorales -única garantía absoluta de que Navarra seguirá siendo Navarra- su firme labor de contención de la marea abertzale está teniendo ya una importancia inmensa para todos, al reducir el margen de maniobra del Gobierno y del PSOE, pues lo esencial es ganar tiempo y afianzar la posición para que la brutal acometida que puede desencadenarse en los próximos meses no se lo lleve todo por delante.

Desearía equivocarme, pero mi primer pronóstico es que, se llamen como se llamen, las candidaturas de ETA-Batasuna van a obtener un resultado espectacular en las municipales vascas porque lo más nefasto de la actual política gubernamental es su blanqueo moral ante los electores. Y mi siguiente pronóstico es que en su probable segunda legislatura en el poder -sólo una quimérica mayoría absoluta del PP podría evitarlo- Zapatero dependerá numérica y políticamente de las minorías nacionalistas en superior medida que ahora. Si ambos augurios se cumplen, nuestra democracia entrará en una grave situación de alarma roja en la que será imprescindible que elementos tan importantes para mantener el rumbo de la nave como Navarra estén firmemente atados al mástil principal y a salvo por igual de los violentos golpes de mar y de los seductores cantos de las sirenas.

De igual manera que la resistencia en las Termópilas permitió poner a salvo la flota griega, sentando las bases de las espectaculares victorias de Salamina y Platea que arrojaron definitivamente a los persas del suelo helénico, el apuntalamiento de Navarra puede darnos el margen temporal imprescindible para rehacer el consenso de la Transición -con o sin Zapatero-, recuperar al PSOE para el Pacto Antiterrorista -con o sin Zapatero- y ponerle unas cuantas velas al Tribunal Constitucional para que nos saque de esta -con o sin Zapatero-, dándole un buen tajo al catastrófico Estatuto catalán.

La movilización de este fin de semana ha tenido en tal contexto una doble utilidad como cierre de filas en torno a UPN y como seria advertencia al Partido Socialista de Navarra. Que sepa su líder Fernando Puras, por si en algún momento se le ha pasado por la cabeza la tentación de jugar el papel de aquel griego llamado Efialtes que mostró a los persas un atajo para rodear y desbordar las posiciones de Leónidas, que todos los navarros y muchos españoles estamos observándole. Prestarse a formar parte de una mayoría alternativa con Nafarroa Bai -que engloba al PNV, EA y Aralar- y Batasuna y aceptar la creación del órgano de coordinación permanente con el Parlamento vasco sería apuñalar a Navarra por la espalda. Por algo el tal Efialtes -cuyo nombre significa «pesadilla»- figura en los lugares más altos del ranking de la historia universal de la infamia.

De la misma manera que el sábado anterior Mariano Rajoy despidió con cálida elocuencia a los cívicos manifestantes de Madrid -«Volved a vuestras casas y contad a todo el mundo lo que ha pasado aquí»-, tomando a hurtadillas sus palabras de la arenga que Shakespeare pone en boca de Enrique V el día de la batalla de Agincourt, a mí me gustaría que quienes salieron ayer a la calle en Pamplona sean conscientes de la importancia de su causa, dedicándoles -esta vez con atribución expresa- algunas citas literarias.

«Ni siquiera las victorias más bellas que con sus ojos haya visto el sol osaron nunca oponer toda su gloria a la del rey Leónidas y los suyos en el paso de las Termópilas», escribió el gran Montaigne.

«¡Oh, Tierra, devuelve de tu pecho/ un residuo de nuestros muertos espartanos!/ De los trescientos menos tres que se otorgaron,/ para construir unas nuevas Termópilas», cantó Lord Byron.

«Si los griegos hubieran sucumbido a la invasión de Jerjes -acaba de plantear Tom Holland en su libro Persian Fire-, el mundo occidental no sólo habría perdido su primera pugna por la independencia y la supervivencia, sino que probablemente jamás habría existido una entidad llamada mundo occidental».

Tal vez por eso solía decir William Golding que «un poco de Leónidas permanece en el hecho de que yo pueda ir a donde quiera y escribir lo que quiera porque él contribuyó a hacernos libres».

Han pasado 2.500 años, pero ahora se trata de lo mismo.

Pedro J. Ramírez