Ni curas ni rojos

Por Salvador Giner, Catedrático de Sociología de la Universitat de Barcelona y presidente del Institut d'Estudis Catalans (EL PERIÓDICO, 20/11/05):

La reciente manifestación masiva que ha montado el Partido Popular junto a un grueso sector de la jerarquía eclesiástica --seis monseñores nada menos-- ha dado lugar a una aguda preocupación ante la posibilidad de que levante de nuevo la testuz el antiguo enfrentamiento entre las legendarias dos Españas. Pienso, sin embargo, que no debería cundir la alarma.

Es bien cierto que la Iglesia lleva ya tiempo reaccionando con suma irritación ante cualquier intento de consolidar el Reino de España como país moderno y secular, en el que la religión sea asunto privado o estrictamente de sus diversas comunidades de creyentes. Cuando se trata de tolerar la existencia de otras confesiones --que son aquí todavía minoritarias--, ya sean hebreas, musulmanas, Testigos de Jehová, la Iglesia es cauta y hasta tolerante. En cambio, en cuanto percibe que se le pueden recortar privilegios, salta con inusitada crispación y hasta agresividad. Es ella, entonces, la que despierta el fantasma de las dos Españas que solían, a cada cual, helarle el corazón, según el sobrecogedor verso de Antonio Machado.

Una parte potente y cerril de la Iglesia no ha entendido que en un país no confesional como es España, por ley, desde 1978, no caben privilegios arcaicos. Empero, el Ministerio de Hacienda apoya a la Iglesia con un volumen astronómico de dinero que de nuestros bolsillos sale. Desde las páginas de este mismo diario me opuse no ha mucho a que el Gobierno financiara a los imanes y me opondría hoy a que lo hiciera a los rabinos y a los pastores protestantes.

Aunque me echaría a la calle para luchar por su derecho a proclamar las virtudes de Abraham, Mahoma y Lutero, según a cada uno le plazca. (Los politeistas como yo proclamaríamos las de Afrodita, Neptuno y Mercurio, entre otros, con excepción del pernicioso Marte. Aunque nadie nos hiciera caso, ay.)

El mismo rasero debe aplicarse a la Iglesia. Ella debe entenderlo: si tantos católicos hay en el país, ¿no pueden entre todos sufragarse la enseñanza de su fe?, ¿poblar sus hoy vacíos seminarios con vocaciones abundantes?, ¿dar ejemplo de caridad --que se parece a la fraternidad republicana-- y de otras buenas virtudes convivenciales? ¿Cuál es entonces el problema?

Se soliviantan por un proyecto de ley que ni prohíbe la libertad de elección de escuela ni obstaculiza que cada colegio tenga su propia doctrina pedagógica. ¿Cómo osan, pues, defender la idea de que la religión sea evaluable en la escuela, como si de física, geografía e historia se tratase? ¿Quién, por otro lado, ataca la idea de que se imparta religión en la escuela? El proyecto de ley ciertamente no prohíbe tal cosa.

A ALGUNOS, como a mí mismo, sin contradecirme en lo más mínimo, no me parece mal. Lo único que juzgo insostenible es que haya que inculcarla por la fuerza. Sobre todo, en un país cuyas cifras de fracaso escolar son tan alarmantes, en el que hay tanto camino que andar por la senda de la enseñanza competente, racional, estimulante del mérito, disciplinada.

La airada reacción de la cúpula del Partido Popular y de un sector notable de la Iglesia, con el beneplácito de la Conferencia Episcopal, ha introducido un elemento de confusión en el panorama de pacífica convivencia entre ciudadanos al actuar como espantables simplificadores. ¿No se percatan los monseñores de que sus principales víctimas van a ser los propios católicos, si persisten en el empeño? ¿Que van a acabar con la paciencia de muchos católicos moderados y leales hacia el laicismo constitucional?

Conviene recordar, más que nunca, que hay ya no pocos católicos, apostólicos y romanos, que se oponen a los desfueros de su jerarquía, a los desmanes de su histérica emisora de radio episcopal y a los rescoldos trabucaires que hay en parte del clero montaraz. No me refiero ni a admiradores de don Pedro Casaldáliga, los dioses le bendigan, ni a los cristianos de izquierda, como los que publican El Ciervo, esa espléndida revista cristiana (y católica) que tan difícil hace a nadie hacerse anticlerical o anticatólico. Me refiero más bien a mucho cristiano sensato, moderado, amable y cívico, que está ya harto de tanta cerrazón y estrechez de miras en el seno de su propia Iglesia. Entre ellos, por fortuna, hay algún periodista descollante, que ya se ha manifestado con la necesaria vehemencia y buenas razones contra la deriva que van tomando los instigadores del nacional-catolicismo antidemocrático en la España del siglo XXI.

SOSPECHO QUE estos buenos ciudadanos católicos incrementarán su fuerza en los años venideros y harán sentir su peso. De momento, la mera existencia de una sustancial corriente católica democrática, pluralista y respetuosa con la laicidad dentro de la comunidad política hispana es señal de que lo de las dos Españas se agita de modo cada vez más residual, aunque a veces espectacular y ruidosamente. Pronto fenecerá. El país está sufriendo una mudanza de raíz. (Sólo el año pasado entró casi medio millón de inmigrantes, muchos de ellos musulmanes.) Las reacciones ciegas contra las reformas moderadas que nos conducen a una secularización civilizada y a un progreso de la libertad y la decencia cívicas son cada vez más anacrónicas y ridículas.

En tales circunstancias, no seré yo quien dé consejos ni al PP ni a los capellanes oscurantistas y ultramontanos que le apoyan. Pero si tuviera que hacerlo, les diría que se preocuparan más por la tarea apostólica evangélica y solidaria y poco, o nada, por la exaltación furibunda de unas misteriosas esencias cuyo interés es cada vez más arqueológico.