Navidades sin blanca

No era su día, se dijo Jordi mientras desperezaba su paso cansino entre hileras de hormigón agarradas al gris del cielo por los garfios de sus parabólicas. La Navidad en familia no iba para él. Una cena con padres, tíos y abuelos, vale, pero después, marcha tío, que para eso son las fiestas. Pero sin pasta, nada de nada. Ni discoteca, ni cubata, ni porro, ni tan siquiera unas cervezas en el bar.

Como en casa pintan bastos ya hace tiempo que no hay ni calderilla para él. Por eso dejó el coñazo de escuela el año pasado, para encontrar faena y tener su dinero. Como se aprende es en la vida y si me apuras por internet y esos profes parecen de otro planeta. Y a él los discursitos no le van. ¿No te fastidia el artículo de La Vanguardia que les fotocopió el profe? Un tío que escribe que como hay crisis y no hay dinero hay que aprender a disfrutar de otra manera.

¿De qué manera? ¿Para qué se inventó la pasta? Pues para eso, para comprar lo que quieras, para disfrutar a tope. Claro, primero hay que conseguirla y eso ya me va. Pero ¿cómo montársela sin pasta? Por eso dejó la escuela. Y cuando se quedó sin trabajo se acabó lo que se daba. Vuelta a la escuela y a cenar en casa. Así andamos. Dos días sin nada que hacer. Ni tan siquiera follar que para los jóvenes es gratis. Pero llamó a la Montse y seguía cabreada. ¡Cómo están las tías, macho! O sea que la muy furcia le pasa unas purgaciones de cuidado y no le quiere decir de dónde venían. Claro, le pegó una hostia y la envió a la mierda. Y luego va y se cabrea ella.

Pasó de la Montse, tías hay muchas, pero hay que encontrarlas y meterles el rollo. ¿Y cómo lo hago sin pasta? Porque las de clase están ya maleadas. Sin poder ir adonde van ellas a buscar y sin poder ponerlas a tono no te comes una rosca. Así que llamó al Pep. Y ahí ahora son dos aburriéndose juntos calle abajo. Empezaba a anochecer. Una gélida ráfaga decembrina les vivifica el rostro y se cuela por los entresijos de la cazadora del Barça que parece made in China. Nada, lo que se dice nada.

De repente, vislumbran dos sombras que caminan rápido delante de ellos. Y es que con el frío que hace y la gente haciendo la digestión de día de fiesta lo poco que se mueve se ve enseguida. Resulta que son dos moros. Los vieron el otro día. Acaban de llegar al barrio, todavía no van al cole, parece que son de esas familias que han sacado del Raval. Mala cosa que esto se nos llene de moros. Lo que faltaba. Como dice su padre, que de la vida sabe un rato, estos son todavía peores que los gitanos porque lo que nos roban es el trabajo.

Pero eso serán sus padres porque los jóvenes roban pasta. O sea que ladrones. Y además terroristas, como los que iban a poner bombas en el metro.

¿Por qué tienen que venir a joder la marrana precisamente aquí? Ya vale. ¡A por ellos!

A ver si aprenden de una vez. Corren. Los moros se vuelven y corren también. Nenazas, eso es lo que son, nenazas.

Jordi es bajito pero fuerte, corpulento, musculado por la gimnasia del cole y su afición al karate. Pelo al rape, como matón de discoteca. Pep es desgarbado, grandote y con manos desmesuradas y peludas como de estrangulador profesional.

Un morito tropieza y cae al suelo. El otro dobla la esquina y desaparece llevado por el viento del pavor. Vamos a por este. Ya lo tenemos. A empujones lo meten en el portal más cercano, tranquilo y solitario en la paz navideña. Sin mediar palabra (¿para qué?) le meten un par de hostias y lo zarandean contra la pared. Grita. O más bien intenta gritar, porque Pep le pone sus manazas en la cosa para acallar sus gemidos. El morito se lleva la mano al bolsillo. ¡Cuidado! ¡Una navaja, seguro que tiene una navaja!

Jordi no se lo piensa. Llave número uno de la escuela de artes marciales. Rodillazo a los huevos y cuando el cuerpo se dobla de dolor retrae la pierna hacia atrás y la proyecta hacia delante directo a la cabeza. El morito se desploma, deja de gemir, sus ojos desorbitados, espuma y sangre por la boca, el cuerpo sacudido por convulsiones. "Hostia tío, lo has matado…". "Qué coño, tío, todavía se mueve, quítale la navaja".

Pep abre la mano del morito. Un billete de 10 euros. Tal vez el precio estimado de su libertad. Jordi y Pep se miran en relámpago. Se oye ruido en la escalera. Salen zumbando. Al llegar a la esquina, como en las pelis de la tele, se separan, cada uno su rumbo. Jordi corre un buen rato, mira hacia atrás sin ira y se sienta a esperar el autobús. Nadie los ha visto. Y estos no los conocen. Que se jodan, así aprenderán. El autobús lo lleva hasta el centro, a la ciudad encantada de luces que celebran el calentamiento global.

Pasea, se va calmando. La puerta de una iglesia está entreabierta. Irradia luz y cánticos. Entra en silencio y se sienta en el último banco. Siente la paz del lugar. Hay pocos feligreses, la mayoría más viejos que sus padres. Como esta señora delante de él, ensimismada en sus plegarias, probablemente pidiendo perdón por sus pecados incluida la falsificación del testamento de su marido que en paz descanse.

Jordi observa el bolso Furla al lado de la absorta viejecita. Sigilosamente lo toma, retrocede en la penumbra de la iglesia y se pierde en la noche de la ciudad. Ya en el metro palpa los billetes de su botín contándolos mentalmente. Gracias, virgencita. Ahora sí que voy a tener una feliz Navidad.

Manuel Castells