Una de las consecuencias de la larga e intensa crisis económica que azota Europa tiene que ver con la fuerte erosión institucional que está originando. La desconfianza en las instituciones políticas por parte de los ciudadanos ha aumentado sobre todo en los países donde las economías son más débiles. Los datos de opinión muestran que la satisfacción con la democracia en países como Grecia, Irlanda o Portugal decrece a un ritmo vertiginoso desde 2008. No se cuestiona, por el momento, la democracia como forma de organización política sino el funcionamiento de sus instituciones. Es verdad que desde 2008 hemos presenciado cómo gobiernos elegidos en las urnas eran sustituidos por tecnócratas elegidos en Bruselas o cómo organismos contra-mayoritarios, como el Banco Central Europeo, buscaban influir en las políticas macroeconómicas de algunos países. Pero también es cierto que allí donde los gobiernos no convencieron a los ciudadanos en la gestión de la crisis, los mecanismos de rendición de cuentas funcionaron y dichos gobiernos fueron sustituidos por otros de distinto color. El voto ha seguido siendo, por tanto, un arma poderosa en manos de los ciudadanos.
En España, el estallido de la crisis ha puesto de manifiesto la ineficacia de algunas instituciones políticas. Los partidos, percibidos recurrentemente por la sociedad como uno de los principales problemas del país, han dejado de ser canales efectivos que transforman demandas ciudadanas en iniciativas políticas. La proximidad de los ciudadanos con sus representantes políticos nunca ha sido especialmente alta en nuestro país, pero desde 2008 esa distancia ha crecido. Según los datos de la encuesta de expertos del Informe de la Democracia 2012 (Fundación Alternativas), la accesibilidad a los representantes políticos es evaluada como muy deficiente (3) en una escala que oscila entre cero y diez. En una situación de tanta frustración ciudadana, es lógico que aparezcan debates sobre qué instituciones deberían ser modificadas para intentar mejorar el funcionamiento de nuestra democracia. Sin duda, la reforma del sistema electoral ocupa en estos debates un lugar privilegiado.
Existen quejas fundamentadas para cambiar las actuales reglas electorales. En primer lugar, el fuerte sesgo mayoritario que provoca el tamaño de las circunscripciones castiga a partidos minoritarios de implantación nacional. Por este motivo, no sorprende que tanto UPyD como IU dediquen mucho esfuerzo a exigir un cambio de reglas electorales. En segundo lugar, si se miran los resultados de todas las elecciones, se observa que las mayorías absolutas de gobiernos socialistas siempre cuestan más votos que las mayorías absolutas de los gobiernos conservadores. Este sesgo conservador es paradójico si se contrapone con el hecho de que los ciudadanos se ubican ligeramente en la izquierda, según los datos del CIS.
En mi opinión, no obstante, estas quejas no son superiores a los efectos positivos que ha producido el sistema electoral desde 1977. En primer lugar, la competición partidista se ha articulado en torno a dos grandes partidos que ha dado estabilidad parlamentaria a los distintos gobiernos. En segundo lugar, el hecho de tener dos grandes partidos ha permitido tener gobiernos fuertes que han podido poner en marcha no sólo importantes reformas estructurales sino ejecutar los programas electorales por los que fueron elegidos. En tercer lugar, el sistema electoral ha sido ecuánime con las minorías nacionalistas y regionalistas y estas han tenido en el Congreso una voz efectiva en el proceso de toma de decisiones. Finalmente, y más importante, el sistema electoral ha facilitado la alternancia en el poder. Que los gobiernos cambien de signo es la manifestación más esencial de la democracia como mecanismo que resuelve conflictos. La relativa facilidad con la que hemos puesto o quitado gobiernos desde el inicio de la democracia se explica, precisamente, por el sesgo mayoritario del sistema electoral. Como analiza de forma magistral José María Maravall en su libro Las promesas políticas (2013, Galaxia Gutemberg), los sistemas proporcionales se asocian con mayores niveles de redistribución al facilitar estas reglas gobiernos de izquierdas. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en sistemas mayoritarios, la capacidad de los sistemas proporcionales para dar lugar gobiernos de coalición también implica una mayor confusión con respecto a quién hacer culpable por una mala gestión. ¿Por qué cambiar pues nuestro sistema electoral hacia uno más proporcional? Si, como decía Engel, los votos son piedras de papel que sirven para derrocar a los malos gobiernos y premiar a los buenos, entonces toda energía reformista debería apuntar hacia un sistema electoral que reforzara, precisamente, su naturaleza mayoritaria. Pero una parte importante y movilizada de la ciudadanía no parece ir en esa dirección.
Pese a todo, sí hay elementos del sistema electoral que deberían ser modificados. En concreto, el sistema de listas cerradas y bloqueadas. Permitir a los votantes elegir al candidato que mejor refleje sus preferencias significa acercar la política a los ciudadanos. Los mecanismos de control a los políticos mejoran cuando los votantes fiscalizan con su voto no sólo la actuación de un partido sino también la de su representante. Es verdad que el debate sobre las virtudes de las listas abiertas o cerradas no es concluyente. La literatura académica está llena de evidencia empírica mixta. Pero democracias avanzadas que tanto admiramos como Dinamarca o Finlandia tienen modelos de listas abiertas que ayudan a comprender tanto su bajo nivel de corrupción como las mayores tasas de aprobación ciudadana a sus políticos. Si buscamos acercar la política al ciudadano y tener representantes más responsables quizá estos ejemplos nos puedan ser útiles.
Rubén Ruiz-Rufino, ‘lecturer’ de Política Internacional en el King’s College de Londres y colaborador de la Fundación Alternativas.