Neutralidad convulsa

No se preocupen: la historia no se repite. Conforme se aproxima el centenario del comienzo de la Gran Guerra se intensifican las especulaciones acerca de las similitudes entre 2014 y 1914, aunque no hay en el horizonte un conflicto bélico, de alcance continental o global, entre dos grandes alianzas de potencias militares. Nunca se sabe, y tal vez las crisis en el este de Ucrania o en el Mar de China nos den una desagradable sorpresa. Pero por ahora es mejor dejar a un lado los paralelismos facilones y aprovechar la inevitable efeméride para comprender mejor lo que pasó entonces. Porque resulta difícil exagerar la importancia de aquella lucha, que transformó por completo el mundo. Según uno de sus intérpretes más agudos, el escritor judío austriaco Stefan Zweig, acabó entonces la era de la seguridad y comenzó la de la barbarie. De todos modos, el viejo universo liberal, donde avanzaban los sistemas constitucionales, la política era cosa de élites y el Estado apenas se injería en la marcha de la economía y de las relaciones sociales, dio paso a una época marcada por el intervencionismo estatal y por la movilización de masas en torno a alternativas ideológicas incompatibles, a menudo, autoritarias.

Neutralidad convulsaEspaña permaneció neutral durante la contienda. No obstante, y contra lo que podría deducirse de un relato ya anticuado sobre el sempiterno atraso y el aislamiento de los españoles, se vio trastornada por ella y compartió muchos de los cambios que ocasionó. Como ha afirmado el historiador Francisco Romero Salvadó, España no entró en la guerra, pero la guerra sí entró en España. Su neutralidad fue, desde luego, producto de la impotencia y del miedo. El propio verano de 1914 lo confesaba Eduardo Dato, el presidente conservador del Consejo de Ministros, cuando constataba la falta de preparación del ejército y de la opinión pública, que ni siquiera habían asimilado las recientes campañas coloniales en Marruecos. En caso de penetrar en el avispero europeo, temían los gobernantes, la monarquía constitucional vigente se tambalearía por el peligro de una guerra civil o de una revolución, creencia que se agudizó con el tiempo. Pese a la apertura al exterior que había experimentado el país desde el desastre de 1898, no había compromisos firmes con los vecinos Francia y Gran Bretaña, núcleo de la Entente aliada, menos aún con Alemania y sus acólitos. Y esa postura se mantuvo contra viento y marea.

Sin embargo, los efectos del vendaval que recorría Europa se dejaron sentir enseguida. En primer lugar, en la economía española, que tras las dudas iniciales se benefició de manera extraordinaria por la demanda inagotable de los beligerantes. De golpe desapareció la competencia externa y todo lo que pudiera exportarse multiplicó su valor: la industria textil catalana, la siderurgia vasca o la minería asturiana se bañaron en oro. La inflación, apenas conocida hasta aquel momento, se enseñoreó del mercado, los salarios no pudieron seguir el ritmo y escasearon los bienes de primera necesidad. En las ciudades, que se llenaron de campesinos en busca de trabajo, los nuevos ricos convivían con la penuria. Algunos ministros, encabezados por el liberal Santiago Alba, tomaron ejemplo de otros Estados y quisieron gravar aquellos enormes beneficios empresariales con el fin de financiar infraestructuras y escuelas, pero los grupos de presión les hicieron desistir. Mientras tanto, las huelgas proliferaron como nunca y los sindicatos obreros —socialistas y anarcosindicalistas— alcanzaron una fuerza insólita. Al finalizar la guerra, sus miembros se contaban por cientos de miles.

El descontento social se unió a la división de los españoles más conscientes en dos bandos: aliadófilos y germanófilos. Si las izquierdas presentaban a ingleses y franceses como adalides de la libertad, la democracia y la justicia, modelos para la modernización nacional; las derechas —que veían encarnados en Francia todos los males de la modernidad, como el laicismo y las ideas republicanas— alababan el orden militarista del Kaiser. Los periódicos, comprados por las legaciones extranjeras, calentaban a los lectores que, día a día, devoraban las noticias procedentes de las trincheras. En la primavera de 1917, dos grandes mítines abarrotaron la plaza de toros de Madrid: en el primero, la germanofilia escuchó al conservador heterodoxo Antonio Maura; poco después, Miguel de Unamuno y otros oradores avanzados enardecían a los progresistas. Entre los intelectuales, convertidos en actores políticos de primera fila, predominaban los amigos de los occidentales, que lanzaron manifiestos y visitaron los frentes, aunque también asomaban los progermanos. El ejército, que admiraba asimismo a Alemania y se veía afectado por la subida de precios, se lanzó a la arena pública con sus propios sindicatos, las juntas de defensa, que rozaron el golpe de Estado y ya no dejarían de poner zancadillas a los débiles Gobiernos. Ese mismo verano confluyeron los malestares en una reunión ilegal de parlamentarios que pedían Cortes Constituyentes y en una huelga general revolucionaria. El régimen respiró gracias a la falta de coordinación entre sus adversarios, tan numerosos como heterogéneos.

De hecho, 1917 fue el año de las revoluciones rusas, inconcebibles sin el tremendo esfuerzo realizado por el imperio zarista para atender a sus obligaciones con la alianza franco-británica. Y no faltaban quienes pensaran que España era la Rusia de Occidente. En un sistema político liberal pero no democrático, donde conservadores y liberales se turnaban en el Gobierno gracias al fraude electoral, el rey, que quitaba y concedía el poder, representaba el papel protagonista. Y Alfonso XIII, favorable al comienzo a los aliados, no estaba dispuesto a perder su corona a la manera rusa, por lo que atornilló la neutralidad a ultranza, respaldó a los militares y abrazó posiciones reaccionarias que preparaban una dictadura. Aunque la crisis del 17 no pasó en balde: los dos partidos dinásticos se fragmentaron de forma irremediable y se abrió la puerta a soluciones de concentración nacional, grandes coaliciones plurifaccionales promovidas por el monarca y por los contrarios al viejo turno bipartidista. Tal era la sensación de emergencia que invadía la escena española.

Los avances de la Entente, animados por la entrada de Estados Unidos del lado occidental en 1917, alentaron a los nacionalismos subestatales, con los catalanistas a la vanguardia. Había pasado ya la etapa de la descentralización y llegaba la de la autonomía, en el clima benévolo que caldeaba el principio de autodeterminación de los pueblos esgrimido por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, ideólogo de la paz. Cuando se confirmó la victoria aliada, la campaña catalana, seguida por la vasca, la gallega y otras que entonces se unieron a la oleada de reivindicaciones territoriales, logró que, por vez primera, el Parlamento español discutiera proyectos autonómicos. A finales de 1918, en París coincidieron el presidente del Gobierno, el liberal conde de Romanones, y los delegados catalanistas que —a diferencia del primer ministro— no consiguieron ver a Wilson. Al final, el choque de legitimidades —la soberanía nacional española contra la catalana— y los problemas de orden público dejaron pasar aquella oportunidad.

En conclusión, las políticas neutrales salvaron a la monarquía, pero fracasaron en la esfera internacional, donde España —al fin y al cabo, el neutral más importante en Europa— aspiraba a ejercer de árbitro para facilitar el cese de hostilidades. El rey, con la ayuda de la diplomacia, había sostenido en palacio una oficina que localizaba presos y gestionaba indultos; sus embajadas habían asumido los negocios de los contendientes en territorio enemigo. Los distintos Gobiernos habían resistido los ataques submarinos alemanes y ni siquiera habían roto relaciones con los imperios centrales. Todo en vano: a la hora de la paz, España fue irrelevante. Sin embargo, nada sería ya igual en la vida política y social española: si la prosperidad había cambiado el paisaje social, la revolución bolchevique servía de aliento a la izquierda y de fantasma a la derecha, en un ambiente cada vez más violento y antiliberal. Como en la mayoría de los países europeos durante el periodo de Entreguerras, el régimen constitucional sucumbió ante remedios autoritarios e intervencionistas. España no fue, pese a su convulsa neutralidad y tal vez por desgracia, una excepción.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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