Neymar, Messi, Ronaldo y otros modelos de conducta

Neymar da Silva Santos Júnior en acción durante un juego de la liga española entre el FC Barcelona y el Real CD Espanyol, el 2 de enero de 2016, en Barcelona, España Credit Manuel Queimadelos Alonso / Getty Images
Neymar da Silva Santos Júnior en acción durante un juego de la liga española entre el FC Barcelona y el Real CD Espanyol, el 2 de enero de 2016, en Barcelona, España Credit Manuel Queimadelos Alonso / Getty Images

En esta ciudad el verano es un crimen, casi 40 grados cada día y no pasa gran cosa. Ya se sabe: con el calor se instala el tedio. Nada, casi nada: la semana pasada el jefe de gobierno, Mariano Rajoy, se sentó ante tres jueces para responder —sin responder— por la financiación confusa de las campañas de su Partido Popular; esta semana uno de los mayores contribuyentes individuales del país —un señor Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro— pasó por otro tribunal que dice que no contribuyó 14,7 millones de euros en impuestos y puede darle siete años de cárcel; horas después el Tribunal Constitucional anuló las nuevas reglas de funcionamiento con que el Parlamento catalán pretende independizarse de España. Nada, muy poca cosa, así que los medios no paran de hablar de la venta de un muchacho de 25 años.

Las palabras importan. Es curioso que los futbolistas, las grandes estrellas de estos tiempos, se compren y se vendan.

Durante muchos siglos nos pareció normal que las personas pudieran traficarse; ahora, cuando lo consideramos poco edificante, los que siguen sometidos a esa práctica son ellos, los héroes de estos días sin héroes. Solo que se venden y se compran tan caros que no parece una desgracia sino un privilegio: aspiración a que te compren y te vendan.

Neymar da Silva Santos Júnior nació en Santos, Brasil, en 1992. Tuvo su primer contrato cuando cumplió 10 años y a los 14 ya era muy vendible. Las idas y vueltas fueron largas; al fin, en 2013, el Fútbol Club Barcelona lo compró. Dijo que había gastado 57 millones de euros; tiempo después la justicia española descubrió que habían sido 86 y procesó por fraude fiscal al club y a su presidente. Ahora se confirma que es el protagonista de la operación más cara de la historia del fútbol: el Paris Saint-Germain pagará 260 millones de dólares para que vista su camiseta (con el número 10 en la espalda).

Neymar ganó muchos torneos en Barcelona. Formaba un “tridente” junto con Messi y Suárez, argentino y uruguayo, que pasaba por ser la mejor delantera del planeta —pero hoy anunció que se iba—. No dice por qué; algunos suponen que influye el hecho de que en París ya no será el segundo de nadie; todos suponen que también influye el hecho de que le van a duplicar el sueldo: serían, se dice, unos 30 millones de euros al año; más muchos más por propagandas y esas cosas.

Los que lo compran tienen —o pretenden tener— una fortuna inagotable. Es una empresa catarí encabezada por Nasser Al-Jelaifi, un ministro sin cartera de su emirato petrolero, próximo muy próximo a su emir, que empezó por quedarse con el club más caro de Francia, el Paris Saint-Germain, y romperá todas las marcas con esta operación. Hace un año, el Manchester United pagó 130 millones por el francés Pogba; Neymar costará el doble. El mercado de la pelota no parece tener techo, y nadie sale a decir que el rey está demasiado vestido, que sus catorce capas de armiño terminarán por asfixiarlo. Al contrario: en el verano, cuando el fútbol amaina, los aficionados olvidan los regates y siguen con pasión los regateos. El negocio puro y duro se vuelve espectáculo.

Las ligas más ricas —España, Reino Unido, Italia, Alemania, Francia y ahora China— se compran todos los jugadores que destacan en el mundo: concentración de la riqueza balompédica, inmigrantes de lujo. De los 10 futbolistas mejor pagados solo uno —Wayne Rooney— trabaja en su país. Los otros nueve son cinco sudacas, un portugués, un galés, un sueco croata y un francés guineano, todos emigrados, y ninguno de ellos se lleva menos de 25 millones de dólares al año. Y después vienen unos 50 que ganan más de cinco millones, y cientos de modestos que no ganan menos de un millón anual. Ningún club de América Latina puede competir con esas cifras, así que nuestras ligas se han transformado en campeonatos de segunda, sumideros de los jugadores que los ricos no quieren.

El negocio parece funcionar: solo las cinco grandes ligas europeas produjeron ingresos por más de 30.000 millones de dólares la temporada pasada. Lo sostienen los canales de televisión, los grandes anunciantes, los fabricantes de camisetas, jeques árabes y oligarcas rusos. El negocio es tan vasto que produce corrupciones vastísimas: la FIFA y la UEFA se han visto afectadas por los juicios en los últimos años, y días atrás el señor que presidió por 29 años la Federación Española, Ángel María Villar, fue arrestado por negocios turbios. Por no hablar del oscuro mundo de las apuestas, paraíso del lavado y planchado de dineros fangosos.

Pero, más allá o más acá de esos negocios, hay algo que vale más que nada: el fútbol establece un modelo. Gracias a la televisión globalizada, el mundo rebosa de chicos que quieren ser como sus ídolos. El deporte contemporáneo se origina en la idea de un grupo de aristócratas europeos, encabezados por un francés, el barón de Coubertin, que a fines del siglo XIX revivió las olimpiadas para formar jóvenes más sanos, apartarlos de ciertas tentaciones y enseñarles valores. “Lo importante es participar”, decía el barón: los olímpicos querían ser modelo de conducta. Ahora, más de un siglo después, la idea triunfó: el deporte produce modelos, aunque no los que el barón quería. Dicen, para empezar, que todo se compra con dinero. Y, para seguir, que hay que aspirar a eso.

Lo que se impuso fue el mito del éxito súbito, inmediato, casi sin esfuerzo: ganar fortunas sin saber gran cosa, acelerar los coches más potentes, beneficiarse a las rubias de portada, ganarles a todos porque lo único que importa es yo yo yo; vivir para el triunfo y el dinero y los aplausos. Son modelos y la conducta que ofrecen ni siquiera es motivo de debate: ser Messi, Cristiano o Neymar es la esperanza de millones de chicos que no tienen otras. Por un rato imaginan, gracias a esa quimera, que forman parte, que tienen un futuro.

–Sí, yo lo que quiero en la vida es ser como Messi, como Neymar: hacerme famoso, representar a mi país, ganar mucha plata.

Me decía hace unos días Mame, un pescador senegalés de 15 años, lateral bastante modesto de un equipo más que modesto en un suburbio de Dakar. Solo en África hay más de 100 millones de chicos entre 5 y 20 años; los africanos que se destacan en ligas europeas no llegan a cien.

–Y entonces voy a tener todo lo que quiera y voy a poder mantener a mi familia, que no tengan que salir a pescar nunca más…

Me decía Mame, y que lo que más le importa en la vida es ganar y que ya voy a ver y que qué pena que no pudo ir a la escuela y no sabe leer pero que tiene que jugar más al fútbol, que eso es lo que lo va a salvar.

Mame estaba —parecía— convencido: era duro escucharlo. Y lo he escuchado tantas veces: hay millones de Mames. Gracias a esa esperanza inverosímil tragan, sueñan, soportan lo indecible; para eso sirven, más que nada, esos pocos millones invertidos en Neymar, Cristiano, Messi.

Martín Caparrós es periodista y novelista argentino. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría. Vive en España y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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