Negociación @ Perpiñán.ct.

José Antonio Zarzalejos (ABC, 22/05/05)

Por intenso y carismático que sea el «optimismo antropológico» del presidente del Gobierno, los giros copernicanos en las políticas de Estado no se explican sólo ni principalmente por éxtasis intuitivos ni por las «ansias infinitas» -en este caso de paz- del titular del Ejecutivo. Responden habitualmente a una acumulación de circunstancias, de procesos de convergencia con otros propósitos y a la persecución de fines explícitos, desde luego, pero también implícitos. En el caso de la brusca alteración de la política antiterrorista sólo el análisis más gregario lo atribuiría a la palabrería según la cual tanto en la banda terrorista ETA como en su entorno se habrían producido «movimientos esperanzadores». No hay tal, sino reiteración de hechos y palabras que, debidamente metamoforseados en función de las distintas coyunturas, apuntan hacia donde siempre lo han hecho: intentar que el Estado español, a través de una negociación con el Gobierno, reconozca que los terroristas no lo son tanto sino patriotas descarriados a los que, en la fase final de su «lucha armada» se les reconoce una parte de «su razón».

Si siempre es arriesgado someterse al diálogo con los terroristas -incluso cuando lo hicieron con audacia González y Aznar en 1989 y 1998-, es alocado hacerlo sin un cese previo de sus acciones delictivas y mediante una invitación que se solemniza en el Parlamento -por cierto, se solemniza lo obvio- haciendo trizas con ello la unidad de acción de los dos grandes partidos nacionales. Pero concurren en el órdago del Gobierno aún más riesgos: abrir un resquicio de esperanza a ETA (un final distinto a la derrota policial completa) con el respaldo del PNV, EA y ERC y justo en la fase histórica en la que tanto Cataluña como el País Vasco han puesto irreversiblemente en cuestión sus respectivos estatutos, es decir, el modelo autonómico derivado de la Constitución de 1978.

La banda terrorista -a través de la propuesta de Batasuna lanzada en Anoeta- lo que pretende es introducirse en el nuevo escenario constituyente que, de forma queda pero clara, se va enseñoreando de la política nacional. ETA -a la que se exige que deje las armas para abordar después un ignoto- en sus contenidos y fines- «proceso de paz», sería así el ariete que un personaje como Carod Rovira y su partido ERC precisa para acelerar sus pretensiones independentistas. Los republicanos catalanes se encargarán de que, si el traído y llevado diálogo con la banda terrorista se produce a cuenta, incluso, de una tregua no lejana en el horizonte, esa interlocución no descarrile de ninguna manera como ocurriera con las dos anteriores, aunque ello implique la concesión a los terroristas de un «aliciente político» tal y como preconizaba el llamado «plan Ardanza» de 1998 para que las armas callasen. Es ahora, a la luz de los últimos acontecimientos, cuando la entrevista de Carod Rovira y la plana mayor de ETA en Perpiñán, en enero de 2004, adquiere toda su significación y explica la generosidad etarra al conceder al líder de ERC la contrapartida de salvaguardar Cataluña de sus crímenes.

Si en estas condiciones el Gobierno se introduce de la mano deERC en un proceso de diálogo con la banda, quedará atrapado en una tela de araña de la que sus entusiastas socios no le dejarán salir. Porque, riesgo sobre riesgo, a los ya dichos, añádase la factura ideológica y el propósito fundacional y programático de ERC, PNV e IU que palmearon la resolución dialoguista del Ejecutivo de Rodríguez Zapatero. A más de republicanos -dato de no menor importancia en los tiempos que corren- los tres grupos pretenden la demolición de las declaraciones dogmáticas de la Constitución que conforman, no sólo la Nación española, sino el propio Estado unitario y autonómico. Izquierda Unida -votante activo del secesionista Plan Ibarretxe-, mantiene una sintonía constante con el PNV-EA, aunque éstos dos partidos nacionalistas vascos comiencen a recelar de ERC que es la que está marcando una endiablada pauta de mangoneo político nacional como bien acreditó su portavoz parlamentario en el debate sobre el estado de la Nación al dar la bienvenida al presidente del Gobierno «al club». Cuando la junta directiva de ese «club» la forman nacionalistas vascos secesionistas -que pactaron con ETA en 1998-; Izquierda Unida, que apoyó y apoya los propósitos de aquellos, y ERC, cuyo líder pactó con ETA provocando, entonces, la indignada reacción de Rodríguez Zapatero que exigió la defenestración gubernamental de Carod Rovira, es mejor -como con buen criterio hizo Mariano Rajoy- abstenerse de ingresar en esa sociedad recreativa.

El Gobierno, su presidente y el PSOE han de comprender -y muchos socialistas lo hacen aunque no lo reconozcan- que por fuerza hay que desconfiar ante esta iniciativa que sólo en apariencia dirige José Luis Rodríguez Zapatero pero que en realidad está apadrinada y seguramente urdida por agrupaciones políticas que, de modo abierto y reiterado, representan intereses que no coinciden con los de los partidos nacionales; que impugnan la forma de Estado; que pretenden un cambio de modelo territorial afectando a la soberanía nacional formulada en los términos unitarios actuales y que alientan la esperanza de aislar a la derecha democrática española pero también de mediatizar tanto cuanto puedan a la izquierda nacional que con aquella es la que vertebra la Nación.

La iniciativa dialoguista de Rodríguez Zapatero no sólo ha quebrado -como no podía ser de otra forma salvo que el PP se hubiera suicidado- la unidad entre las dos grandes fuerzas políticas españolas. También está provocando fisuras en sus filas. Las más aparentes son las que muestra el Partido Socialista de Euskadi, pero las declaraciones de varios ministros -desde aquellos que se refieren a Otegi como a un delincuente, hasta los que apuestan por la derrota policial de ETA como única alternativa, pasando por los que constatan que nada ha cambiado en la operativa terrorista- resaltan la desazón generada ante una decisión tan cesarista, inexplicada e inexplicable como las más graves de las que se atribuían al anterior presidente del Gobierno. Ni siquiera pudo Rodríguez Zapatero hacerse de fiar a la viuda y la hermana de un socialista asesinado por ETA en un encuentro estrictamente personal.

Es seguro que el presidente del Gobierno, atacado ya del virus monclovita de la altanería, actúa de buena voluntad para conseguir el cese definitivo de la violencia, aunque pretenda otros fines como el de asestar al PP una puñalada trapera. Pero el cortejo de su acompañamiento pasa de ser circunstancial a esencial, de tal manera que el protagonismo de esta operación no está en Rodríguez Zapatero sino al albur de grupos sin visión de Estado, comprometidos con intereses territoriales concretos, legítimos en muchos casos, pero no nacionales ni de conjunto. Los derechos de autor de esta operación que enlaza con la peor práctica de la gestión de la política antiterrorista de los años ochenta, no están donde parece. Corresponden al dominio .ct de ERC y traen causa del encuentro de Perpiñán. Por eso, si el presidente, el Gobierno y el PSOE pueden darse de baja en el «club» en el que jamás debió ingresar el socialismo español, no habrá reproche en la rectificación sino reconocimiento de que corregirse es, casi siempre, una actitud propia de sabios. Que lo hagan antes de que sea demasiado tarde.