Necesitamos más fotoperiodismo y menos selfis

Un trabajador sanitario lleva un ataúd a un estacionamiento en Barcelona que se usó para albergar a víctimas de la COVID-19. Credit Samuel Aranda para The New York Times
Un trabajador sanitario lleva un ataúd a un estacionamiento en Barcelona que se usó para albergar a víctimas de la COVID-19. Credit Samuel Aranda para The New York Times

Una familia se acercó al borde de un acantilado de la costa genovesa para tomar una fotografía de la puesta del sol, pero ninguna parecía agradarles o ser lo suficientemente instagrameable. Mientras el papá se agachaba buscando un mejor ángulo, la madre estiró los brazos y asomó a su bebé por el precipicio. “¿Qué tal ahora?”. Durante unos segundos, los presentes aguantamos la respiración. La probabilidad de que el niño se resbalara de las manos de su madre era ciertamente remota, pero existía. Y si podía ocurrir, ¿merecía la pena tomar el riesgo por una foto?

Volví a recordar la escena, de verano de 2019, al leer la noticia de que Instagram cumplía esta semana diez años. Más de mil millones de personas utilizan la red social y, aunque no todos asomamos bebés por acantilados en busca de un like, nuestro deseo natural por gustar a los demás, multiplicado por cientos de millones de personas, ha convertido lo que empezó como una distracción en una gran distorsión.

El mundo podría estar viviendo una gran pandemia con miles de muertos, con sus economías arruinadas, y nadie lo diría viendo Instagram.

En España, las imágenes de diversión, playas, vacaciones y entretenimiento acompañaron el final del primer confinamiento de junio y dieron una falsa sensación de que todo había terminado. “La nueva normalidad” declarada prematuramente por el gobierno lo parecía de verdad, mientras las llamadas de médicos y científicos a la precaución eran desatendidas. Hoy, en medio de una segunda ola que vuelve a situarnos como uno de los principales focos de contagios del mundo, Instagram sigue mostrándonos un mundo paralelo. Y aunque tiene su lado bueno —necesitamos una ventana por la que mirar a otro lado—, el riesgo es que la ficción se haga tan real que nos encierre en una burbuja y limite nuestra capacidad de respuesta ante lo que será una larga batalla.

El exreportero de guerra y novelista español Arturo Pérez-Reverte atribuía en agosto el descontrol de la segunda ola en España a que los ciudadanos no vimos suficientes muertos y, autoengañados, acabamos protestando porque “no nos dejan bailar en las discotecas”. Mientras Instagram hacía su magia, atrapándonos en su mundo virtualmente ideal, los pocos medios españoles que publicaron duras imágenes de la pandemia fueron criticados por colegas, políticos y, de manera más previsible, hordas de indignados usuarios de redes sociales. Su mensaje parecía ser: “No estropee con la realidad el bello universo donde los muertos son solo un número”.

La publicación de féretros o pacientes de hospital ha sido considerada una herejía periodística en España.

Nada nuevo: quienes ejercemos el periodismo desde antes de la aparición de las redes sociales venimos detectando una creciente intolerancia a la exposición de las fealdades del mundo. Como si, al taparnos los ojos, la parte trágica de la vida dejara de estar ahí. La experiencia muestra que sucede lo contrario: el engaño solo aumenta la indiferencia hacia quienes la sufren.

La mayoría de los medios españoles siguen siendo reticentes a contrarrestar las falsas percepciones de normalidad con una información cruda y más cercana al momento. Por eso, el fotoperiodismo nunca ha sido tan importante como ahora, cuando compite con la realidad ficticia que millones de fotógrafos amateurs muestran cada día en sus redes sociales, la utilización de esas herramientas digitales para manipular la verdad por parte de los poderes y la dificultad de captar la atención de una audiencia que recibe una cantidad de información imposible de procesar.

En España miles de personas siguen contagiándose cada día y cientos mueren todas las semanas en una pandemia que no terminamos de controlar. Los que se van lo hacen en la trastienda de una avalancha diarias de datos y broncas políticas que ocupan gran parte de la atención. El lado más humano de la tragedia, salvo excepciones, sigue marginado.

La contradicción es que ese vacío ha coincidido con la mejor generación de reporteros gráficos que ha tenido España, un grupo de periodistas que ante la precariedad profesional en los medios españoles han llevado su trabajo a los grandes diarios del mundo, reciben los premios de mayor prestigio internacional y tienen a sus espaldas la experiencia de haber cubierto los grandes conflictos de nuestros días. Su talento para transmitir el drama humano, sin embargo, se ha visto obstaculizado en su propio país por el empeño de autoridades en restringir a los medios el acceso a hospitales, morgues o residencias de ancianos, donde más de 20.000 personas han muerto en soledad.

Manu Brabo, ganador de un Pulitzer en 2013, es uno de los fotoperiodistas que han padecido los intentos de invisibilizar uno de los grandes acontecimientos de nuestra época. “Hemos vivido una emergencia sanitaria con colapso de hospitales y no hay ni una imagen que muestre eso. Se ha usado el derecho a la intimidad de pacientes y doctores para bloquear el acceso a los fotoperiodistas”, me dijo.

Brabo y otros siete fotógrafos españoles crearon el proyecto Covid Photo Diaries en un intento de generar “un discurso independiente de medios e instituciones, plural, descentralizado y con alta calidad”. Sanitarios, inmigrantes, pacientes, ciudadanos y víctimas protagonizan un trabajo que empezó mostrándose en Instagram, donde sus imágenes de la pandemia compiten en atención con la superficialidad y la vanidad que dominan la red comprada por Facebook en 2012.

Covid Photo Diaries ha sido una de las excepciones en una cobertura mediática abrumadora por su cantidad y asépticamente parca en su representación de la realidad. Es un acercamiento que ignora el poder de las imágenes no solo para sacarnos de la indiferencia, sino para combatir nuestra tendencia a la desmemoria. La fotografía tomada por Nick Ut de una niña de nueve años corriendo con la piel quemada por el napalm ayudó a la sociedad estadounidense a comprender el dolor detrás de la guerra del Vietnam; James Nachtwey acercó la hambruna africana al mundo con su cobertura de Somalia, y la escena de un padre y su hija ahogados en el río Bravo, captada por Julia Le Duc, nos recordó el año pasado el precio que pagan miles de refugiados por soñar con una vida mejor al otro lado de la frontera.

En España las mismas autoridades que se quejan de que la población no está concienciada de los peligros del coronavirus impiden a los fotógrafos hacerlo con su trabajo, poniendo un rostro a la tragedia para que nos identifiquemos más con ella. El esfuerzo de los sanitarios en primera línea, la soledad de los pacientes agonizantes, el dolor ante la pérdida de seres queridos o los efectos de no seguir las indicaciones sanitarias son esenciales para ofrecer un retrato completo de lo que estamos viviendo. Las restricciones, pues, deben levantarse y los periodistas trabajar con libertad dentro de unas normas básicas de seguridad sanitaria y respeto a las víctimas.

Nada hay de malo en que Instagram siga mostrándonos bonitas puestas de sol, a veces tomadas desde la imprudencia de un precipicio, pero necesitamos fotógrafos que nos abran los ojos antes los riesgos de la caída y las consecuencias de repetir errores pasados.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

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