Ni autoridad ni confianza: desgobierno

El síntoma más alarmante de la inanidad gubernamental -de su vacuidad y futilidad-es que no le es reconocida socialmente su autoridad moral -que esa no se gana en las urnas-; ni se respeta su autoridad ejecutiva -que esa sí le corresponde, plena y legítimamente. El socialismo radical de Rodríguez Zapatero abunda en todos los complejos típicos de la izquierda anquilosada, propia de etapas históricas superadas en Europa. La alergia de la izquierda antigua al ejercicio efectivo de las facultades administrativas y reglamentarias se manifiesta en este Ejecutivo de manera eruptiva y cursa patológicamente como una crisis galopante de parálisis y autismo político.

Si los terroristas de ETA le han tomado la medida a la situación en la que se mueve el Gobierno -entre medias palabras y vaciedades semánticas- con una precisión casi aritmética, lo mismo han hecho los nacionalistas vascos y, en otras versiones, los catalanes. El presidente no declara roto el «proceso de paz» y, como deja constancia la encuesta que hoy publica ABC, la mayoría de los ciudadanos tiene la sensación de que el manoseado «proceso» sigue adelante pese al atentado de Barajas; el presidente no defiende al Poder Judicial frente a la presión política, ofreciendo paliativos al desafío callejero del PNV; el presidente no aboga por la defensa de los contenidos de la ciudadanía -este es el único país de la Unión Europea en el que se cuestiona sin respuesta gubernamental el derecho a la propiedad privada atacada impunemente por la okupación-; el presidente -directamente o a través de sus ministros- no reacciona, o lo hace tarde e inducido por los mandos- ante una insólita infracción del reglamento disciplinario de la Guardia Civil; el presidente es interpelado por miembros de las Fuerzas Armadas, o sus familiares, sobre su sistema retributivo; el presidente hace desaires internacionales de modo continuo, el último a la OTAN, y, en definitiva, el presidente afirma una cosa y su contraria, transitando con la misma sonrisa e igual facundia de la levedad a la gravedad, sea cual sea la naturaleza del asunto.

El resultado de esta evanescencia presidencial es la perniciosa intrascendencia de su Gobierno. A salvo de la siempre tenaz vicepresidenta primera y del sepulcral vicepresidente segundo, perdido el responsable de Interior en algún paraje ignoto -Alfredo Pérez Rubalcaba, otrora brillante portavoz, polémico espadachín dialéctico y hábil en el manejo de la metáfora y de la ironía-, este Ejecutivo es un equipo gubernamental que pasa como la luz por el cristal: sin dejar huella. Pareciera que los ministros son prescindibles en unos casos, o inseguros de modo constante, en otros, como el siempre correcto y discreto José Antonio Alonso, que mudó de «no ver» ilegalidad en la manifestación de la Guardia Civil en la Plaza Mayor de Madrid -tres mil agentes uniformados, al grito de ¡Zapatero, embustero!- a observarla con toda claridad una semana después, advirtiendo que no tolerará indisciplina alguna, después de que se hubieran producido varios y llamativos comportamientos no precisamente edificantes.

Esta invisibilidad del Gobierno y los traspiés de algunos ministros -y no ministros, como José Blanco cuando, tras el 30-D quiso esbozar una mínima autocrítica y fue fulminantemente desautorizado- se debe a la abdicación de la autoridad administrativa y política que, en cierto modo, es una consecuencia de la constatación de que los conceptos de exigencia, disciplina, responsabilidad, orden y legalidad están devaluados en el diccionario del Gabinete. Y sin embargo, España tiene que estar y sentirse gobernada; y, ahora, ni se siente, ni lo está. Hay una profunda crisis de autoridad que es el trasunto de una percepción de inconsistencia en el ejercicio del Gobierno muy bien puesto de manifiesto en el último barómetro del CIS -por citar una instancia oficial-, y que en la encuesta de nuestro periódico se refleja en el distanciamiento entre el electorado socialista del 14 de marzo de 2004 y el presidente del Gobierno.

Un criterio extendido -especialmente entre las clases dirigentes- es que se han introducido en los intersticios de la situación política, social y económica graves incertidumbres que se relacionan con una clamorosa falta de ambición en el ejercicio del gobierno; una seria dejación de funciones en la Administración del Estado respecto de las autonómicas y un transcurso errático de los acontecimientos -internos y externos- que no permiten visualizar cuál es el horizonte nacional a muy corto plazo. El pesimismo, en consecuencia, cunde porque los problemas han comenzado a reproducirse de modo circular en vez de resolverse de modo sucesivo, ordenado y definitivo: cuando parece que acaban, rebrotan con más fuerza y cuando da la sensación de que uno se soluciona, otro irrumpe con mayor gravedad y estrépito.

Las expectativas sociales -y vuelvo a la cita de autoridad del barómetro del CIS, que el estudio demoscópico de ABC refuerza en sus perfiles más preocupantes y agudos- se plantean para este año que acaba de comenzar pespunteadas de una actitud entre resignada y escéptica, pero también con cierto hastío que lleva a la desmovilización social. La política del presidente del Gobierno es -además de acomplejada en el ejercicio de la autoridad-, extraordinariamente revisionista y, por lo tanto, condena a la sociedad española a un desalentador déjà vu histórico. La fuerza atractiva del futuro - que es la que debería elevar las revoluciones del motor social- se ha invertido en la España de hoy en una energía retardataria que pugna por ponernos encima de la mesa todas los grandes dilemas que creímos superados y razonablemente resueltos. Hemos vuelto a ellos de hoz y coz. Gratuita y frívolamente.

Rodríguez Zapatero, inaugurando una nueva etapa en la izquierda española -es de esperar que de escaso recorrido y contenido intelectual contingente-, ha quebrado todas estas seguridades y nos ha adentrado en una senda de interrogantes con respuestas de muy baja fiabilidad. De tal manera que al no ejercerse la autoridad -es decir, el gobierno como tal- , tampoco se produce la correspondiente confianza -especialmente entre aquellos que le votaron- y el resultado de ambas carencias es, inevitablemente, una crisis ya enmarcada por un buen número de fracasos. Los últimos -descontando el del «proceso de paz»- son de tanta entidad como la crisis con la Guardia Civil o el fiasco gubernamental en la pretendida opa sobre Endesa, muy lejos de haber concluido «felizmente» al modo en que lo pretendía La Moncloa.

Esta decrepitud gubernamental no se deriva de ningún planteamiento ideológico propio o connatural a la izquierda socialista o socialdemócrata, sino de un nihilismo de criterios, de una vaciedad de creencias, de una extrema relativización de los conceptos esenciales de la política democrática y de una nueva forma de despotismo buenista en el que el presidente deambula absorbido ya por ese síndrome que dicen padecer todos los jefes de Gobierno que habitan en La Moncloa. El caso de Rodríguez Zapatero está siendo precoz respecto de sus antecesores, lo que no sería lo peor. Lo más grave es que el tal síndrome -si acaso existe y no se reduce al arrebato de soberbia al que siempre invita el poder- estáprovocando estragos porque ha arrasado con la autoridad del Estado y con la confianza de los ciudadanos. No es exagerado afirmar, por lo tanto, que estamos instalados en el desgobierno.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.