Negociar con ETA

Por Andrés de la Oliva Santos, catedrático. Universidad Complutense (ABC, 26/06/06):

HACE veintiocho años y algunos días, escribía en este periódico un artículo con el mismo título. Hoy, lo mismo que entonces, no son pocos los que piensan así: como ETA puede seguir matando, no hay más remedio que negociar con ella. Veamos lo que permanece y lo que ha cambiado. En aquellos días, el criterio resaltado parecía acogido por muchos dirigentes. Me preguntaba qué podía inducir a los representantes de la nación y del Estado a negociar con notorios delincuentes. ¿Era verdad que «no había más remedio» que negociar con ETA? ¿O quizá sería ese remedio peor que la enfermedad?

Sin ironía, tomaba nota de que la postulada negociación se consideraba por algunos un ejemplo de pragmatismo, realismo y flexibilidad política. Venían a decirnos que de alguna manera había que acabar con tantas muertes y tanta violencia. Y añadían que, agotada la vía ordinaria -policial, judicial y penitenciaria; en definitiva, la penal- y descartando las medidas excepcionales (con las que suele enrarecerse más el ambiente y es elevado el riesgo de que paguen justos por pecadores), se debían abrir vías políticas, venciendo «escrúpulos» y «rigideces dogmáticas».

Reconocía en 1978 el peso de estos argumentos, que han rebrotado ahora, pese a una acción policial que ha tenido a ETA al borde del K.O. Hace veintiocho años, la situación era gravísima y los medios ordinarios y extraordinarios de prevención y represión jurídica de la criminalidad parecían estar fracasando. «Pero, a pesar de esos pesares, la conclusión favorable a negociar -escribí- no es de recibo. Y no lo es porque esas «rigideces dogmáticas» y esos «escrúpulos» son, precisamente, líneas maestras del Estado. Del Estado moderno. Del Estado de Derecho. Y si por un momento pudiera el Estado español -que no puede- olvidarse de su propia existencia o negarla respecto de Euskalerría, no puede ni debe incurrir en esa negación o en ese olvido, ni puede ni debe ese Estado contradecirse a sí mismo...».

Afrontaba la posible réplica: «La negociación no pretende poner en tela de juicio el menor elemento esencial del Estado español». Aunque ahora sí existe esa pretensión, en 1978 veía que, aunque no se pretendiese cuestionar nada fundamental, «el caso es que lo cuestiona en el País Vasco y en el resto del territorio de la nación española. Explorar con ETA qué condiciones objetivas y qué concesiones le apartarían de la lucha armada es desautorizar, para un ámbito subjetivo y otro objetivo, todo el sistema jurídico penal. Es hacer abstracción, para Euzkadi, de la Policía, de las leyes y de los jueces y tribunales. Y eso, naturalmente, es prescindir del Estado de Derecho y hacerlo indefendible también en Cataluña, Baleares, Canarias, Andalucía, Galicia, Navarra, Extremadura, etcétera. Con sentido profundo del Estado resulta éticamente indefendible, se ponga uno como se ponga, negociar con ETA». Pero añadía algo de gran importancia hoy, en que priman los resultados: «Con sentido de la realidad social de toda España y de Euzkadi, negociar con ETA sería también un error político de enorme magnitud...».

«Porque es de suponer -sigue el texto de 1978- que el recurso a la negociación está motivado por la esperanza de un resultado consistente en el cese de los asesinatos. Pero además de que, según lo apuntado antes, el Estado debería negociar con los violadores si éstos se organizasen y siguiesen violando a troche y moche; además de que habría que negociar con cualquier tipo de «crimen organizado» que no cesase de aumentar, resulta que la esperanza de que ETA cese en su lucha armada se circunscribe -según nos han dicho y demostrado cumplidamente los etarras- a la consecución de una «República Socialista de Euzkadi». Con menos de eso, o con una República no socialista-abertzale, o con un socialismo dentro de la Monarquía, no hay nada que esperar».

«Examinemos -continuaba diciendo en 1978- una hipótesis extrema: la de celebrar un referéndum para comprobar si la mayoría de los vascos quiere o no quiere pertenecer al Estado español. Tres lecciones se extraen del análisis de este supuesto. Primera: habrá muchos que se opongan, no sin fundamento, a la misma hipótesis del referéndum y del separatismo. Segunda: si la mayoría dijese NO a la separación, ETA proseguiría su lucha. Tercera: si, tras la separación, no hubiese un Euzkadi netamente socialista-abertzale, igualmente persistiría la acción etarra. Por consiguiente, si este «gesto» no es viable o no sería resolutivo del problema, a fortiori no habrá ningún otro eficaz. De modo que tanto si se estima que el pueblo vasco apoya a ETA en medida muy preocupante, como si se considera lo contrario, resulta que con ETA no se puede negociar. Y como tampoco cabe cruzarse de brazos, el Estado sólo tiene el camino indicado: incrementar y mejorar la acción policial contraterrorista, evitar toda lenidad en la aplicación de la ley y separar cuidadosamente el trigo de la cizaña. Negociar con ETA, no».

La transcripción de estos textos de 1978 me ha parecido oportuna para mostrar, a la luz del reciente comunicado de ETA de 21 de junio de 2006, hasta qué punto es terca e insensata la «negociación» con ETA, tanto si aún no ha comenzado como si ya está «todo hablado» y a falta de escenificación y formalización (que no sería poco).
En 1978 no era posible acabar con ETA sin pagar un precio político inaceptable. Ahora se viene diciendo que, sin pagar precio político, se negociará con ETA y se alcanzará el acuerdo de paz. Pero no es, no puede ser así. ETA lo acaba de aclarar con total contundencia. El precio consiste nada menos que en nuestro vigente Estado de Derecho, el de España. Alguien ha expresado con sumo acierto lo que pide ETA: que el Gobierno dé un golpe de Estado, un golpe mortal a ese Estado.

Parece muy improbable, casi inverosímil, un «golpe» fulminante, ya sea palaciego o armado. Pero, si bien se mira, llevamos algún tiempo con una especie de golpismo «soft» en grado de tentativa, a punto de actuar. Cuando los titulares de algunos poderes públicos se sitúan al margen del Derecho, esos poderes, en vez de jurídicos, pasan a ser puros y simples «poderes fácticos». No hay tremendismo alguno en esta calificación: el denominado «proceso de paz» está consistiendo en mantener abierta la posibilidad de contentar a quienes, responsables de gravísimos delitos, se sabe que exigen, para ser contentados, que nuestro Estado de Derecho deje de existir, de ser real y efectivo. Quizá se diga que el resultado de la «negociación» no es destruir el Estado, sino un Estado nuevo, grandemente reformado. Adelanto mi respuesta: ese nuevo Estado exigiría -o está exigiendo ya, sin que lo sepamos y aunque se niegue- una situación constituyente, planteada y desarrollada por completo al margen de la ciudadanía. Una situación constituyente que la representación popular no ha aprobado, sino reprobado, al negar el pago de precios políticos.

A veces, ante ciertos hechos, las cosas complejas se simplifican. Tras el comunicado de ETA, de 21 de junio de 2006, un Gobierno provisto de las ideas más elementales acerca de la sociedad y del Estado tendría que haber tardado pocos minutos en declarar, sobria y contundentemente, que se daba por terminada toda relación con ETA y sus entornos.
No ha habido tal declaración, sino todo lo contrario: un nuevo llamamiento al «sosiego» y a la «perspectiva». No me extraño... Porque cuando, no hace mucho, ETA emplazó al Gobierno de Francia a negociar, desde el Gobierno de España se declaró oficialmente que ETA hacía algo «tan fuera de la realidad como es emplazar a otro Estado soberano». ¿No es España un Estado soberano y no es su Gobierno capaz de liquidar inmediatamente un «proceso» que exige situarse «fuera de la realidad»? El 21 de junio de 2006, ¿no ha sido España nuevamente emplazada por ETA a negociar? Está claro y es pavoroso: lo que nuestros gobernantes piensan del Estado y del Gobierno de Francia no lo piensan o lo consideran inaplicable a España, al Estado español y a ellos mismos, Gobierno de España.

A pesar de los fuertes indicios de sostenida extorsión, a pesar de incendios y de amenazas, a pesar de la persistente justificación de asesinatos y coacciones (léase a Julen Madariaga, escúchese a los acusados del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, todo en estos días), han proseguido las «verificaciones» positivas del «alto el fuego permanente» y se repite, cuando esto escribo, que el llamado «proceso de paz» sigue adelante. No me puedo considerar víctima del terrorismo en el sentido legal. Pero comienzo a considerarme víctima, moralmente, de este «Gobierno de España».