NEMMERSDORF

A la memoria de Dietmar que, sin odio, sobrevivió a aquellos horrores.

A mediados de octubre de 1944 el 11º Ejército de Guardias del Ejército Rojo rompió el frente e irrumpió en los distritos prusianos de Goldap y Gumbinnen. Nemmersdorf y otras aldeas aledañas cayeron en su poder el 21 de octubre de 1944, hace setenta años. La ocupación duró sólo dos días: un contraataque alemán los rechazó, pero dejaron un rastro imborrable. Gerhard Schirmer, comandante del 16 Regimiento de paracaidistas que recuperó el pueblo escribe en su diario de campaña: «La escena que se ofreció ante la tropa era horrible: las mujeres estaban desnudas, crucificadas en las puertas de los graneros, como Cristo en la Cruz. De forma espantosa y cruel, mutilados niños y hombres, muertos a golpes y horrendamente maltrechos…» El abundante material gráfico es pavoroso y no mera propaganda de Goebbels: una comisión médica internacional visitó la población y levantó acta de lo allí sucedido.

Habían fusilado, por añadidura, a 50 prisioneros de guerra franceses que trabajaban en las granjas. En torno a la cervecería Roter Krug y en los galpones cercanos de que habla Schirmer se agolpaban los cadáveres de 72 mujeres más numerosos niños y un anciano. Los más afortunados murieron a tiros. Pero aquello no era fruto de un estallido repentino de furia sino de un sadismo pensado y sistemático para aterrorizar a la población, anticipo y primera tragedia –aunque no la mayor– de lo que vendría. Era la venganza pero también una política tendente a vaciar de gente la tierra, efectiva en este propósito pero costosísima en vidas para el Ejército Rojo, porque consiguió galvanizar la resistencia numantina de los alemanes, fueran nazis o no, que se veían perdidos en cualquier caso. En fecha tan tardía como el 20 de abril de 1945 la Stawska (Estado Mayor del Ejército Rojo) reconocía la equivocación de haber seguido la política de terror por lo mucho que había dificultado el avance: entre el 6 de junio de 1944 y el fin de la guerra los aliados occidentales sufrieron 700.000 bajas (muertos, heridos, desaparecidos) en tanto el Ejército Rojo tuvo dos millones, dada la encarnizada resistencia que encontró.

Los responsables más visibles eran Stalin, como director de orquesta; el mariscal Rokossovsky, jefe del II Frente Bielorruso, que, literalmente, enviscaba a las tropas a cometer salvajadas; más Ilia Ehrenburg, quien desde el periódico Estrella Roja, órgano del Ejército Rojo, llevaba tiempo incitando de modo directo a la matanza indiscriminada: «Los alemanes no son seres humanos. No hablaremos. Mataremos. Si en el curso de un día no has matado al menos a un alemán, entonces ha sido un día perdido para ti. Si has matado a un alemán, mata a otro. No cuentes los días. Cuenta una sola cosa: los alemanes que has matado». El mismo día de la entrada de los soviéticos en Goldap y Gumbinnen, publicaba un artículo titulado «El gran día» en que celebraba el ajuste de cuentas inmediato. Y, en definitiva, Stalin había dejado las cosas claras: «Un muerto es una tragedia, un millón una estadística».

Pero en el lado alemán también había responsables de la hecatombe de Nemmersdorf (y de muchas otras), bien que en este caso indirectos. A finales de agosto, Friedrich Hossbach, comandante del 2º Ejército, recomendó la evacuación de las comarcas fronterizas por su proximidad al frente, pero no fue oído al toparse con la tajante oposición del Gauleiter de Prusia Oriental Erich Koch –al que habían destituido de su cargo de Comisario de Ucrania por la brutalidad de sus métodos, caso notable andando entre nazis el juego– que tachaba de derrotismo la propuesta de Hossbach. Y fue Koch el principal responsable de impedir la fuga de los habitantes de Prusia, hasta que resultó inevitable, con lo que las columnas de refugiados hubieron de sortear el cerco ruso –los que pudieron– agregando al frío, el hambre y el cansancio los bombardeos de artillería, por ejemplo en el Frisches Haf para provocar su hundimiento en las aguas del lago congelado.

Los llamados Tres Grandes habían decidido la deportación de unos 16 millones de alemanes del este hacia el oeste a fin de dejar «limpios» los territorios que ocuparían polacos y rusos y Churchill (5 de diciembre de 1944) defendió la justicia de esta precursora forma de limpieza étnica ante la Cámara de los Comunes: «Hay que dar un buen barrido. No me alarma la idea de separar poblaciones, ni la de los multitudinarios movimientos migratorios que va a comportar…» Como si le hubieran oído, la población de Prusia comenzó a moverse en enero hacia Elbing y Danzig y hacia los puertos de Pillau y Gotenhafen: quizás muchos pensaron que no sería para siempre. Pero lo fue. Y dos millones de refugiados murieron en los territorios del este entre enero y los meses subsiguientes al fin de la guerra, cuando quienes no se habían ido fueron forzados a marchar. 610.000 perecieron en Rumanía, Polonia, Checoslovaquia y Yugoeslavia, mientras se completaba el éxodo general previsto de dieciséis millones. Una desgracia poco sabida y menos difundida fuera de Alemania.

Mientras Nemmersdorf abría el camino, lo acaecido en el frente occidental resultaba un juego: pillaje, asesinatos de prisioneros, destrucción innecesaria de pueblos (de todo ello hay abundante documentación recopilada por los mismos americanos), o la difusión entre las tropas americanas del manualito Guía de bolsillo de Alemania, más las directrices añadidas por Eisenhower sobre el rigor extremo con que debía tratarse a la población alemana. Pese a las prohibiciones de todo género y a la criminalización colectiva del país ocupado (llegaron a la ridiculez de prohibir los cuentos de los Hermanos Grimm por nacionalistas), en el ambiente general predominaba la intención de rendirse a los americanos, nunca a los rusos.

De la merecida condena histórica de los nazis no hay dudas, de la bondad de todos los aliados sí hay unas cuantas. Un crimen no justifica otro y las brutales acciones de los Einsatzgruppen en pueblos y ciudades rusos no limpian todos los Nemmersdorf que después vendrían. Y tampoco hay razas superiores, ni culpas colectivas que deban arrastrar las generaciones venideras: las responsabilidades por crímenes son siempre individuales (Fuenteovejuna, en realidad, lo que busca es la exoneración general, muy a la española). No se puede liquidar el recuerdo de Nemmersdorf con la simpleza «Ellos empezaron, se lo merecían», argumentando con la profundidad de hinchas de fútbol. ¿Qué empezaron y quiénes empezaron? ¿Las niñas violadas y despanzurradas? ¿Los prisioneros franceses asesinados por la vesania de Stalin que veía colaboracionistas en cualquier mosca que volase? ¿Los quince mil soldados alemanes ejecutados por sus mandos por negarse a combatir por causas diversas? ¿El nulo entusiasmo del pueblo alemán el 1 de septiembre de 1939 ante el estallido de la guerra?

Los rusos tomaron definitivamente Nemmersdorf el 21 de enero de 1945 y allí erigieron un monumento con la leyenda «Gloria eterna a los héroes».

Serafín Fanjul es de la Real Academia de la Historia.

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