Negociación, derrota o colapso

Las guerras acaban con una negociación. Es un mantra que se oye mucho últimamente. No es completamente cierto. Algunas acaban con el aplastamiento y colapso del enemigo: las condiciones de paz las dicta entonces el contendiente vencedor, que persigue a los dirigentes del combatiente derrotado, y si puede los castiga. No hay que rebanarse mucho los sesos ni ir muy lejos para encontrar ejemplos.

Pero no deja de ser cierto que algunas guerras acaban cuando los dos contendientes se sientan a negociar. Algunos piensan que esto sucede cuando triunfan los esfuerzos diplomáticos encaminados a lograr que los bandos escuchen ofertas y se muestren abiertos a arreglos mutuamente satisfactorios. Los conflictos son, desde este punto de vista, fundamentalmente vistos como problemas de comunicación. Superada la reticencia a hablar, la solución emerge. La realidad suele ser un poco más cruda. Los bandos se sientan a negociar cuando, tras costosos enfrentamientos, no encuentran más razones para seguir luchando: los beneficios esperados son bajos y la probabilidad de alcanzarlos se difumina.

Si se quiere la paz, hay que arrastrar a Rusia a ese escenario, y hacerlo rápido. Rusia sigue teniendo bajo control una porción mayor de territorio ucranio que el que controlaba antes de la guerra, pero su horizonte militar es incierto si el apoyo militar, logístico y humanitario a Ucrania es consistente. Y en este capítulo las noticias son halagüeñas. Despejadas bastantes incertidumbres respecto a la dependencia energética y el horizonte económico, la unidad de la coalición internacional de apoyo a Ucrania parece cada vez más robusta y el compromiso irrevocable. En semejante contexto, si el ejército ucranio logra infligir nuevas derrotas a su rival en el campo de batalla estaremos a las puertas de una correlación de fuerzas similar a la que existía antes de la invasión del 24 de febrero de 2022.

Los ucranios aspiran a más, como no puede ser de otra manera, y parece inconcebible a estas alturas que acepten una propuesta de paz por territorios. La soberanía y la integridad territorial son principios sacrosantos del orden internacional que Ucrania tiene todo el derecho a reclamar y a los que difícilmente va a renunciar, salvo en el inimaginable escenario en que fuera abandonada a su suerte. Europa no puede permitírselo. Perdería inmediatamente todo su pedigrí en el concierto internacional, lo que deslegitimaría su compromiso con la defensa de principios universales, la protección de los derechos humanos y la dignidad de los débiles. El golpe para la reputación de Europa tendría graves implicaciones. La pérdida de confianza de terceros países dañaría severamente la cooperación multilateral abanderada por Europa en asuntos clave para el mundo, como la lucha contra la crisis climática y sus consecuencias o la gestión de las pandemias.

Con apoyo internacional, es difícil vislumbrar un escenario aceptable para Ucrania que no representara una derrota de Rusia a ojos de su opinión pública (incluso aunque ello no signifique la consecución de sus objetivos maximalistas). Volodímir Zelenski sería difícilmente perdonado si se sienta a negociar sin haber expulsado a las tropas rusas del territorio anexionado después de la invasión de febrero de 2022. Por todos estos motivos, la mejor esperanza para la paz, quizás la única, es un rápido avance militar ucranio en los próximos meses.

¿Puede aceptar Vladímir Putin lo que a ojos de la opinión pública externa parece una derrota? Como señala, Tymothy Snyder, en un régimen como el de Putin es posible alejar el foco de la situación de Ucrania y desviar la atención hacia otras cuestiones. El control absoluto que ejerce el régimen sobre la transmisión de información permite llegar a situaciones que en una democracia tendrían un alto coste para el Gobierno. Como nos advirtió George Orwell, en un Estado totalitario —y buena parte de los estudiosos del régimen ruso coinciden que avanza con gran rapidez hacia el totalitarismo— es perfectamente posible que Euroasia esté en guerra con Asia Oriental hoy, y mañana ambos pasen a ser aliados en un enfrentamiento con Oceanía, sin que nadie levante una pestaña.

No son pocas las guerras en que ejércitos mucho más poderosos han salido derrotados frente a enemigos más débiles. Conflictos en Argelia, Vietnam, Líbano o Afganistán nos ofrecen ejemplos ilustrativos de potencias mundiales obligadas a retroceder a pesar de su superioridad militar. Hablamos de democracias que tuvieron que admitir su incapacidad de mantener el control de países en que pretendían detentar el monopolio de la fuerza o asistir a Gobiernos tutelados. Sus “derrotas” desgastaron a sus Gobiernos, pero fueron asumidas como inevitables, y metabolizadas.

Si lo pudieron hacer democracias sometidas al escrutinio de la opinión pública, no hay grandes razones para pensar que los Gobiernos autocráticos no puedan metabolizar derrotas sin mayores consecuencias. Los autócratas que han sobrevivido a derrotas militares son numerosos y significativos. Nasser se sobrepuso a la derrota frente a Israel en 1967. Sadam Hussein no fue derrocado tras la derrota frente a Estados Unidos tras invadir Kuwait en 1991. Estados Unidos solo logro desalojarlo del poder 12 años después, tras una invasión a gran escala. Sin ir muy lejos, el régimen de Franco abandonó Ifni, tras años de hostigamiento marroquí, sin que la opinión pública en la metrópoli se hiciera apenas eco de la pérdida de una provincia española, en lo que algunos llamaron la “guerra oculta” de Franco.

La historia contemporánea de Rusia también ofrece ejemplos de autócratas que retuvieron el poder después de experimentar severas derrotas militares. El zar Nicolás II sufrió una terrible debacle contra Japón en 1905, Stalin fue severamente derrotado en la guerra con Finlandia en 1939, Yeltsin fracasó en la primera guerra de Chechenia en 1996 y a pesar de ello fue reelegido, y Mijaíl Gorbachov retiró tropas de Afganistán en 1988, sin ningún tipo de oposición interna.

El camino más probable a la paz pasa por una derrota rusa que le obligue a retirar las tropas de ocupación. Muchas más dudas ofrece el tercer escenario que baraja alguna cancillería y segmentos parlamentarios en Europa: el colapso y caída de Putin, y la posible desintegración de la Federación Rusa. Y al expresar dudas, no pretendo hacer un juicio normativo. Putin ha cometido crímenes horrendos que merecen castigo. Pero el tránsito a este horizonte está plagado de incertidumbres y se asemeja más a una expresión de wishful thinking que a una evaluación ponderada de la evidencia existente. A la luz de la información que disponemos sobre el régimen de Putin, la implosión es improbable (no imposible) y quizás aboque a escenarios indeseables, en que guerras internas dentro de la élite rusa para ocupar el vacío que dejara Putin o bien tensiones territoriales entre el centro y las repúblicas periféricas puedan conducir a dinámicas caóticas. A nadie escapa que convulsiones como estas en el seno de una potencia nuclear entrañan riesgos de considerable calibre.

Estamos en un momento histórico crucial, en que Europa debe hacerse cargo de retos de seguridad y estabilidad que pueden poner en riesgo su modelo excepcional de desarrollo económico, de democracia liberal y compromiso con los derechos humanos, la solidaridad social y la protección de los más débiles. Algunos hablan del fin de la inocencia. Una Europa que cobre conciencia geopolítica debe empezar a cuestionar mantras y reconocer que lo deseado no equivale necesariamente a lo probable ni a lo deseable. Y con ello seguir siendo Europa. Una Europa más fuerte para seguir ambicionando todo aquello que la hace única.

Pau Marí-Klose es diputado del PSOE, presidente de la Comisión de Exteriores del Congreso y colaborador de Agenda Pública.

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