Necesitamos un pacto para salir de la ficción

Desde 2008 Europa está viviendo sobre un presupuesto ilusorio: aquí no ha pasado nada, la crisis financiera es manejable. Esta es una ficción inteligente porque permite al sistema seguir funcionando a la espera de que el viento cambie. Sin embargo, esa espera será en vano.

Los planes de rescate para Grecia e Irlanda aprobados el año pasado son en realidad préstamos para seguir tirando durante 2010, 2011 y 2012, sujetos a condiciones muy duras como reducir drásticamente los sueldos y el gasto público. Los demás europeos y el FMI ofrecieron dinero a esos países a un interés más bajo que el de los mercados, pero ese dinero hay que devolverlo con intereses porque se trata de préstamos al fin y al cabo. Aunque se ha calificado de rescate, Grecia e Irlanda siguen sumidos en el agujero.

El grave problema es qué va a ocurrir después de 2012 con esos países (y los demás que tengan que aceptar planes similares) cuando, después de pasar por la unidad de cuidados intensivos, salgan otra vez a la jungla financiera apenas recuperados y se les exijan de nuevo intereses exorbitantes, lo que les pondría de nuevo en riesgo de quiebra.

El Consejo Europeo del 24 y 25 de marzo prevé prolongar las ayudas a partir de 2013, e introducir medidas de gobernanza del euro para supervisar colectivamente las economías nacionales. Aunque son positivas, estas acciones no atacan el problema de fondo y no serán suficientes para calmar a los mercados. Con las condiciones de austeridad impuestas y en un contexto de crisis global acentuada por la catástrofe en Japón, es muy dudoso que Grecia e Irlanda puedan crecer a un ritmo significativo que les permita pagar sus deudas en un plazo razonable. Por este motivo, es preciso salir de la ficción y explorar soluciones más ambiciosas.

Una primera solución sería, simplemente, que esos países reestructuren su deuda, eufemismo que ha sido superado por el del corte de pelo (haircut, en inglés) también usado en círculos financieros, que no es más que una quita de parte del valor del papel en el mercado. Ahora bien, esta quiebra parcial, que reduce el valor de la deuda existente, afectaría a la confianza sobre el euro y, más concretamente, a muchos bancos de los grandes países de la Unión tenedores de esa deuda, por lo que se resisten con uñas y dientes.

Una segunda opción es dejar salir a Grecia, el caso más problemático, del euro, lo que le permitiría devaluar su moneda nacional para competir en mejores condiciones, recibir turistas y exportar. Pero esta idea, que tiene sus virtudes, también se considera anatema porque puede afectar a la credibilidad de lamoneda única. ¿Quién sería el siguiente en salir?

La opción conservadora, que el próximo Consejo Europeo se dispone a revalidar, es seguir como hasta ahora y además utilizar las futuras perspectivas financieras para compensar a esos países con fondos estructurales, mientras el Banco Central Europeo continúa comprando su deuda, con la esperanza de que esas ayudas les permitan respirar.

Por diversos motivos, estas no son vías adecuadas. La primera es inaceptable, la segunda impracticable, y la tercera no hace más que alargar el blando sueño hasta que abramos los ojos. Necesitamos tomar otra ruta que, a pesar de ser atrevida, sea al mismo tiempo realizable. En vez de seguir prestando dinero a países con problemas, la Unión Europea debería hacerse cargo de parte de sus deudas (y de parte de los activos tóxicos de bancos y cajas de otros países, no solo de España, las cajas alemanas también cuecen habas) con fondos del contribuyente europeo. Esto supone la creación de un fondo diferente del actual, que tendría como único fin la asunción de las deudas públicas y privadas más imposibles y venenosas.

Esta solución costaría unos 110.000 millones de euros, aproximadamente un 1% del PIB total de la Unión Europea, aunque hay estimaciones para todos los gustos. La dificultad sería elegir los casos donde la asunción de deuda es más necesaria. La gran ventaja sería el efecto psicológico inmediato que ejercería sobre el sistema financiero y quizás también sobre la economía.

Esta alternativa carga sobre las espaldas del pobre contribuyente, una vez más, los excesos de algunos bancos irresponsables y de Gobiernos imprudentes ayudados por magos de las finanzas, como Goldman Sachs que asesoró al Gobierno griego para falsear sus cuentas. Sobre todo el contribuyente alemán, que se siente pagano de tales alegrías, se opondría a dicha reducción de deudas con dinero público.

Sin embargo, esta solución es la única que nos permitirá salir del marasmo financiero en que nos encontramos. A fin de cuentas, los contribuyentes de los países ricos estarían ayudando no solo a los países periféricos, sino también a sus propios bancos porque ellos son los acreedores que más expuestos están a créditos dudosos.

Ahora bien, un plan de reducción de deuda debería ir aparejado a una regulación más seria de bancos, bolsas y mercados financieros. Sería como un pacto de nunca jamás en el que los Gobiernos europeos, que representan a los ciudadanos, salvaran a bancos y Estados al borde de la quiebra (beneficiando a todos de paso) pero fijaran al mismo tiempo mecanismos jurídicos vinculantes para hacer inviables los excesos del pasado.

Es cierto que la Unión Europea ha comenzado a introducir una nueva regulación más estricta de las finanzas, pero las medidas son todavía demasiado tímidas. Se han creado instituciones de coordinación que agrupan a los supervisores nacionales, pero sus competencias son muy limitadas. Se ha propuesto introducir una tasa para las transacciones internacionales, prohibir las ventas en corto o limitar los sueldos de los gestores, pero muchos se oponen. La necesidad de una mayor regulación para impedir los abusos sigue tan vigente como justo después de la crisis.

Figuras como Mervyn King, gobernador del Banco de Inglaterra, acaba de denunciar que los bancos hagan prevalecer los beneficios por delante de los clientes.

El sistema financiero europeo sigue tocado. Si queremos evitar la imagen de bancos zombis que se hizo famosa en Japón, tenemos que sanarlos. Para ello la actividad financiera debe regularse, racionalizarse y adelgazar mucho.

No podemos emplear dinero público para apuntalar el sistema y permitir que, después, siga adicto a las malas prácticas. Algunos profesionales de ese volátil planeta financiero, con bastante descaro, se quejan de la sobrerregulación de su sector y apuntan que su industria puede deslocalizarse hacia paraísos fiscales.

Frente a esta desfachatez después de todo lo que ha pasado, la Unión Europea debería seguir siendo la punta de lanza del control financiero en el interior y, en su acción exterior, trabajar para una más exigente regulación en todo el mundo.

Martín Ortega Carcelén, profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense.

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