A fin de enfrentar la crisis económica sin precedentes causada por la pandemia de la COVID-19, los responsables de las políticas públicas en los países de altos ingresos han adoptado una estrategia de “hacer lo que todo lo que sea necesario hacer” a fin de salvar sus economías del colapso. Sin embargo, estos mismos responsables de las políticas públicas, frente a la crisis mucho peor que enfrentan el resto de los países, han invocado la política del Presidente Herbert Hoover al comienzo de la Gran Depresión, afirmando que no se puede hacer nada más. El resultado es un paquete de rescate de billones de dólares para las economías desarrolladas, por una parte, y migajas para las demás economías, por la otra.
La tragedia de todo esto no radica únicamente en que los costes económicos del distanciamiento social serán probablemente mucho más elevados en los países emergentes, sino que además los enormes esfuerzos de rescate económico que llevan a cabo los países de altos ingresos harán que sea mucho más difícil que los países de menores ingresos puedan combatir la pandemia.
Aquellos países con suficiente capacidad de endeudamiento, tales como Estados Unidos de Norteamérica, han podido levantar fondos con intereses a tasas ínfimas. No obstante, esos fondos provienen de inversores de mercados emergentes que buscan seguridad y de inversores norteamericanos que buscan liquidar sus posiciones en activos extranjeros. En otras palabras, parte del financiamiento con el cual cuenta los Estados Unidos de Norteamérica, así como otras economías avanzadas, proviene de las economías emergentes que tienen necesidades financieras mucho más apremiantes.
No es debe sorprender, por tanto, que más de 100 países hayan acudido al Fondo Monetario Internacional en búsqueda de asistencia financiera. No obstante, el financiamiento disponible en el Fondo Monetario Internacional es insuficiente.
Por esta razón, los gobiernos de los países del G20 acordaron recientemente suspender hasta finales del año 2020 los pagos por concepto de la deuda oficial bilateral de 76 países clasificados como los países más pobres. Sin embargo, el acuerdo de los países del G20 no incluyó a los acreedores privados, que constituyen una parte importante de esta deuda. Estos acreedores privados, para países de ingresos medios, como por ejemplo México, representan una parte mayoritaria de sus acreencias.
Sin la participación del sector privado, cualquier medida de alivio de deuda oficial para los países de ingresos medios se utilizaría únicamente para pagar el servicio de su deuda con el sector privado. Carecería de sentido que el sector oficial otorgara un alivio en la carga de la deuda a los países más pobres, si este alivio va a resultar únicamente en una transferencia de fondos para los acreedores comerciales.
Todos los acreedores privados deberían participar, en igualdad de condiciones, en cualquier suspensión de los pagos del servicio de la deuda, tanto por razones de justicia elemental como para asegurar el financiamiento adecuado de las economías emergentes. Además, su participación no puede ser meramente voluntaria. De serlo, el alivio de deuda que concedan los acreedores privados que sí participen simplemente subsidiaria a los que no lo hagan.
Más aun, la historia sugiere que es posible que un porcentaje significativo de acreedores privados se nieguen a participar, especialmente si sus propios estados financieros se ven comprometidos como consecuencia de la pandemia. A fin de que las economías de los países en vías de desarrollo y emergentes puedan sobrevivir el impacto del COVID-19 es imperativo que la suspensión de los pagos del servicio de la deuda incluya a todos los acreedores privados.
Nuestra propuesta es que una institución multilateral como, por ejemplo, el Banco Mundial, establezca un mecanismo o una línea de crédito para cada país que solicite una suspensión temporal en los pagos del servicio de su deuda, permitiéndole que deposite en esa línea de crédito los intereses “suspendidos” (que deja de pagar) como fondo de emergencia para la lucha contra la pandemia. Las amortizaciones de capital programadas durante ese mismo período también serían diferidas, de forma tal que todos los pagos relacionados con la deuda serían pospuestos.
La institución multilateral que supervise esta suspensión o moratoria sería la responsable de monitorear la línea de crédito de cada país para garantizar que los pagos, que de otra forma hubiesen ido a los acreedores, sean utilizados únicamente para financiar el combate de la pandemia de la COVID-19. Una vez que la pandemia global haya sido superada, todo el financiamiento proveniente de esta línea de crédito de emergencia debería ser repagada por el país.
En muchos países la legislación nacional que regula los contratos incorpora doctrinas que permiten la suspensión de la ejecución del contrato por causas fuerza mayor o hecho fortuito. Por su parte, el derecho público internacional reconoce la llamada “doctrina de necesidad”, a la cual podrán acogerse los estados soberanos para enfrentar tales circunstancias excepcionales, aun asumiendo el costo de interrumpir la ejecución normal de sus obligaciones adquiridas contractualmente o por la adhesión a un tratado.
La COVID-19 cumple con todos estos criterios. Los países fuertemente afectados por esta pandemia necesitarán dedicar todos sus recursos financieros disponibles para combatirla. Y deberán obtener tales fondos de diversas fuentes—reasignando gastos previamente presupuestados para otros propósitos, obteniendo préstamos o donaciones de instituciones oficiales y reasignando los fondos presupuestados para el servicio de la deuda.
No se consideraría que aquellos países que realicen tales ajustes estuviesen actuando de forma discrecional u opcional, en el sentido más estricto de la palabra, sino que más bien actuarían por causa de necesidad. Todo el mundo, y particularmente los países del G20, deberían reconocer este hecho públicamente dentro del contexto de recomendar una suspensión temporal en los pagos del servicio de la deuda comercial y bilateral.
Algunos se preocuparán por los efectos devastadores que una moratoria podría tener sobre los mercados de deuda soberana. Sin embargo, tales preocupaciones deberían verse disipadas al admitir que la pandemia de la COVID-19 es un evento que sucede una vez en la vida, el cual está ocasionando la más profunda recesión global desde la época de la Gran Depresión, un confinamiento global más estricto que el que hubo durante la Segunda Guerra Mundial y unas políticas monetarias y fiscales sin precedentes en todos las economías avanzadas. La pandemia ha causado por primera vez en época de paz el aplazamiento de los Juegos Olímpicos de verano, los cuales habían sido programados para los próximos meses de julio y agosto.
Si el Comité olímpico Internacional y Japón fueron capaces de postergar los Juegos de 2020, con toda seguridad los países del G20 podrán organizar una suspensión de los pagos del servicio de la deuda por parte de los acreedores privados a fin de mantener viva la economía hasta que lleguen tiempos mejores.
Patrick Bolton is Professor of Economics at Imperial College London. Lee Buchheit is Honorary Professor of Law at the University of Edinburgh. Beatrice Weder di Mauro is Professor of Economics at the Graduate Institute, Geneva. Pierre-Olivier Gourinchas is Professor of Economics at the University of California, Berkeley and a visiting professor at Princeton University. Mitu Gulati is Professor of Law at Duke University. Chang-Tai Hsieh is Professor of Economics at the University of Chicago Booth School of Business. Ugo Panizza is Professor of Economics and Chair of Finance at the Graduate Institute, Geneva. Traducción por Marta C. Luchsinger, LL.M Harvard Law