¿Necesita Egipto un faraón?

Mientras la revolución de Egipto pende en la balanza, ¿qué factores son los que con más probabilidad determinarán su desenlace? Aunque todos los ojos parecen puestos en el ejército, para ver cómo se pronunciará, se pasan por alto otras cuestiones decisivas.

Naturalmente, lo que haga el ejército es enormemente importante. Las divisiones en un régimen autoritario apoyado por el ejército pueden crear desconexiones entre los intereses temporales del pequeño grupo más próximo al “ejército como gobierno” y el interés a largo plazo del “ejército como institución”, que debe ser una parte respetada del Estado y la nación.

La temprana declaración del ejército egipcio, al principio de las protestas, de que sus soldados no dispararían contra quienes protestaban contra Mubarak fue una clásica actitud de “ejército como institución” y útil en sí misma para una transición democrática. En cambio, la decisión del ejército de permitir a los leales a Mubarak –algunos a lomo de camellos o caballos– cargar en la plaza Tahrir de El Cairo y atacar a miles de manifestantes antigubernamentales fue una clásica actitud de “gobierno militar”.

En este momento, lo más probable es que una transición democrática requerirá que el ejército desempeñe un papel más activo para proteger a quienes protestan. Lo que está claro es que el interés del “ejército como institución” depende de su capacidad para establecer una separación mayor respecto del régimen.

También es una ayuda para las transiciones políticas que cada vez más ciudadanos lleguen a sentir que las protestas y la transición resultante son “suyas”. A ese respecto, el hecho de que la exigencia de dimisión inmediata de Mubarak partiera de la plaza Tarhir de El Cairo y no del gobierno o de Obama es positivo.

Muchos de los grupos de oposición, que representan un amplio espectro de opinión –incluidos un partido liberal tradicional, la Hermandad Musulmana Islamista y los activistas de Facebook del Movimiento Juvenil del 6 de abril– han indicado que podrían apoyar a un gobierno provisional, posiblemente encabezado por el premio Nobel de la Paz Mohammed El Baradei.

Pero, para elegir a un dirigente, dichos grupos deben coligarse y formar una fuerza coherente. Los grandes movimientos de protesta de la sociedad civil –como, por ejemplo, los habidos en Egipto y en Túnez– pueden derribar una dictadura, pero una democracia auténtica necesita partidos, negociaciones, normas electorales y un acuerdo sobre cambios constitucionales. En la mayoría de las transiciones logradas, el primer paso hacia la forja de la unidad necesaria para crear un gobierno provisional se da cuando los diversos grupos empiezan a reunirse con más frecuencia, a formular estrategias comunes y a hacer públicas declaraciones colectivas.

Independientemente de quién lo dirija, hay varias cosas que un gobierno provisional no debe hacer. A juzgar por las transiciones que hemos estudiado, existen las mayores posibilidades de un desenlace democrático, si el gobierno provisional no sucumbe a la tentación de prorrogar su mandato o redactar una nueva constitución por sí solo. La tarea fundamental del gobierno provisional debe ser la de organizar elecciones libres y justas, tras haber hecho sólo los cambios constitucionales necesarios para celebrarlas. Es mejor dejar que la redacción de una nueva constitución corra a cargo del Parlamento elegido por votación popular.

La mayoría de los activistas y comentaristas se preguntan ahora quién será o debería ser el próximo Presidente, pero, ¿por qué dar por sentado que se establecerá un sistema político presidencial, encabezado por un ejecutivo potente y unitario? De los ocho países poscomunistas que ahora son miembros de la Unión Europea, ni uno eligió semejante sistema. Todos ellos establecieron alguna forma de sistema parlamentario, en el que el Gobierno debe rendir cuentas directamente ante el Parlamento y los poderes del Presidente están limitados (y en muchos casos son en gran medida ceremoniales).

Fue una decisión acertada. En un momento de gran incertidumbre y sin la existencia de partidos democráticos experimentados o dirigentes ampliamente aceptados, unas elecciones presidenciales constituyen un gran peligro.

Elegir a un presidente es comprometerse con una persona, generalmente durante al menos cuatro años, pero no hay la menor certeza de que una persona elegida hoy en Egipto vaya a contar con el mismo apoyo dentro de un año siquiera. Por ejemplo, si hay muchos candidatos en una primera ronda de una elección presidencial, resulta concebible que ninguno de los dos que pasen a la segunda vuelta haya obtenido más del 20 por ciento de los votos en la primera. Así, pues, el vencedor cargaría con todo el peso de la dirección y sólo con el apoyo de una pequeña minoría del electorado.

También es posible que un nuevo presidente resulte ser incompetente o esté en una posición minoritaria permanente y no pueda aprobar la legislación. Así, muchas nuevas democracias caen rápidamente en el “superpresidencialismo” con características plebiscitarias.

Afortunadamente, los activistas y los teóricos democráticos egipcios y tunecinos están debatiendo activamente la opción parlamentaria. En ese caso, de las primeras elecciones libres y justas de Egipto resultaría una asamblea constituyente que brindara inmediatamente una base democrática para el gobierno y también para el proceso de modificación o reformulación de la constitución.

En ese momento, la asamblea constituyente y el gobierno podrían decidir si pasaban a una forma presidencial de gobierno o establecían un sistema parlamentario con carácter permanente. Con un sistema parlamentario, los futuros gobiernos democráticos de los dos países disfrutarían de una flexibilidad muy valiosa, por dos razones importantes.

En primer lugar, a diferencia del presidencialismo, un sistema parlamentario puede propiciar coaliciones de gobierno multipartidarias. En segundo lugar, a diferencia de un presidente, quien, por incompetente o impopular que sea, permanece en el poder durante un mandado fijo, el jefe de gobierno en una sistema parlamentario puede ser desalojado del poder en cualquier momento mediante una moción de censura, con lo que se abrirá el paso a un gobierno nuevo respaldado por una mayoría o, de no ser así, nuevas elecciones.

Algunos nacionalistas democráticos de Egipto abogan por el parlamentarismo con un importante nuevo argumento: a los Estados Unidos les resultaría más difícil dominar a un gobierno de coalición combativo, pluralista y probablemente multipartidario que a un “superpresidente” solitario, como Mubarak.

A los tunecinos que abogan por el parlamentarismo les gusta ese argumento, pero también subrayan que un sistema parlamentario abordaría la enorme tarea de crear partidos políticos democráticos y eficaces mejor que el presidencialismo. La de un sistema parlamentario y no un presidente y faraón a un tiempo parece la mejor vía para los dos países.

Por Alfred Stepan y Juan J. Linz, autores de Problems of Democratic Transition and Consolidation (“Problemas de la transición y la consolidación democráticas”). Su nuevo libro (junto con Yogendra Yadav) es Crafting State Nations (“La creación de Estados-nación”). Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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