El jueves se consumó en el edificio del Senado –que acogía al Congreso de los Diputados– un perfecto fraude parlamentario. La sesión, aceptada a rastras por Mariano Rajoy para explicarse sobre el caso Bárcenas, se celebró conforme a un formato distócico, propio de la dación de cuentas e información de los acuerdos del Consejo Europeo. No fue ni siquiera una sesión de control. Lo que se pedían por la oposición eran responsabilidades al presidente del Gobierno y este quería subrayar lo obvio, esto es, que contaba con la confianza mayoritaria de la Cámara. Pero como en España la Constitución sirve lo mismo para un roto que para un descosido, ni los socialistas tuvieron el arrojo de acudir a la moción de censura constructiva (artículo 113 de la Constitución), ni el Ejecutivo plantear una cuestión de confianza (artículo 112). Así, el jueves no se produjo, estrictamente considerado, ni una censura al Gobierno y su presidente, ni de manera formal se recabó la confianza a su gestión. Hubo discursos y no votaciones. Y estas aclaran la situación muchas veces más que aquellos. Y a la postre, sólo se logró una breve huida que concluirá en pocos días una vez el caso del “tesorero infiel” se reactive con las declaraciones testificales de María Dolores de Cospedal y Javier Arenas antes el juez Ruz.
Se ha perdido una oportunidad de oro –por el PSOE y por el PP– para que, mediada ya la legislatura, el Gobierno pudiese palpar en un debate de confianza o en una moción de censura, el auténtico pulso del momento. Se arrugó Rubalcaba y calculó Rajoy que le cuadraba más fajarse con el secretario general del PSOE el primer día de agosto, que es el mes en que cualquiera puede invadir España sin que tenga que quebrar la más mínima resistencia, en cachonda reflexión de un ahora no recordado personaje ocurrente. De lo que, por cierto, se felicitó Duran Lleida, que dio por muy saludable que la mitad de los españoles estuviera en la playa en vez de observando el poco edificante espectáculo que se consumaba en el edificio de la plaza de la Marina Española.
Y es que la política y sus protagonistas –Catalunya lo vive estos días con cierta intensidad– han entrado en barrena. Sideralmente alejada de la consideración de la ciudadanía, la política ha adquirido una condición menestral en el peor sentido del término. Y los políticos deben recordar que la gente no les atribuye otra profesión que zascandilear y vivir –unos mejor y otros peor– del presupuesto público. Ante esta realidad sociológicamente comprobable, hay que dar autenticidad a los instrumentos constitucionales y utilizarlos en vez de los sucedáneos. Si censura, censura. Si confianza, confianza. Pero con votaciones de por medio, que son las que retratan a los grupos y hacen aflorar sus intereses.
Hay un dato muy ilustrativo: el Ejecutivo de Rajoy (préstele atención el de Artur Mas porque le ocurre lo mismo) ha perdido, además de apoyos cuantitativos, otros de alto valor estratégico, los cualitativos del empresariado. El barómetro de El País del pasado domingo –con una muestra muy amplia– formulaba dos afirmaciones gruesas: la primera que “la valoración del Gobierno se derrumba”, y la segunda, “que la velocidad en la erosión de la confianza de los empresarios es mayor que durante la era Zapatero”. Y podría añadirse que con espectáculos tan pedestres como los del pasado jueves –que tanto repelen a las maneras de conducirse de las clases dirigentes no políticas–, el deterioro del llamado otrora servicio público resulte del todo imparable.
La corrupción no es un fenómeno que pueda abordarse en los términos en los que se hizo por el Gobierno y la oposición el pasado jueves, al margen de los procedimientos pautados en la Constitución para exigir responsabilidades, confundiendo, además, las políticas con las judiciales, que son de otro orden y que, tarde o temprano, terminarán por causar estado. Despreciar los procedimientos es tanto como hacerlo con las cuestiones de fondo. Y no insistiría en este aspecto –tanto jurídico como político– si acaso no tuviéramos en Catalunya precisamente un reto que comparte esa naturaleza mixta a propósito de la consulta secesionista que pretenden varias fuerzas políticas. Si a estas actitudes despectivas respecto de criterios constitucionales añadimos la extrema politización del sistema de garantías (las palabras de Miquel Roca no puedo rebatirlas después de haber yo calificado al TC de “tribunal caducado” el pasado domingo en estas páginas) y la crisis institucional generalizada, que alcanza a la jefatura del Estado, se comprenderá que la sesión del jueves pasado fue una inmensa pifia política y un gravísimo error.
José Antonio Zarzalejos