Ni de espaldas ni de rodillas

Este texto sirvió ayer de base a la intervención del presidente del Congreso de los Diputados en el acto de presentación del libro sobre el director de El MUNDO, titulado 'Pedro J., tinta en las venas' (Plaza y Janés), del que es autor Eduardo Martínez Rico.

Un cardenal de la Iglesia, amigo mío, solía afirmar que el peso de la púrpura no era el armiño, ni la capa roja magna, ni las dalmáticas, ni las coronas de los reyes: «El peso de la púrpura -decía- es el silencio».

Conozco el valor de la discreción, pero mi carácter me culpa cuando no respondo, me reprende cuando no doy la cara, cuando callo por conveniencia. Son servidumbres que soporto y que me han mortificado con cierta frecuencia. Pese a sinsabores por hablar, prefiero hacerlo antes que callar o seguir el consejo de quienes siendo tibios esquivan la mirada o la palabra.

Hoy estoy aquí para hablar. En el Congreso administro las palabras ajenas, aquí me agrada y agradezco que escuchen la mía.

Unos creerán que acudo por compromiso con el autor, otros por aprecio al protagonista, otros pensarán que estoy aquí porque no tuve excusa que oponer a la demanda de la editorial. Esta última es falsa, como saben me voy a toda prisa para llegar al funeral de Estado por el presidente Calvo-Sotelo y, además, esta noche celebraré con un grupo reducido de amigos el 25 aniversario de la primera victoria del PSOE en Castilla-La Mancha.

Estoy aquí porque quiero. Me ocurrió algo llamativo en 2004 y que tiene relación con el acto de hoy: invité a todos los directores de periódicos a mi toma de posesión como ministro de Defensa. Acudió quien quiso, pero la presencia de Pedro J. se tuvo muy en cuenta por sus enemigos que, felizmente para ambos, no siempre coinciden con los míos. Él fue porque quiso. Yo seguiré yendo adonde pueda y quiera, sobre todo si me invitan educadamente.

Sin embargo, no ocultaré desde el principio que mi relación de afecto con Pedro J., intuyo que para suerte y desgracia de ambos, es la clave que explica mi presencia. Es decir, un interés desinteresado.

Tomando las palabras del propio Pedro J. que dice que con los políticos se puede tener algún affaire, pero nunca un matrimonio, yo diría que lo peor es compartir un affaire (un negocio) entre un periodista y un político.

Yo no tengo negocios con periodistas, pero me llevo bien con muchos. Mi relación con Pedro J., con altibajos, ha sido noble y honesta e incluso ha podido «degenerar», como decía el mozo de estoques a su maestro cuando lo vio de gobernador civil, en amistad. Y en esta degeneración nos encontramos.

Con Pedro J., además, comparto aficiones: a él le gusta la política y a mí el periodismo. En ocasiones creo que ambos confundimos los campos. Eso sí, él, en demasiadas ocasiones, ha matrimoniado políticamente con más placer y por tanto con más pecado con mis adversarios políticos. No hay más que ver la petición de voto de su periódico en la víspera de las pasadas elecciones. Por fortuna, su empuje periodístico, que es alto, es también limitado y sus pretensiones políticas no fructificaron. En cambio, apoyó mi candidatura en Castilla-La Macha desde 1995 y allí se salió con la suya.

Durante algunas décadas de relación con periodistas, siempre he defendido una máxima de comportamiento ante ellos: ni de espaldas ni de rodillas. Ni estamos para halagarnos o adularnos pegajosamente ni para enviarnos de continuo a los infiernos.

Acercarse a los ciudadanos estando de espaldas a los periodistas es de necios en este mundo en el que la comunicación es la sangre (la tinta, que diría el autor) que mueve cualquier organismo. Pero igual de absurdo me parece que el periodista intente aproximarse a los ciudadanos dando sistemáticamente la espalda al poder, incluso cuando éste hace las cosas bien. En ambos casos, la credibilidad se fatiga y las audiencias disminuyen.

Por parte de los políticos, estar de rodillas es tanto como renunciar a las propias convicciones. Cuando el político se pone de rodillas, la política se juega en los medios de comunicación y las instituciones se limitan a levantar acta de batallas que ya se han librado en otros escenarios ajenos.

Se habla mucho de la autonomía de los periodistas, pero se habla menos de la autonomía del político respecto del líder de opinión de cabecera, del periódico próximo, de la radio o la televisión que le apoya. ¿Quién se atreve a contradecir a uno de los llamados líderes de audiencia? ¿Y a dos? ¿Y a tres? ¿Y a todos?

No todos los políticos responden de manera idéntica a esas preguntas. Los hay más sumisos y más rebeldes, pero en la ecuación hay una constante que a todos afecta.

El presidente Zapatero siempre me pareció, y no deseo establecer comparaciones, tan amable como autónomo. Coge el teléfono, llama, escucha... pero decide él. No deciden por él.

Pedro J. dice que si le dan a elegir entre la amistad o el periodismo prefiere quedarse con el periodismo. A Aristóteles le pusieron en la disyuntiva de elegir entre la verdad o la amistad de su maestro Platón. «Soy amigo de Platón -dijo- pero más amigo de la verdad».

En esta disyuntiva, personalmente, comprendo más a Platón que a Pedro J., porque no siempre periodismo es sinónimo de verdad.

Pedro J. es una gasolinera abierta 24 horas y en plena excitación de ventas. Dicen los que menos le quieren que es un enamorado del periodismo, pero que antes lo es de sí mismo. Cuando en la vida se adquiere una cierta relevancia y se sobrevive social y hasta físicamente a lo que tú has sobrevivido, Pedro, la vanidad es ingrediente menor.

Pero es cierto que a tus detractores no les falta algo de razón en lo que a tu amor propio, es decir, al amor que te tienes, se refiere. Leyendo tu homilía dominical, generalmente para desdicha de los socialistas, uno reconoce su cultura, su inteligencia, su osadía y su provocación, animadas por una proverbial pluma.

Ahora bien, en cada opinión semanal Pedro J. pervierte el cuento de Blancanieves. Se presenta unas veces de bruja, otras de madrastra y casi siempre de reina, sin soportar que ninguna Blancanieves le gane en belleza. Arriesga poco, pues él mismo coloca su propio espejo.

Pedro J. es mucho más que un periodista. Informar es de periodistas, pero él no se conforma. Quiere más. El quiere influir, e influir mucho. Decidir. Recuerdo un libro de Pedro J. sobre Aznar, que le presentó el propio Aznar, y la verdad es que no entendí que el ex presidente acudiera. ¿Lo habría leído? Pedro J. casi lo maltrataba, lo disminuía, lo reducía, le quitaba el suplemento de tarima que le hacía ser más alto en los mítines y escribía: «Le digo a José que venga a casa». ¡Le mandaba!

Pedro J., y así lo acredita el autor, es un tipo inteligente embadurnado de astucia, sigilo y sentido común.

Pedro J. es, en definitiva, una obsesión por el periódico que lleva en las tripas. Y lo hace asumiendo errores, no sé si siempre como convicción o como pose de marketing, pero en definitiva tomando partido abiertamente.

En su redacción hay división de opiniones. Los que dicen que se puede disentir de Pedro J y los que dicen que para disentir hay que atarse los machos. Conozco periodistas de EL MUNDO que son amigos y no me mienten: pelean con el director, soportan sus iras, respetan sus obsesiones -las de Pedro J.- pero no se rinden.

A mi juicio, la obligación de un periodista es rendirse solamente ante los hechos, ante la objetividad. Frente al tópico de que la prensa debe ser pluralista, otro gran periodista, Revel, afirma que «lo que debe ser pluralista es la opinión, no la información. La información puede ser verdadera o falsa, no pluralista».

Ésta es hoy la gran tragicomedia del periodismo. La verdad, como el pollo asado, nos la sirven deshuesada, troceada y al grill para hincarle el diente sin preguntar y según la receta de un chef que lo que busca es su propio beneficio antes que atender nuestro apetito.

Por ello, la objetividad es un gran reto. Con todos los matices que se quiera, pero decir al pan, pan y al vino, vino. Opinar libremente es una cosa, decir la verdad es otra.

Permítaseme citar aquí a otra colega de Pedro, la periodista de El País Soledad Gallego-Díaz: «El periodismo no tiene nada que ver con la falsificación de los hechos: o lo dijo o no lo dijo; o fueron cuatro o fueron tres... uno puede opinar lo que quiera sobre unos hechos determinados, pero no cambiar esos hechos a su propia voluntad para justificar una opinión predeterminada».

He querido referirme en este punto a otro gran periódico, como es El País, que tanto ha contribuido para asentar la democracia en España. Conozco a muchos periodistas que trabajan en él y he de reconocer que son ejemplo de honestidad profesional. Y hago esta mención aquí por lo mismo que he venido: porque quiero.

No quiero terminar mi presentación sin felicitar al autor de este libro, Eduardo Martínez Rico, que ha sido capaz de escribir la historia de Pedro J. siguiendo el método y la norma profesional de su personaje. Es decir, no sólo describiendo, sino explicando y sugiriendo.

Leyendo el libro de Eduardo Martínez Rico se descubre una constante en la obra y la vida de Pedro J. Se traduce en dos palabras: pasión y profesión. No es una maldad lo de la doble P inicial, (la P de pasión y la P de profesión).

El libro no es exactamente una biografía, aunque también lo sea. Es, sobre todo, una indagación, una historia sobre la vida de un hombre entendido como pasión y profesión. Pasión sí, pero sin pasarse, porque Pedro J. tiene mucho oficio y sabe que las puntadas sin hilo no aprovechan.

Concluyo. Vine a esta presentación porque me invitaron y me siento cómodo, como lo estuve también esta misma mañana en el Congreso de los Diputados desayunando con un importante editor, de competencia rabiosa del director de El MUNDO.

Con ambos, al igual que como con otras tantos, he estado, estuve en el pasado, y estaré cuando lo precise o bien cuando sea requerido, ni de espaldas ni de rodillas, sabedor de que sus aciertos y errores como periodistas encontrarán como penitencia pública, no mi amistad o desprecio, sino el juicio severo del quiosco en el que se vendan sus periódicos.

José Bono

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