Navegar con el viento en contra

Para el Gobierno era desaceleración mientras que para la oposición se trataba de una crisis como una catedral. Finalmente podemos dar por superada la guerra semántica en el término medio donde reside la virtud. El Gobierno admite ahora que la desaceleración ha sido tan brusca que merece ser tratada con el mayor respeto. Y, en efecto, tal como la opinión pública lo percibe, si esto es una desaceleración se parece mucho a una crisis. En el frío pero expresivo lenguaje de los datos, el descenso en poco tiempo del crecimiento del PIB desde las cercanías del 4% al entorno del 2% representa un frenazo de cuidado.

Pedro Solbes se ha empeñado en identificar el concepto difuso de crisis con el de recesión, que tiene una definición muy precisa: cuando el PIB decrece lo que los economistas llaman crecimiento negativo --que es como crecer para abajo-- durante más de dos trimestres consecutivos. Las palabras tienen su importancia, pero no parece justificado satanizar un término que ofrece una significación amplia y no siempre negativa.

En sentido estricto, decimos que algo está en crisis cuando irrumpen nuevas circunstancias que obligan a replantearse las reglas vigentes; indica el fin de un modelo de crecimiento o, simplemente, la purga necesaria para digerir los excesos pasados. La crisis en sí no es la catástrofe, sino un toque de atención del cuerpo social, como la fiebre o el dolor en el cuerpo humano, la constatación de que es preciso cambiar unas cuantas cosas para que todo siga más o menos igual. Y unas cuantas cosas han cambiado desde que la chapuza de las hipotecas subprime en EEUU desencade- nó un proceso de desconfianza financiera en el mundo entero que se ha extendido al proceso productivo. Aunque la crisis tiene origen financiero, no es dinero lo que falta, sino crédito en el sentido más estricto de la palabra, la confianza.

La gran pregunta es si está haciendo el Gobierno lo que tenía que hacer o si, por el contrario, se encuentra desbordado por los acontecimientos. No sé si está desbordado, pero algo desconcertado sí parece. La medida más importante que ha adoptado, prácticamente la única, ha sido la devolución de 400 euros a cada contribuyente del IRPF --unos 13 millones de personas-- con la intención implícita de estimular el consumo y la justificación política de compensar a los ciudadanos por el fuerte aumento de los precios. Pura propaganda, pues a lo que lleva esta medida es a un incremento adicional de la inflación, que ya cabalga a lomos del petróleo y de los alimentos sin necesidad de ayuda gubernamental alguna. Según la cifra dada el miércoles, antes de que los 400 euros lleguen al bolsillo de los ciudadanos, los precios subieron un 0,7% en mayo, disparando la tasa interanual al 4,6%.

El Gobierno ha aplicado la fórmula Bush de inyectar dinero a la economía partiendo del principio ultraliberal, que también invocara Rajoy, de que el dinero está mejor en los bolsillos particulares que en manos del Estado. La medida es discutible y discutida e impropia de un Gobierno socialista por lo que tiene de poco equitativa, pues afecta igual a los ricos y a los pobres. Pero lo peor es que Zapatero se ha jugado todo a esa carta que representa una pérdida de recaudación próxima a los 6.000 millones de euros --un billón de pesetas-- que habría tenido una aplicación más selectiva en manos del Gobierno, que ha agotado así su capacidad de reacción. Lo no recaudado por esta vía se pule la cuarta parte del superávit.

Esta medida ha mostrado ciertas incoherencias que restan credibilidad al Gobierno. En efecto, cuando fue preguntado el vicepresidente económico por la eficacia de los 400 euros, la descalificó con sorna: "La medida se tomó en elecciones. Ya saben ustedes". Sin embargo, cuando la OCDE, que conoce muy bien la economía española, rebajó drásticamente las previsiones de crecimiento, Solbes se expresó con el mismo tono monocorde de aquí no pasa nada: "Me parecen unas previsiones demasiado pesimistas porque no han tenido en cuenta el efecto de los 400 euros...". De pronto, la medida había pasado de la magia electoralista al bálsamo de Fierabrás.

Lo que ahora está en cuestión es si Zapatero, que navegó el pasado cuatrienio viento en popa a toda vela como el pirata de Espronceda, sabe hacerlo ahora con el viento en contra. Cuando no hay harina, todo es mohína, dictamina el refrán, y es lo que está ocurriendo en estos tiempos de zozobra. El talonario con que contaba el presidente del Gobierno en la pasada legislatura se está quedando sin talones. No es ahora tan fá- cil calmar a camioneros, agricultores, pescadores y demás colectivos en lucha, o a punto de lanzarse a ella, que reclaman ayudas. Hoy son los transportistas los que se lanzan a la calle, pero mañana la presión llegará a los asalariados de la industria y de los servicios. Las cúpulas de las dos grandes centrales sindicales ya han dado un toque de atención al Gobierno y el mismísimo Cándido Méndez, buen amigo del presidente, con quien comulgaba en las grandes líneas de la política social, se ha puesto en primera línea de combate.

José García Abad, director de El Nuevo Lunes.