Ni crucifijo allí, ni 'jainkoa' aquí

Esta semana el Congreso de los Diputados ha sido escenario un tanto vergonzoso de la flacidez de los principios democráticos de casi todos nuestros partidos políticos, significadamente del socialista que gobierna. Me refiero a la propuesta de Izquierda Unida para que se retirase el crucifijo de la mesa del palacio de la Zarzuela donde aceptan su cargo los gobiernos españoles. Una propuesta que ha sido rechazada por la inusual unidad de socialistas, populares y nacionalistas de toda laya.

Puede comprenderse este rechazo en partidos conservadores con un ideario de inspiración cristiana como el PP o el PNV, pero resulta estridente en fuerzas sedicentemente progresistas como los socialistas. Sólo cabe pensar que el anticlericalismo y el laicismo simbólico han dejado de ser rentables para el gobierno en esta legislatura, una vez que ha exprimido a fondo el filón de votos a su izquierda. Resulta descorazonador comprobar, una vez más, que la solidez de las convicciones democráticas de un partido político está en relación directa con la rentabilidad inmediata en términos de votos que tenga su exhibición.

Los argumentos expuestos por Ramón Jáuregui para negarse a la retirada del crucifijo no pueden juzgarse sino como lamentables. Argüir que no debe ser la ley sino la propia sociedad civil la que vaya retirando los símbolos religiosos del espacio público es una auténtica burla a esa sociedad, puesto que ¿cómo podrían los ciudadanos intervenir sobre el 'sancta sanctorum' de la república para quitar de allí la cruz? La sociedad no tiene que quitar ningún símbolo en su ámbito propio, pues puede usar los que prefiera de acuerdo con su propia pluralidad constitutiva. Pero los del ámbito público no dependen de ella, sino de la política. Es decir, de la ley. Y es sorprendente que pueda utilizarse la ley para imponer hábitos saludables como dejar de fumar, o para que se beba menos alcohol, y en cambio no resulte la ley el cauce adecuado para terminar con una costumbre pública heredada del nacional catolicismo más rancio. La ley no puede ser usada o cumplida a voluntad, según convenga en cada momento, como parecen creer algunos: quitar estatuas sí, pero retirar cruces no.

Lo más grave es que, en este caso, no estamos hablando de una ley cualquiera, sino de la misma Constitución. Porque el asunto del crucifijo no atañe a una norma administrativa secundaria, sino a un auténtico derecho fundamental, a la primera libertad personal que se logró en la historia de la democracia, nada menos que al derecho a la libertad religiosa. Un derecho individual ante el cual la sociedad, incluso si es toda la sociedad entera, no pesa nada. ¿No llega la sensibilidad democrática de nuestros políticos a darse cuenta de que respetar la libertad de conciencia de los ciudadanos no es cuestión de mayorías ni minorías, ni de conveniencia política, ni de usos y costumbres?

Como el Tribunal Constitucional alemán declaró en su sentencia de 16-05-1995 («el caso del crucifijo en la pared de la escuela»), el derecho a la libertad religiosa garantiza en positivo el ejercicio libre de las creencias sagradas de cada individuo, pero garantiza también, en su aspecto negativo, el derecho de los ciudadanos no creyentes a que el ámbito público y obligatorio de su vida no se contamine con símbolos religiosos. La estructura de lo público es neutral y a nadie se le puede obligar a soportar, precisamente en ese ámbito, símbolos religiosos. Esta es una doctrina que está admitida pacíficamente por nuestro propio Tribunal Constitucional. Una cosa es la sociedad civil, que es plural y religiosa en muchos de sus componentes, y otra es la estructura del Estado, que es aconfesional o laica por definición.

Cuando el Gobierno español se constituye públicamente bajo el símbolo del crucifijo cristiano se está violando el derecho a la libertad de conciencia de muchos españoles. Y también se viola flagrantemente la de algún vasco cuando el lehendakari jura en Gernika ante la misma cruz, o cuando proclama (en una fórmula de rancio medievalismo que parece imaginada por Walter Scott) que «se humilla ante Dios». Por cierto, que Izquierda Unida demostraría más seriedad y coherencia si impugnase también este protocolo.

Nuestros conservadores (y en este caso hay que incluir entre ellos a los socialistas) suelen alegar que se trata de símbolos o fórmulas históricas cargados de tradición, desprovistos ya de su contenido fuerte religioso, de algo que se habría vuelto algo así como inocuo. Incluso simpático. Es la excusa recurrente de quienes toman sus propias creencias o costumbres como algo poco menos que «natural», que no podría ofender a nadie que tenga otras distintas. En el fondo, es la excusa de quienes se resisten a tomarse «en serio» los derechos fundamentales de las personas.

J.M. Ruiz Soroa