Si hay alguien que cree que abortar no es un problema moral, se equivoca. Es un problema moral; lo que no tiene por qué ser es un problema penal o legal. Yo lo que creo es que legalmente debe haber la posibilidad de un acuerdo. Yo podría decir dónde sitúo yo los valores, pero usted podría decirme que conoce a otro señor que los sitúa en otro sitio, y tendría razón. No, el problema es que tenemos que situarlos, para que sean colectivamente aceptables, en un punto que decidamos; y luego moralmente cada persona tendrá que enfrentarse con el dilema”.
Estas palabras de Fernando Savater, que me sirvieron para iniciar la defensa de la enmienda a la totalidad a la ley del aborto que propugnó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, son igualmente válidas para articular el rechazo, en el fondo y en la forma, del nuevo proyecto de ley que el Gobierno de Rajoy ha aprobado. Me explico.
Rechazamos la ley Zapatero por considerar que una norma que regula un asunto de tal complejidad y entidad, transversal por definición, llegó a la Cámara sin ningún tipo de consenso político porque los socialistas necesitaban sacar del debate público la grave crisis política y económica que ya entonces nos estaba ahogando. Buscaban aglutinar a “los suyos” frente a “los otros” y por eso vio la luz una ley que ni siquiera formaba parte del programa electoral del PSOE. Fue un ejemplo palmario de cómo un Gobierno incapaz de resolver los problemas que tienen los ciudadanos crea uno nuevo para ocultar su propia incompetencia.
Exactamente lo mismo ha hecho ahora Mariano Rajoy: aprobar una ley confesional —tan retrógrada que no cuenta ni con el apoyo de los más normales de los dirigentes del PP—, para ver si así dejamos de hablar de la contabilidad B de su partido; de los millones de nuevos parados de sus dos años de Gobierno; de los millones de españoles que viven en una situación de pobreza extrema; de los pensionistas que pierden poder adquisitivo; de la desigualdad creciente entre españoles; de la crisis institucional y política; de la parasitación por los partidos políticos de los organismos reguladores y de la justicia; de la corrupción institucionalizada… El Gobierno de Rajoy ha incurrido en el mismo grave error que achacamos a Zapatero: banalizar el aborto al utilizarlo partidariamente. Hooligans contra hooligans; se repite la historia.
Zapatero quiso convertir la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en una ley reguladora del derecho al aborto, una idea que aunque fuera como “derecho subjetivo a abortar” implicaba, a nuestro juicio, una regresión de las libertades públicas. Porque no corresponde al Gobierno ni al Parlamento, sino a la Constitución, dar o quitar derechos fundamentales a los ciudadanos. Dijimos entonces que instituir de algún modo el “derecho al aborto”, en lugar de proceder a su despenalización en determinados supuestos o plazos, otorgaba a las instituciones una capacidad de dar —y, por tanto, de quitar— derechos básicos, una prerrogativa claramente predemocrática.
Pues bien, la ley Rajoy parte de una concepción intervencionista, autoritaria y también predemocrática que rechazamos radicalmente. Porque vivir en una democracia avanzada implica asumir el principio de que todo lo que la ley no prohíbe expresamente se atiene a derecho. Si la interrupción libre del embarazo hasta determinado plazo deja de ser un delito, nadie puede ser incriminado por hacerlo: es la libre decisión de una mujer libre. Rajoy, investido de esa autoridad impropia de dar y quitar derechos, ha decidido que su Gobierno tiene derecho a tomar decisiones sustituyendo a sus legítimas propietarias, todas las mujeres. Con la ley Zapatero una niña debía soportar más controles para hacerse un tatuaje o ponerse un piercing que para abortar; con la ley Rajoy, una mujer adulta está obligada a renunciar a su libre albedrío, ya que el Gobierno nos prohibirá o nos obligará a ser madres. Algo que, por supuesto, no aceptaremos jamás.
Rechazamos en su día la ley actual también porque daba a las menores, a partir de 16 años, el derecho a decidir la interrupción del embarazo sin necesidad de recabar el consentimiento de sus padres o tutores y sin siquiera informarles. Si el Gobierno de Zapatero realizó con esa decisión una expropiación indebida de la tutela de mujeres menores, en modo alguno justificable e incongruente con el resto de la legislación española, este proyecto, al atender únicamente al principio de la moral religiosa de sus proponentes, termina prohibiendo a todas las mujeres adultas e informadas que tomen la decisión de ser o no ser madres, lo que resulta a todas luces una expropiación generalizada del libre albedrío de las mujeres.
El actual proyecto de ley no mejora la legislación vigente sobre el aborto voluntario, que debiera ser su principal objetivo. Y por las características sectarias de alguno de sus principios, tampoco ayuda a establecer el consenso necesario sobre una cuestión que, debido a sus profundas implicaciones éticas, divide profundamente a la sociedad española. Si la ley regulara un plazo para abortar, fundado en el consenso médico y científico sobre el momento a partir del cual un feto es viable fuera de la madre, se trataría de una ley de plazos, que proporciona mayor seguridad jurídica y es más respetuosa con la autonomía de la mujer enfrentada al dilema de interrumpir o no su embarazo por motivos íntimos.
La alternativa que defiende Unión Progreso y Democracia es la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo mediante una ley de plazos que deje a la mujer gestante la decisión definitiva sobre la interrupción del embarazo dentro de un plazo legal mayor que el actual de 14 semanas, que deberá ser establecido en base al consenso médico y científico sobre la viabilidad del feto y sobre la detección precoz de malformaciones, con el objetivo de conciliar el derecho de la madre a una maternidad consentida y la protección del no nacido, bien jurídico protegido tal y como reconocen la Constitución y la jurisprudencia. En todo caso, la ley deberá prever la posibilidad de interrumpir el embarazo fuera de plazo si posteriormente se detectan anomalías que hagan inviable el feto o circunstancias sobrevenidas que pongan en riesgo la salud de la madre.
Los poderes públicos han de garantizar el derecho de la mujer a recibir una información objetiva e imparcial sobre el aborto y también sobre las ayudas públicas a la maternidad o el procedimiento aplicable para la adopción. Pero cualquier otra exigencia, sea moral o de supuestos clínicos, mezclaría cuestiones extralegales y traería como consecuencia tratar a la mujer gestante como una menor de edad necesitada de tutela, en lugar de como a una ciudadana responsable y autónoma en plenitud de derechos y obligaciones.
En fin, que nuestro partido rechaza el proyecto aprobado por el Gobierno de Rajoy en la forma y en el fondo, por ser una iniciativa que busca la confrontación en vez del acuerdo y también porque empeora sustancialmente la regulación actual al implantar una ley de supuestos mucho más restrictiva que la de 1985, que genera una enorme inseguridad jurídica a mujeres y profesionales de la salud y que resulta absolutamente incompatible con la sociedad española del siglo XXI.
Estamos ante una ley confesional, propia de una España en blanco y negro que los más reaccionarios del Partido Popular y del Gobierno parecen empeñados en recuperar. Pero por suerte para todos, y al margen de la ideología de cada cual, la sociedad española de hoy no se parece en nada a aquella que Rajoy mira con nostalgia. Si algo podemos afirmar sin miedo a equivocarnos es que esa España del NO-DO no volverá. Apúntese, pues, señor presidente, un nuevo fracaso y un nuevo motivo para el divorcio entre su Gobierno y el conjunto los españoles.
Rosa Díez es portavoz de Unión Progreso y Democracia y diputada nacional.