Navidades negras

Resguardó las manos en los bolsillos del abrigo y apretó el paso para llegar a casa antes del toque de queda. Miró de reojo a la tanqueta apostada en la esquina de Casp con Pau Claris: lucía el glorioso emblema de la Benemérita, su ametralladora apuntando a un cielo gris que amenazaba tormenta.

La ciudad estaba sembrada de vehículos blindados, hieráticos guardianes de la Constitución. Algunos osados jovencitos los insultaban al pasar sin conseguir alterar su impavidez. No era cuestión de agravar la situación con incidentes que excitaran más los ánimos. Distinto era cuando formaban grupitos de más de diez personas. Entonces los dispersaban a porrazos, aunque esa tarea se la encomendaban a la Guardia Urbana.

Una pesada calma descendía sobre las calles semidesiertas en una Nochebuena sin luces. Qué rápido había sido todo. Rememoró sin quererlo las diez semanas que cambiaron su mundo. Todo empezó un año atrás con la decisión política de organizar una consulta popular sobre la soberanía de Catalunya. De inmediato, el Gobierno español, respaldado por todos los partidos españoles, rechazó de plano tal posibilidad y la declaró ilegal por inconstitucional. Ahí comenzó un tira y afloja que no llevó a ninguna parte. O mejor dicho, condujo al intento del Govern de Catalunya, apoyado por la gran mayoría de los ciudadanos, de realizar la consulta de cualquier manera.

Los políticos no tenían mucha alternativa. La sociedad se había movilizado por millones a favor del derecho a decidir. Para muchos esa movilización se planteaba como preludio a la independencia. Lo impensable era posible. Hartos de la arrogancia de lo que la gente llamaba “Madrid” y la humillación cotidiana del desdén a la identidad propia, habían transformado la indignación en clamor y la reivindicación en sueño. La crisis, el paro y los recortes hicieron el resto. De todos los rincones del país surgió la idea de que sí se podía. Debates, manifestaciones, okupaciones, caceroladas, bajada de bandera y subida de bandera, cánticos colectivos y blogs en la red, prédicas en iglesias y arengas en el Parlament, consultas municipales y festivales pop, sesudos seminarios de historia y teatro callejero. Un ambiente mágico se difundió entre la gente, contagiada de una alegría tensa. Se concibieron planes estratégicos para la economía, la educación, la salud, la cultura, la ecología, el arte. Se multiplicaron las conversaciones con quienes no lo veían claro y con quienes reafirmaban su españolidad. Catalanes de pro y barbilampiños ilusionados recorrieron el mundo solicitando comprensión y solidaridad. Internet se pobló de webs de información y debate sobre Catalunya. Un ansia de vida nueva se vistió de senyera y tradujo en proyecto nacional los anhelos individuales.

Él nunca había sido muy nacionalista, pero le ofendió personalmente la forma en que “Madrid” y los medios españoles ningunearon el sentimiento de tanta gente que él respetaba. Y ni siquiera quisieron negociar sobre los problemas que para él sí eran importantes: como el reparto del dinero que ganaban con su trabajo. ¿Solidaridad con los más pobres? Tal vez sí, pero quiero decidirlo yo, no que me lo impongan. Pero no tenía claro dónde se situaba en este frenético debate hasta que estalló todo.

Fue poco antes del 9 de noviembre, fecha anunciada para la consulta que había sido declarada ilegal por decisión del Constitucional. La Generalitat, con el apoyo mayoritario del Parlament y respaldada por buena parte de la sociedad civil, puso en marcha los preparativos técnicos para recabar la opinión del pueblo. Se completaron las listas del censo, se equiparon las escuelas con material electoral, se ordenó a los Mossos proteger a los votantes, se pidió a la televisión catalana la cesión de espacios de propaganda electoral y se preparó el recuento electrónico en el Departament d’Interior.

El Congreso español, en reunión de urgencia, reiteró la ilegalidad de la consulta, en un voto casi unánime, y conminó al Govern a cancelar su convocatoria. Ante la negativa catalana a acatar el ultimátum, el Gobierno, previa consulta al Consejo de Estado, decretó la anulación temporal de la autonomía de Catalunya, la revocación del Parlament por incumplimiento de la legalidad y la destitución del presidente de la Generalitat y su gobierno hasta la celebración de elecciones constitucionalmente sancionadas.

La gente salió a la calle espontáneamente por centenares de miles y se ocuparon plazas y edificios públicos mientras se coordinaba la protesta mediante la red. Acto seguido el Gobierno español declaró el estado de excepción, exigió el cese de las manifestaciones y ordenó el despliegue de la Guardia Civil en todo el territorio catalán, poniendo bajo su mando a los Mossos y la policía municipal. El delegado del Gobierno asumió las competencias civiles y militares en Catalunya. Los principales dirigentes políticos catalanes fueron confinados en arresto domiciliario. Usando la llamada ley anti-15M aprobada por las Cortes meses antes, se procedió a detener a quienes habían convocado por internet a manifestarse, al tiempo que se interceptaban los mensajes en la red y se establecía la censura en los medios de comunicación. A pesar de las llamadas a la calma, hubo choques violentos, algunos muertos, cientos de heridos, incendios y nubes de gas envolviendo las ciudades.

Las campañas de desobediencia civil preparadas de antemano chocaron contra la cortina de hierro que ocupó el entorno. Europa se inquietó, los medios internacionales enviaron corresponsales, el Gobierno español respondió asegurando el respeto de los derechos civiles junto a su obligación de garantizar el orden contra la violencia y preservar la unidad de la nación. Como tres siglos atrás, tras días de incertidumbre y rabia, los catalanes volvieron al trabajo con la determinación de no olvidar jamás: ahora tenían una nueva Diada. Menos mal que aún quedaba la cena de Nochebuena, pensó al llegar a su portal.

Entonces despertó. Sintió alivio. Miró por la ventana: había luces de Navidad. Volvió a la vida. Pero esa noche se le atragantó la sopa de galets y la carn d’olla le pareció chamuscada.

Manuel Castells

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