Negra y amarga leyenda

Debemos agradecer al historiador, profesor y crítico literario Jordi Gracia que nos haya puesto en solfa con su irritado y virulento panfleto El intelectual melancólico. Y aunque su violencia nos desconcierte, habrá que desear la mejor de las polémicas a la desaforada crueldad, la impaciente ferocidad y el descarnado espíritu de venganza con que el autor rehabilita al viejo y olvidado derecho natural a la furia.

En su orgullosa diatriba, Gracia zarandea sin piedad al intelectual melancólico que nos oprime con su juicio depresivo y esgrime alegremente las razones que lo dejan hecho unos zorros. Como no le importa el crédito social de su pesimismo y le traen al pairo sus credenciales, Gracia denuncia con arrogante destemplanza su resentimiento y su malvada resistencia a reconocer las virtuosas conquistas de nuestro tiempo.

Niega el autor de este libelo que no sepamos gozar los logros de la alta cultura y niega que el vulgar analfabetismo se haya instalado en la cultura popular. Niega que la enseñanza se deteriore sin remedio y que en la universidad se doctoren los ignorantes. Niega que se hayan extinguido los grandes novelistas y que los jóvenes usuarios de las redes sociales sólo digan tonterías. Niega, que la nuestra sea una época decadente.

En realidad, afirma, nunca fue tan cómodo y masivo el acceso a libros inteligentes, documentadas bibliotecas, registros sonoros, archivos cinematográficos, maestros, profesores y catedráticos solventes, orquestas, teatros y museos y documentales televisivos que divulgan conocimientos extraordinarios entre el gran público.

La réplica de Gracia a los lugares comunes del intelectual rencoroso, al lamento que tanto respeto concita, no consiste tanto en demostrar el dinamismo de una sociedad que se alimenta de múltiples saberes, apetencias y habilidades, como en denunciar la farsa de una ególatra decepción.

Obcecado por el horizonte de grandeza que imaginaba para sí mismo, el intelectual ridículo al que Gracia sacude con implacable sadismo, es el que ya ha descubierto cómo se frustró el delirio de su ambición. En vez de aceptar el lugar que le asignan los demás, el intelectual resentido se engorila en su retórica catastrofista e imputa a la sociedad el fracaso que no quiere ver en sí mismo. Como clérigo rematadamente traicionado, tan solo le queda sostener el tremendismo de su enfado.

El discurso del panfleto es el de un profesor liberado de su compostura docente y dispuesto a dar rienda suelta a la indignación que le inspira la injusticia cometida por los que deberían festejar las conquistas culturales de los últimos 30 años. Resulta obvio que al autor le molesta el celo con que los aludidos (y nunca mencionados) protegen la notoriedad de su patrocinio intelectual, pero sobre todo le duele sospechar que haya entre ellos alguna especie de odioso engreimiento clasista. Como si la crítica a los males de nuestro tiempo encubriera el desprecio por la exuberante creatividad con que la multitud se incorpora a los nuevos modos de consumo y creación cultural.

El panfleto de Jordi Gracia podrá leerse como un nuevo episodio de la clásica controversia entre los libros antiguos y modernos, como una contribución a la disputa entre apocalípticos e integrados o como una renovación del género insolente que tantos disturbios literarios suele ocasionar. Es probable que cause una gran incomodidad y quizá sea inevitable el amargo sabor de boca que deja su lectura, pero la enérgica provocación del panfleto hará que sea más ecuánime a partir de ahora el juicio que dedicamos al estado de nuestra cuestión cultural.

Hay aspectos de su impetuoso razonamiento que suscitan cierto resquemor. Nos queda la duda sobre cuál será el verdadero origen del resentimiento intelectual, cómo se gesta, enquista y prestigia. No sabremos decir si el optimismo sobornará nuestro indomable espíritu crítico. Si acaso la insatisfacción no es la trampa que nos tendemos a nosotros mismos para librarnos de los seductores espejismos de la actualidad. Si nuestra terca resistencia a celebrar la propaganda de un país que, a fin de cuentas, no estaba tan mal, encuentra hoy, en la catástrofe contemporánea, su plena justificación. Si el encanto del sentimiento melancólico, la dulce tristeza de la nostalgia, merecía ser asociado, aunque solo sea como estrategia narrativa, al ruin resentimiento.

El intelectual melancólico de Jordi Gracia es insultante y ofensivo, pero hay que comprender cómo nos concierne la recusación de su panfleto. Pues quizá sea cierto que preferimos ser los partisanos de una causa antes que ser los responsables de una cultura. El deber cotidiano carece de las estimulantes emociones épicas, pero probablemente convenga más a un país necesitado de orgullo y de una razonable dosis de confianza en sí mismo.

Por Basilio Baltasar, director de la Fundación Santillana.

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