Negociar lo innegociable

Si en la vida de cualquier persona una misma situación puede repetirse a lo largo de los años, en la de los pueblos es algo que se produce numerosas veces. Por eso se ha llamado a la Historia «maestra de la vida», porque ayuda a enfocar el futuro a la vista del pasado.

Voy a comentar un ejemplo de lo dicho anteriormente remontándome a finales de 1822, cuando las victorias del Ejército del Rey frente a los insurgentes americanos en Ica, Torata y Moquegua, junto a la completa derrota del peruano Santa Cruz en su conjunta expedición con los chilenos a los Puertos Intermedios, habían producido un espectacular vuelco en la guerra contra la emancipación peruana, provocando el abandono de un hastiado San Martín, el héroe argentino que había proclamado la independencia del Perú, y la del mercedario inglés lord Cochrane, que asoló las costas del Pacífico y tomado la estratégica plaza de Valdivia. Incluso Bolívar, que llegó reclamado por el gobierno insurgente como el redentor de las Américas, estaba recluido en el extremo norte de la provincia de Trujillo, contemplando como las tropas de su Ejército se pasaban a las realistas. En el Callao, el fuerte que dominaba todas las costas del Pacífico, lucía de nuevo la bandera del Rey y Lima se aprestaba a recibir a La Serna, a quien urgían desde Madrid a descender desde la ciudad del Cuzco y recuperar su sitio en la capital, ya que el virreinato había recuperado la tranquilidad.

Esa situación vino a alterarse por las confusas noticias recibidas desde España, anunciando que las Cortes habían aceptado la paz suscrita entre Itúrbide y O’Donojú en México, reconociendo la independencia de las provincias americanas que conformaban el virreinato de Nueva España. Posteriormente llegaron otras contradictorias y más recientes, en las que las Cortes, recogiendo la propuesta del conde de Toreno, habían rechazado lo acordado por el general español porque este carecía de la imprescindible autorización para admitir la segregación de una parte de la monarquía española, como sucedía al reconocer la independencia mexicana. Esas incertidumbres, por falta de correos, eran el triste resultado del aislamiento del Perú que la derrota de Trafalgar había impuesto al Gobierno de España, obligándole a entenderse con ese virreinato a través de su embajador en la corte de Río de Janeiro, corte de amistad casi siempre dudosa, y atravesando luego selvas y terrenos hostiles.

El último virrey español, José de la Serna, lleno de inquietud, se apresuró a dirigirse al secretario de Estado (Cuzco 26-IX-1822. AGI-Lima 1023) saliendo en defensa de los americanos leales a su condición de españoles y denunciando que una situación como la que rumores, e incluso papeles, suponía haberse producido entregaba a esos súbditos al más completo desamparo. Su opinión es terminante: «Si se adopta el medio de entablar negociaciones con los caudillos disidentes, o de hacer con ellos un armisticio; pues además de que en mi concepto uno y otro es poco decoroso para la Nación, […] es menester tener presente que la perversidad, la mala fe, y las maquinaciones de los disidentes, ban cada día en aumento, ya sea por la impunidad que hasta ahora han logrado los principales, o por la confianza que tienen en la moderación y generosidad españolas».

Leyendo al militar español del XIX parece escuchar una denuncia frente a argumentos y posturas que se repiten constantemente en el momento actual de la vida política española, donde se busca únicamente una solución personal al presidente del Gobierno y, asombrosamente, el país entero asiste impertérrito a que toda la política de España se refiera a la conveniencia de una persona. El fin de la política es el bien de los ciudadanos, no el beneficio de uno de ellos. Es de destacar la gallarda defensa del virrey; un general que se rige por «Las ordenanzas», la norma que regula con precisión las actividades de los militares ofreciendo pocas posibilidades de decisiones particulares, pero que también exige actuar de acuerdo con la verdad y la ética de lo que es justo.

En el ambiente actual de relatividad, en el que verdad y error se confunden, en este mar de olas grises donde nada descuella, cuando se termina por rendir tributo a figuras meramente mediáticas cuya relevancia se debe a condiciones accidentales como la belleza o la capacidad de comunicación, la opinión ha llegado a perder su norte hasta el punto de que se acepte como primordial que una persona acceda a la Presidencia del Gobierno sin importar cómo ni con quién, y sin valorar a qué costa para la nación. ¡Y qué hermosamente suena la afirmación de La Serna de que existen acciones «poco decorosas para la Nación»! Tiempos en los que el honor era norma de vida para las personas y las naciones.

El Marqués de Laserna es correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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