¿Neutralidad identitaria?

La irrupción de un nuevo partido en la escena política catalana, Ciutadans-Partido de la Ciudadanía, ha dejado desconcertada a una parte importante del catalanismo, puesto que este fenómeno y sus 90.000 votos plantean algunos retos - en forma de enmiendas a la totalidad-a algunos de los consensos básicos del catalanismo político.

Por otra parte, a nadie se le escapa que uno de los objetivos tradicionales de este espacio político ha sido forzar una deriva más claramente españolista del PSC, para dotar al españolismo en Catalunya de una expresión política de masas. Su fuerza, por lo tanto, no hay que medirla en número de escaños en Parlament, sino más bien en su capacidad de condicionar la agenda y el debate público en Catalunya. Tienen un discurso elaborado, que modulan hábilmente según el contexto, y que ha demostrado tener una cierta capacidad de incidencia en algunos sectores sociales.

Uno de los ejes de su discurso es la exigencia, a las instituciones de la Generalitat, de neutralidad identitaria,o, dicho de otro modo, de una especie de laicismo cultural y nacional: igual que la cuestión religiosa, dicen, la identidad nacional y las prácticas culturales pertenecen a la esfera privada de los ciudadanos y las instituciones públicas deberían ser neutrales en este terreno. Huelga decir que este discurso se aplica de manera asimétrica a las instituciones catalanas y no a las españolas, pero parece estéril limitarse a constatar esta incoherencia sin afrontar el fondo de la cuestión planteada.

Felizmente, acaba de ser publicado en catalán (por la editorial Afers y las Publicacions de la Universitat de València) el libro Nacionalisme banal,del británico Michael Billig. En este libro se muestra de manera incontrovertible cómo en las democracias occidentales más consolidadas opera un nacionalismo banal,dedicado a recordar continuamente a los ciudadanos cuál es su nación. Se trata de un nacionalismo que no emplea exaltaciones inflamadas de la propia identidad, sino mecanismos de la cotidianidad, como la bandera que cuelga en la entrada de un edificio oficial - y que a menudo pasa inadvertida al transeúnte-, el mapa del tiempo, los símbolos o rostros grabados en las monedas, las noticias y su clasificación en nacionales/ internacionales, los principales acontecimientos deportivos o el vocabulario empleado rutinariamente por medios de comunicación, políticos y personajes públicos en general, entre muchos otros.

Lo que se puede extraer del libro de Billig para el asunto que nos interesa es, sencillamente, que esta pretendida neutralidad identitaria de las instituciones públicas no existe en la práctica, y que cualquier Estado - incluidas las democracias occidentales consolidadas- desarrolla una acción nacionalizadora a través de una multiplicidad de mecanismos que a menudo no encajan con lo que tradicionalmente se ha denominado nacionalismo.

Ciertamente, también desde la Generalitat de Catalunya - y los organismos que dependen de ella- se ha desarrollado una cierta tarea de construcción de la identidad (catalana) a través de esta clase de mecanismos banales,o cotidianos. Aun así, se trata de una construcción de la nación débil, vehiculada básicamente a través del sistema educativo y los medios de la CCRTV, pero que no cuenta con el apoyo de la mayoría de las industrias de la comunicación y la cultura que operan en Catalunya y que, por lo tanto, está en desigualdad manifiesta frente a una acción nacionalizadora de alcance mucho más profundo. Y es que el nacionalismo banal español opera en el territorio catalán desde muchas instancias: los medios de comunicación públicos (que son muy explícitos en este sentido), las competiciones deportivas oficiales, la legislación en materia de símbolos oficiales (el texto de la ley 39/ 1981 es un ejemplo de manual), los documentos de identidad que todos llevamos en la cartera, o una potentísima industria mediática y cultural, entre otras. Pero hay más: esta acción nacionalizadora española actúa también a través de las propias instituciones catalanas, gracias a instrumentos como, por ejemplo, la propia ley de banderas, la definición de contenidos en la enseñanza o la regulación de currículos universitarios.

En un contexto como éste, de fuerte desigualdad entre la construcción nacional catalana y la española, además de todas las presiones que la globalización ejerce sobre las culturas minoritarias, negar el derecho de las instituciones democráticas catalanas a proteger y fomentar la identidad nacional catalana y el patrimonio cultural qué está asociado equivale a propugnar su arrinconamiento progresivo a un reducto folklórico.

Conviene recordar, además, que desde el punto de vista democrático la tímida tarea de construcción nacional catalana se ha llevado a cabo sin lesionar ningún derecho fundamental de nadie - y menos todavía de los castellanohablantes, férreamente protegidos por la legislación y el sistema judicial españoles- y que se ha vehiculado siempre a través de instituciones conformadas a partir de elecciones libres y competitivas.

Mientras tanto, el actual marco jurídicopolítico no prevé la posibilidad de ejercer democráticamente el derecho a decidir si se quiere o no seguir expuestos a la acción nacionalizadora española.

Jordi  Muñoz Mendoza, profesor asociado del departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la UPF.