Netanyahu, entre la política y la historia

Su muerte a los 102 el 30 de abril, temida desde que tan frágil le vi por última vez en Jerusalén el 30 de octubre al recibir el Premio Sam Toledano, vuelve a situarle ante nosotros, sordo ya a la polémica con que ciertos historiadores, y más algunos españoles, respondieron a su innovadora interpretación del motivo real de la Inquisición. Nacido en Varsovia, su padre, Nathan Mileikowsky —alias Netanyahu, «don de Dios»— rabino y sionista, le llevó en 1920 con su madre y hermanos a la tierra ancestral que en 1948 sería Israel. Benzion, padre de «Bibi», el primer ministro, de Iddo, radiólogo y escritor, y del mayor, Yony, caído al frente del heroico comando que en 1976 rescató a los rehenes de Entebbe, heredó e infundió en ellos los ideales del sionismo radical. Joven periodista, fue en 1940 a Estados Unidos con ZeŽev Jabotinski, su jefe en el partido Revisionista, precedente del Likud y rival del Laborista de Ben Gurion, a recabar fondos para los judíos perseguidos de Europa y convencer a sus máximas personalidades políticas de que al final de la guerra se creara un Estado Judío que abarcara todo el territorio herodiano, incluso la actual Jordania. ZeŽev murió allí y Benzion quedó de jefe. Cuando la ONU garantizó un Israel de menor extensión, que resultó gobernado por partidos más moderados, se retiró de la política y centró sus energías en la historia. Pronto ocupó cátedras en Filadelfia y en Cornell, hasta retirarse a la muerte de Yoni.

Protegido en la Hebrew University por Joseph Klauser, autor de un revelador Jesús de Nazaret, fue director general de la Jewish Encyclopedia y atrajo luego la atención con su tesis doctoral sobre Isaac Abravanel, líder de los judíos españoles cuando la expulsión, que ha alcanzado numerosas ediciones. Ya entonces se enfrentó con otro de sus maestros, Yitzack Baer, por adherirse en su Historia de los judíos en la España Cristiana a la tradición judía (Graetz, Baron, Revah, Cecil Roth, Bainart) de que los judíos que desde fines del siglo XIV y en el XV aceptaron el bautismo seguían siendo judíos en secreto, marranos (del hebreo mumar-anus, converso forzado, con elipsis inicial). Una creencia, paradójicamente compartida por los cristianos, que Netanyahu ha demostrado ser solo calumniosa; pero en ella se justificó la fundación del Santo Oficio, que duró tres siglos y medio. En la tradición judía, esos conversos eran judíos, y al ser perseguidos, mártires, sus mártires, como tantos otros; en la cristiana, eran apóstatas y herejes, y debían ser perseguidos como tales. Tal convergencia de opinión en el presupuesto inicial, no en sus aplicaciones, debería haberse hecho sospechosa desde el principio, pero no lo fue para Mariana, Llorente o Menéndez Pelayo, no lo fue hasta nuestros días. Presentaba un bochornoso problema: si según ambos bandos los conversos eran marranos, criptojudíos, ¿no estaban justificadas Iglesia y Monarquía para inquirir y actuar según la jurisprudencia inquisitorial formulada en Francia a principios del siglo XIII? Sin percatarse, tal lectura judía de la situación, coincidente con la cristiana, respaldaba la Inquisición, conclusión aceptable para los católicos de mente obtusa, pero contraria a los intereses y los sentimientos de la conciencia judía.

Benzion, quien mientras tanto escribió Los padres fundadores del sionismo (Pinsker, Herzel, Nordau, Zandwill, Jabotinsky) y artículos que iban avanzando su cauta tesis definitiva, se lanzó a una ardua investigación que nadie había intentado. ¿Era verdad ese marranismo colectivo de los conversos? «En historia, si ha de ser ciencia —me dijo en una de nuestras prolijas charlas en Nueva York—, no valen hipótesis que no se prueban. El método de las empíricas implica laboratorios, experimentos; el de las humanísticas, hallazgo de documentos que fuerzan a admitir conclusiones irrefutables o máximamente probables». En su pequeño gran libro Los marranos (=conversos) españoles según las fuentes hebreas, traducido por el Prof. Morón Arroyo, de Cornell, y en su monumental Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV, de 1995, que lo fue por él y este firmante, Benzion hizo lo que antes nadie. Con tesón y coraje estudió durante treinta años todas los textos del siglo XV, algunos difícilmente asequibles, de rabinos sobre la identidad religiosa de los judíos bautizados, y de intelectuales cristianos fueran conversos o viejocristianos, situados en altas posiciones de la Iglesia y la corte. El profesor descubrió, para su propia sorpresa, que concuerdan en este hecho indudable: a mediados del XV, tres generaciones después de las primeras «conversiones» masivas, la mayoría de los mar-anusimse habían integrado en la cultura y religión mayoritarias, igual que hoy los inmigrantes, y eran cristianos sinceros.

No corresponde a los historiadores no judíos, sino a estos, tratar de explicar cómo y por qué, a diferencia de en sus muchas persecuciones —bíblicas de Asiria y Babilonia, modernas de la Rusia zarista o Alemania nazi— solo en la España cristiana dejaron de ser fieles a su religión mosaica y aceptaron el bautismo masivamente en un colosal proceso de aculturación. En todo caso, como señala Maurice Kriegel, del College de France, la idea de la inquebrantable lealtad judía al judaísmo es un mito. Pero ¿por qué la Inquisición, si ya no había que inquirir en conciencias de conversos con torturas y apremios? Netanyahu se vio obligado a concluir que había que sustituir el tradicional motivo religioso por uno socio-político. Isabel y Fernando suben al trono tras dos reinados caóticos. El pueblo lo espera todo de ellos. Escuchan el inmenso clamor de los anti-conversos y el eco de la propaganda de libros y púlpitos frailunos en el populacho y la clase media por la envidia de sus éxitos sociales: la esencial perversidad e hipocresía de la sangre judía – he ahí el prejuicio - no se pueden cambiar con unas gotas de agua también hipócrita. Se exigen medidas drásticas, como expulsar medio millón de conversos o su holocausto indiscriminado, políticamente inaceptables. No eran antisemitas los Reyes, rodeados de conversos en la corte, sino el pueblo, algunas de cuyas exigencias racistas debían apaciguar para conservar su prestigio. Fernando, más que Isabel, eligió la mínima concesión: un tribunal autorizado por el Papa pero nombrado y supervisado por él mismo que sometiera a juicio, aunque con testigos secretos, uno a uno, a cuantos se antojaran marranos. Genial solución maquiavélica: de un golpe creaba una especie de permanente policía de Estado, aparentaba servir los intereses de la Iglesia, arbitraba mediante confiscaciones cuantiosos beneficios económicos y políticamente le presentaba, sin serlo, como aliado de los anti-conversos. Es gloria inmortal del profesor Benzion Netanyahu haber dado con una solución luminosa a problemas tan complejos. Habrá que matizar detalles, y se ha hecho, mas para muchos se ha erigido en referente esencial de estos estudios, completando las intuiciones de Américo Castro.

Netanyahu enmarca la Inquisición en los holocaustos de muy diferente cuantía y nivel de que ha sido víctima el pueblo judío; su historia ha sido y seguirá siendo «una historia de holocaustos», como el antisemitismo (mejor: antijudaismo) viene siendo virus perenne de toda ella. Sin duda escribe bajo la impresión del mayor, el nazi. Sin duda el trabajo del gran sionista historiador inspira la acción política de su hijo el primer ministro sobre la seguridad de Israel, Irán, o desconfiar de árabes y palestinos. Conocer el pasado ilumina la acción para el futuro. Nada se objete en principio al influjo recíproco entre historia y política, con tal de no diluir los límites de una y otra, no tergiversar la historia, y no intentar re-escribirla. Benzion lo señaló al final de una acerba crítica suya a otro grande, Sánchez-Albornoz: «Palabras duras, mas no hay que callar la verdad tal como la vemos, si queremos que la erudición apoye ideas auténticas de nuestro pasado y nos sirva de último refugio frente a los prejuicios que infestan la mente humana».

Ángel Alcalá, emérito, Universidad de Nueva York.

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