Necesitamos un curso introductorio en la universidad

A muchos profesores universitarios nos resulta cada vez más difícil mantener el nivel de exigencia y rigor académico en nuestras clases y exámenes, especialmente en los cursos de primer año. La cosa viene de lejos, pero se ha agudizado con la Covid-19.

En los últimos años, los aprobados se han generalizado en casi todos los niveles educativos previos a la universidad. Además, se han multiplicado las facilidades para pasar la Selectividad.

Por otro lado, se están vaciando de contenidos asignaturas esenciales, si directamente no las hacen desaparecer, como sucede con la filosofía.

La última noticia publicada no puede ser más esperpéntica: “Cataluña suprimirá las notas trimestrales en los colegios y permitirá pasar de curso sin las competencias mínimas”. Si cunde el ejemplo en el resto del país, será devastador.

No es objeto de este artículo analizar las causas que han llevado a esta situación. Tampoco reflexionar sobre el sentido de la educación, ni el papel que juegan en todo esto la tecnología, los padres, el fracaso escolar, el nivel docente, la pandemia, la impartición de clases en idiomas no maternos, el uso del lenguaje inclusivo o la desorientación moral de menospreciar el esfuerzo, el sacrificio, la precisión o la memoria.

Lo que quiero poner en evidencia son las consecuencias de todo ello en el ámbito universitario. Es decir, cómo afecta a la idea misma de universidad. Porque la consecuencia última de permitir la superación de etapas educativas sin que estas cumplan sus objetivos es bastante sencilla: a la universidad llegan alumnos sin estar capacitados para estar en ella. No hay más.

Y ante esto sólo caben dos opciones. Que la universidad renuncie a su condición, es decir, que rebaje su exigencia (como ya está haciendo). O que los alumnos alcancen por otras vías las competencias necesarias para poder aprovecharla.

La educación en el ámbito universitario es un encuentro entre quien ofrece su conocimiento (el profesor) y quien lo recibe (el alumno). En el centro está el saber. Por eso, sin saber no hay universidad. ¿Qué sentido tendrían las universidades si renunciasen a parte del conocimiento que pueden ofrecer? Ninguno.

La existencia de las universidades está hoy en cuestión por varios motivos. Las empresas tecnológicas consideran que ya no son necesarias, y que unos pocos cursos bastan para realizar tareas y funciones en sus sistemas de información. Ciertamente, hay muchos saberes que no precisan de enseñanza universitaria.

Muchos ciudadanos piensan que, con el acceso a la información en internet, no tiene sentido estudiar saberes poco prácticos. Existen multitud de emprendedores y empresarios, famosos de toda condición, hombres y mujeres de éxito y dinero, que no han pasado por ellas y que aun así han triunfado. Muchos estudiantes se sienten defraudados por el nivel de algunos de sus profesores o por los planes de estudios, que ven alejados del mercado. Los Gobiernos, por su parte, no saben bien cuál es su misión.

Sin embargo, todo eso queda superado si entendemos que la universidad no sólo nos habilita para ejercer una profesión, sino que amplía nuestra capacidad reflexiva para comprendernos y comprender el mundo en el que vivimos, haciéndonos así seres cada vez más autónomos, independientes, razonablemente críticos y adultos.

Hay dos vértices sobre los que actuar. La capacidad del docente para enseñar y la capacidad del alumno para aprender. De lo primero hablaremos en otra ocasión, pero en lo segundo hay una cuestión esencial. Si queremos salvar la universidad, necesitamos alumnos que la puedan aprovechar.

Es urgente plantearse la posibilidad de crear un curso introductorio previo como vía para que los alumnos tengan las competencias requeridas. Un curso introductorio destinado a aquellos alumnos que no tengan capacidad de ser universitarios, pero que quieran serlo. Habrá, sin embargo, estudiantes que no lo necesiten (porque, evidentemente, no todos llegan en la misma situación), pero otros sí, dado que el bachiller y la selectividad ya no garantizan las competencias en todos los alumnos que los superan.

¿Quién realizaría las pruebas? Las propias facultades. ¿Y qué saberes y capacidades son esas que deberían comprobarse y que, en caso de no tenerse, trabajarse durante un año? Pues los tres principios más esenciales del saber: saber leer, saber escribir y saber hablar. Nada más. Y ¿qué otras capacidades se precisan para aprovechar la universidad? La capacidad de tomar apuntes, manejar un segundo idioma, hacer preguntas, contextualizar e interesarse por la realidad.

¿Qué significa saber leer? Significa tener criterio para identificar lo importante de lo superfluo en un texto. Significa también saber relacionarlo con otras lecturas o lo explicado en clase. Además, implica tener capacidad para manejar diversas fuentes, no cansarse ante textos largos y extraer de todo ello un conocimiento propio que aglutine lo leído.

¿Qué es saber escribir? Además de hacerlo correctamente (sin faltas y usando una gramática adecuada), que el alumno sepa estructurar sus respuestas, desarrolle ideas de forma clara, que utilice términos con precisión y riqueza de vocabulario.

¿Y qué se precisa para saber hablar? Claridad de conceptos, dominio de la argumentación y manejo de los razonamientos lógicos. El alumno debe también saber improvisar y tener una retórica adecuada.

Y además de esos tres saberes esenciales, ¿qué más se precisa?

Que tome apuntes. Es decir, que sintetice, comprenda mientras escucha, aguante concentrado sin despistarse con la tecnología y aprenda en el propio acto de recibir la información.

Que se maneje en otro idioma de peso en el campo de estudio al que aspira para así ampliar las fuentes de acceso y de referencia, tanto escritas como audiovisuales.

Que sepa preguntar y preguntarse con la finalidad de profundizar más allá de lo que se ofrece en clase. Que tome conciencia de que las buenas preguntas hacen las buenas clases. Que sea exigente consigo mismo y con el profesor.

Que sepa ubicar en el tiempo (en la historia), en el espacio (en la geografía) y en la evolución de las ideas (en la cultura y el pensamiento) aquello que recibe. Porque sin esa base todo le resultará nuevo, extraño, descontextualizado, lejano, ajeno e indescifrable.

Y, por último, que tenga interés por el mundo más allá de sus propias circunstancias, lo que implica leer información en medios de calidad e interesarse por cuestiones que a priori le resultan ajenas o complementarias a lo que va a estudiar en su universidad.

No es poco. Y no es mucho. Es la base para que los cuatro o cinco años siguientes sean verdaderamente de provecho.

Guillermo Gómez-Ferrer Lozano es doctor en Filosofía Moral y Política y profesor en la Universidad Católica de Valencia. Es el autor del libro La inteligencia religiosa.

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