Necesitamos un 4 de agosto

Suena un teléfono de madrugada. Ha habido un terrible accidente con múltiples víctimas mortales. El ministro debe desplazarse cientos de kilómetros para comparecer en el lugar del siniestro. ¿Para qué? Para demostrar que existe el Estado. Enseguida lo banal se mezcla con lo trágico, las fantasías del poder con la fuerza implacable del destino. Así comienza L’Exercice de l’Etat, la ya comentada película de Pierre Schöller que muestra toda la dureza de la política cuando en ella se cruza lo imprevisible.

Las circunstancias han sido esta vez algo distintas –no era un autobús sino un tren, no ocurrió de noche sino con la última luz del día– y el número de muertos ha sido muchísimo mayor. Pero la inmediata presencia de Núñez Feijóo y la presurosa llegada de Ana Pastor junto a los vagones descoyuntados de la vía fueron elementos de civilización en medio de la catástrofe. Lo mismo ocurrió al día siguiente con las visitas del Rey y Rajoy. No servían para mitigar ni el dolor ni la conmoción de nadie, pero sí para transmitir el mensaje de que formamos parte de una sociedad constituida políticamente. Y de que las personas que nos representan están ahí, a las duras y a las maduras, dando la cara en medio de una inmensa desgracia igual que felicitando o abrazando a nuestros campeones en nombre de todos.

Pocas horas antes habíamos visto el rostro descompuesto de Munar, juguete roto. La otrora princesa de Mallorca que pasaba a diario por la peluquería como si fuera parte del desayuno y se cubría de ropa, joyas y complementos –alegando, como Evita Perón, que así complacía a sus descamisados de la Part Forana–, ingresaba en prisión zarandeada por los vituperios y apaleada por la ignominia.

Sí, es verdad que sus desafiantes palabras de aquel día en mi casa, a la hora del café, en la terraza sobre el mar –«No me vais a pillar y si me pilláis no importa porque aquí, en esta isla, eso de la corrupción no le interesa a nadie…»– parecían colgar aún de sus labios como un rictus macabro. Y que todavía no se ha descubierto dónde está lo mucho que ha robado. Pero en un momento así es imposible no sentir lástima por el ser humano víctima de su propia ambición y codicia. Ahora que gran parte de nuestras denuncias son ya hechos probados la única cárcel en la que en realidad yo deseo que se pudra es la cárcel de papel de las hemerotecas.

Política digna, política indigna. ¿Cuál es el verdadero rostro de nuestra clase dirigente? ¿El de la abnegada, íntegra, juiciosa y leal ministra de Fomento o el de María Antònia la ladrona, cosida a puñaladas por la traición de sus propios sicarios en la trama de la impostura nacionalista que montaron para enriquecerse? El denominador común no está en ninguno de esos dos extremos pero todos los sondeos y apreciaciones indican que la vox populi bascula rotundamente hacia el polo negativo y que el descrédito de los políticos está tan extendido que ni siquiera deja margen de amparo a quienes como Ana Pastor han actuado siempre de forma intachable.

Generalizando, ser político es hoy en España lo peor de lo peor. Lejos quedan ya los días de vino y rosas de la Transición cuando «the best and the brightest» dejaron por unos años sus cátedras, despachos y consultas para entregarse al servicio público. Los primeros «abrazafarolas», «lametraserillos» y «chupópteros» detectados por el intuitivo José María García se han multiplicado exponencialmente hasta convertirse, al cabo de 30 años de prácticas viciadas, en las «élites extractivas» del profesor César Molinas. Basta pasar por el tormento intelectual de escuchar 10 minutos seguidos a los intercambiables Óscar López y Carlos Floriano –o no digamos a sus patéticos clones autonómicos– para darse cuenta de que la lengua de trapo de la partitocracia que todo lo justifica es ya un apéndice fósil con sonido de badajo de campana tocando a muerto. Sus comparecencias postizas, su maniqueísmo de carril, su zafio atrincheramiento en la falacia se han convertido en el insufrible tolón, tolón del que todo hijo de vecino trata de salir huyendo.

Y sin embargo los necesitamos. Porque sin políticos no hay política y sin política no hay democracia. La regeneración de nuestra vida pública pasa por la rehabilitación de nuestros políticos de uno en uno y como clase. ¿Pero cómo hacerlo? La combinación de la crisis económica con escándalos de la envergadura de los ERE, el caso Bárcenas o el caso Palau y demás andanzas del clan Pujol ha bloqueado la vía reformista. Rajoy ha incumplido la promesa electoral clave de despolitizar la justicia con nocturnidad, premeditación y alevosía. Ni el cambio de la obsoleta ley electoral ni la democracia interna están en la agenda de los dos grandes partidos. Y la Ley de Transparencia es una broma de mal gusto cuando resulta que se destruyen los libros de entrada de la sede de Génova y ni siquiera se obliga a los registros de la propiedad a revelar el valor escriturado de los bienes declarados por los diputados. Tomaduras de pelo así no llevan ya a ningún sitio.

El único camino posible es la catarsis, la «purificación ritual de personas o cosas afectadas por alguna impureza» que dice el diccionario. Como hecho esencialmente teatral, toda catarsis tiene un momento de ignición que va seguido de una sacudida eléctrica y de sus correspondientes ondas expansivas. Puede ser de carácter violento como la pedrada en la ventana de un cristal emblemático que desencadena asaltos, saqueos y pillajes o completamente pacífico como la determinación de esa buena mujer de no levantarse del asiento del autobús reservado para blancos que da lugar al boicot durante meses del sistema de transporte público. Puede surgir de la base de la sociedad como en la Primavera Árabe o de la cúpula de una institución como en el caso de la revolucionaria renuncia de Benedicto XVI al papado dando paso al fenómeno Bergoglio.

El mejor ejemplo de catarsis protagonizado por una clase dirigente tuvo lugar durante la noche del 4 de agosto de 1789 en el salón de los Pequeños Placeres del Palacio de Versalles, habilitado como sede de la Asamblea Constituyente. En plena avalancha de noticias sobre las protestas y levantamientos armados que siguieron en toda Francia a la toma de la Bastilla, el vizconde de Noailles, cuñado de La Fayette, subió a la tribuna para alegar que «la efervescencia de las provincias» no se detendría sin actuar sobre sus causas. Entonces, ante el estupor inicial de la gran mayoría de los diputados, propuso la abolición de los privilegios y derechos señoriales de la aristocracia y el alto clero.

Inmediatamente le sucedió en el uso de la palabra el duque de Aiguillon que era el hombre más rico de Francia después del Rey. Su argumento fue que «el primer y más sagrado deber de la Asamblea Nacional» era «supeditar los intereses personales al interés general», sumándose así a la propuesta de su amigo y colega. Le Guen de Kerengal, adinerando comerciante bretón, clamó entonces: «¡Decidle al pueblo que reconocéis la injusticia de estos derechos adquiridos en tiempos de ignorancia y tinieblas! ¡No perdáis ni un momento más!».

Entre gritos de asentimiento y en medio de lo que el Monitor describió al día siguiente como «una fiebre de generosidad» fruto de «la embriaguez de la palabra», condes y vizcondes, duques y barones, obispos y arzobispos comenzaron a renunciar unilateralmente a sus tasas, fueros, diezmos, jurisdicciones, pernadas, derechos sobre molinos y bosques y demás privilegios ancestrales. Enseguida fueron algunas provincias y regiones las que se sumaron a la riada, abdicando de sus regímenes fiscales especiales. Como ha escrito George Soria, «en seis horas de reloj se produjo el milagro y el edificio jurídico del viejo régimen fue destruido por la Asamblea Nacional». Sólo el haraquiri de las Cortes franquistas reprodujo en España algo remotamente parecido.

Ayer tuve un sueño e imaginé que la comparecencia del jueves de Rajoy desencadenaba otra vez ese fenómeno. Que en lugar de prestarse a fomentar nuevos homenajes como el ofrecido a Cospedal –tal vez era para celebrar el ingreso de los 200.000 – en un edificio muy visitado por Bárcenas, que en lugar de seguir estimulando vilezas periodísticas de la peor impronta, que en lugar de continuar encastillado en un negacionismo contrario a toda evidencia y por ende inverosímil, el presidente del Gobierno reconocía la verdad. Es decir, admitía que en su partido se han recibido donaciones ilegales en dinero negro a lo largo de los años y que eso ha servido para engrosar los gastos electorales y en menor medida para resolver problemas personales puntuales, repartir gabelas y complementar algunos sueldos.

Y soñé que a continuación pedía perdón y anunciaba que todos los dirigentes, afectados por activa o por pasiva, receptores de dinero o meros consentidores, habían decidido entregar a Cáritas el duplo de la cantidad equivalente actualizada; y que también anunciaba la convocatoria de un Congreso Extraordinario del PP en septiembre en el que tanto él como el resto de la dirección pondrían expresamente su cargo a disposición de las bases; y en el que además propondría reformas tales como una limitación drástica de los gastos del partido, la incompatibilidad absoluta de todo sueldo público con cualquier otra percepción, la desaparición del aforamiento de diputados y senadores, el final de las listas cerradas y bloqueadas, la elección de los principales cargos y candidatos mediante primarias con sólo 1.000 avales de requisito a nivel nacional y sólo 100 a nivel regional…

Y soñé que, casi sin dejarle terminar de hablar, los líderes del PSOE y CiU reprobaban sus anteriores falacias, celebraban su sinceridad sobrevenida, reconocían que en sus propios partidos habían sucedido cosas muy parecidas, se sumaban a sus propuestas y aportaban otras similares. Y que a lo largo del viernes y sábado se producía un alud de comparecencias de presidentes y líderes autonómicos anunciando la eliminación de televisiones públicas, defensores del pueblo, consejos consultivos y demás órganos superfluos detectados por la «reforma Soraya». Y que al día siguiente por la mañana los senadores populares y socialistas anunciaban la renuncia a sus sueldos mientras no haya una reforma de la segunda cámara que le otorgue una utilidad real. Y que por la tarde comparecían los líderes de la Federación Española de Municipios para comprometerse a promover la fusión de todos los ayuntamientos con menos de 1.000 habitantes para ahorrar gastos al ciudadano.

Una vez que esta semana han terminado de descarrilar las últimas fantasías asociadas a la marca España en una curva que nunca debió estar en el trazado de una línea como esa, ¿hay alguna posibilidad de que este nuevo sueño regenerador se haga realidad? ¿Podemos esperar que, por mínimo que sea el riesgo de que incurran en la «embriaguez de la palabra», entre nuestros políticos brote al menos la «fiebre de la generosidad», o terminará sucediendo todo cuando menos lo esperemos de forma mucho más traumática e incontrolable? ¿Cabe aún un 4 de agosto en España? El domingo lo sabremos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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