Nemtsov, el más vivo opositor a Putin

Conocí a Boris Nemtsov en abril de 2000. Fue el día después de terminar la segunda guerra de Chechenia. Había ido a entrevistar al ministro de Asuntos Exteriores de la época, Igor Ivanov.

Y había aprovechado para ver al día siguiente, en los locales de una asociación de madres de soldados, al que entonces no era más que un exgobernador de Nizhni Nóvgorod, durante mucho tiempo supuesto delfín de Yeltsin, pero al que Putin, el antiguo agente del KGB, había adelantado en el último momento.

Boris Nemtsov no era aún la encarnación de la oposición democrática en Rusia en la que se convirtió con el tiempo.

Pero tenía el encanto, el carisma y, en su bello rostro de boxeador golpeado y al acecho, la intensidad hipnótica propia de quienes, aunque no lo sepan del todo, han decidido consagrar su vida a una causa que les sobrepasa.

Y recuerdo la cólera tranquila, casi lógica, con la que evocó algunos de los episodios más sangrantes de la caída de Grozni el mes anterior: tanta radicalidad no era frecuente entre unos demócratas contaminados por un nacionalismo ruso que perdura, todavía hoy, incluso en alguien como Jodorkovski, y hacía de aquel joven razonable y exaltado el opositor más lúcido y, sobre todo, el más entero ante la nueva tiranía granate que se cernía sobre Rusia.

Quienes lo asesinaron el 27 de febrero de 2015, sobre el gran puente de piedra, a dos pasos del Kremlin, lo sabían.

Sabían que eliminaban a quien, desde Chechenia hasta la inmensa avalancha de corrupción que supuso la organización de los Juegos Olímpicos de Sochi, pasando por la obstinada defensa de la libertad de prensa, había sido el más consecuente de los jefes de la oposición.

Sabían que el hombre al que abatían y que desde hacía más de 10 años no había parado de denunciar la esencia mafiosa de la tiranía putiniana se disponía —así lo había anunciado— a divulgar un informe que demostraba la implicación directa de militares rusos en el Donbass.

No podían ignorar que su objetivo de esa noche era el alma y la conciencia del partido de quienes, cada vez más numerosos incluso en Moscú, han comprendido que esta guerra en el este de Ucrania es una locura, no solamente criminal sino también suicida, y que está poniendo a Rusia de rodillas.

En definitiva, igual que los asesinos de Anna Politkovskaia en 2006, los de Serguei Magnitsky y Stanislav Markelov en 2009, además de otros, han matado a aquel cuya voz —estridente y, aun estrangulada, que no callaba jamás— era el honor del pueblo ruso; ese mismo pueblo ruso cuyos más altos valores se encarga Vladímir Putin al mismo tiempo de desfigurar.

Boris Nemtsov era el anti-Putin.

Mientras que uno reivindica a Stalin y al peor de los zares de la historia rusa, Nicolás I, el otro era el heredero conjunto de Sajarov, de Solzhenitsyn y de los disidentes de la era soviética. Y es evidente que su muerte es un duro golpe para la auténtica gran Rusia, esa que es grande no por las armas, sino por el espíritu y por ese insaciable deseo de libertad que va desde los decembristas a Pasternak, pasando por ese himno a las “libertades cherquesas” de Pushkin y por Lermontov, a los que Boris Nemtsov tenía sin duda en mente durante nuestra entrevista de hace 14 años…

Nadie sabe, en el momento de escribir estas líneas, quién ha ordenado el crimen.

Y podemos confiar en que el tortuoso Putin mostrará, llegado el momento, al culpable idóneo, cuya personalidad vendrá a confirmar las furiosas teorías de la conspiración con las que nutre a su pueblo.

Pero lo que sí sabemos ya es que semejante horror tan sólo era posible en una Rusia abandonada, desde hace 20 años, a una violencia de Estado impune.

Lo que es seguro es que Boris Nemtsov seguiría aún con vida y habría encabezado este domingo la manifestación contra la guerra a la que acababa de convocar, tres horas antes de sucumbir, en la emisora de radio Ekho Moskvy, si no estuviéramos saliendo de 20 años de cacería de opositores en la que todo el que profesa su fe en la democracia ha sido metódicamente arrastrado por el barro y reprimido.

Y cabe decir lo mismo de este asesinato que del de Jean Jaurès, del cual la historia recuerda menos el autor directo que el viento de locura que lo hizo posible y que soplaba, desde hacía años, en la prensa de extrema derecha, nacionalista y antidreyfusiana.

Ojalá pueda la comparación detenerse aquí.

Y ojalá pueda la muerte de Boris Nemtsov no tener el mismo significado retrospectivo que la del último poeta del internacionalismo anterior a 1914.

Es el deseo que ha formulado el pueblo, no sólo de Moscú, sino de numerosas ciudades del país, que salió en masa a la calle el domingo pasado para rendir un último homenaje al héroe ruso asesinado.

Podríamos haber imaginado una oposición atontada, paralizada, intimidada por esos cuatro tiros de pistola (tantos, en palabras de su amigo Kasparov, como huérfanos ha dejado tras de sí).

Pero no.

Sucedió lo contrario.

Lejos de entrar en vereda y ceder al terror, fueron decenas de miles de hombres y mujeres que, como en el caso de los franceses y Je suis Charlie, acudieron a decir Je suis Boris a un Vladímir Putin que jamás ha tenido un adversario tan vivo como este muerto.

Estas marchas dignas y hermosas en las que vimos banderas ucranias entrelazadas con banderas rusas es el primer retroceso real del partido de la guerra en Europa.

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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