Ni España es Grecia ni Cataluña Escocia

Dice la leyenda que, cuando los temibles oficiales de los regimientos de infantería de highlanders iban a brindar, discretamente se ponían un vaso de agua delante para que, al pasar el brazo por encima, chocar las copas de drambuie y gritar «God save the King», estuviera claro, sin necesidad de decir una palabra de más, que se trataba del Rey «over the water», del Rey «sobre el agua». Del Rey en el exilio, al otro lado del canal de la Mancha. De su Rey de Escocia. Del mítico Bonnie Prince Charlie, huido disfrazado de mujer tras su cruel derrota en el embarrado campo de Culloden, o uno de sus herederos. Nunca olvidaron que la última batalla que tuvo lugar en suelo británico (1746) fue librada entre escoceses e ingleses. Que, en algún momento anterior, hubo dos naciones, dos banderas y dos reyes.

Nada parecido puede decirse de España. Nosotros siempre hemos compuesto una sola patria. Contradictoria, plural, quizá dispersa, pero única. Tan cruel que la última batalla que tuvo lugar en suelo español fue entre españoles. Todos contra todos, mezclados. Y la última batalla anterior también, y la anterior, y la anterior. No entre asturianos y cántabros, o entre catalanes y aragoneses o valencianos, no; entre españoles y españoles. Y, pese a la desgracia, la rabia y la incomprensión, España ha sido y es patria para cada uno de sus vivos y sus muertos. Patria para los que la quieren y los que no. Y, se sienta lo que se sienta ahora por España, aquí, históricamente, desde el principio, sólo había una nación, una bandera, roja y amarilla o tricolor, y un Rey. Entre españoles nunca se alzaron más fronteras que las mentales.

Por más que se quieran equiparar, los casos del referéndum escocés y la reivindicación de otro catalán no tienen nada en común. Escocia es una nación histórica, asociada libremente al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Cataluña, por su lado, siempre ha sido pieza constitutiva del conjunto nacional que se presenta bajo el nombre de España desde el siglo XV. La independencia de Escocia consistiría en la separación de dos partes que, en su día, ya estaban escindidas. La segregación de Cataluña implicaría la división en dos mitades de una realidad que siempre fue única. De hecho, de la fractura del Reino Unido saldrían Inglaterra al sur y Escocia al norte. De la secesión de Cataluña, sin embargo, sólo obtendríamos dos trozos quebrados de la precedente España. Cataluña es tan parte fundacional de España como puedan serlo Extremadura o Galicia. Es impropio decir «independencia de Cataluña» cuando de lo que hablamos es de ruptura de España.

Escocia eligió sumarse, libremente y de forma unilateral, al resto del Reino Unido por una decisión soberana de su Parlamento nacional, la Union Act de 1707. El Tratado de la Unión lo llamaron los escoceses. Por eso, ahora, el Parlamento de Westminster ha podido devolver al escocés la posibilidad de convocar el famoso referéndum. En el fondo, se trata de facilitar que otra vez se pronuncie, sobre la unión, el titular originario del poder, el pueblo de Escocia.

Cataluña entró en España a la vez que Castilla y León, que Castilla-La Mancha, que el País Vasco o que Murcia. Desde luego, a la vez que Aragón, el antiguo Reino de Valencia y Baleares. Está en esto desde la misma fundación del Reino de España, y, por supuesto, sus ciudadanos, junto con el resto del pueblo español, son miembros indivisibles del poder constituyente del 78. No existe un poder catalán anterior que, remotamente, fuera sumado al español y que ahora pudiera ser devuelto. No lo hay.

Es obvio que, en términos democráticos, la pretensión de que, a partir de mañana, se contemple la existencia de una nueva soberanía catalana, recortada de la española, es defendible. Sin embargo, la pregunta siguiente sería: ¿y a quién corresponde adoptar tal decisión? ¿A los que buscan cortar los lazos de todos, los torrentes de sangre común, o a los que verían que sus lazos se iban a cortar? ¿A la media España que se va, a la media España que se queda, o a las dos medias Españas que se separan? Por lógica, a tenor de nuestra Constitución y de la historia de nuestro país, es el pueblo español el que tendría que pronunciarse ante su hipotética disolución, división, en dos o tres porciones menores. Y, claro, según el procedimiento constitucional. Entre otras cosas, porque de quien accede a un poder prescindiendo de la ley no cabe esperar que respete la ley nunca más.

El otro día, esperando con mis hijas ante un cajero automático (¡de La Caixa!), se me acercó una anciana y, sin ánimo de hacer un chiste y ni pizca de ironía, me preguntó: «Señor diputado, tengo una hermana y un sobrino que viven en Tarragona, ¿se van a volver extranjeros?». Señora, todos nos vamos a volver extranjeros si España se descompone, le respondí. «Ya, pero ¿ustedes lo van a consentir?» No, señora, no lo vamos a aceptar. Esta generación no puede ser la que vea naufragar un proyecto de siglos de vida en común por su ineptitud, torpeza o papanatismo. Vamos a rebelarnos contra nosotros mismos, contra nuestro destino, para que no triunfen el egoísmo, la demagogia, la pereza mental y la tentación suicida de unos pocos. España no va a ser, por enésima vez, el teatro de operaciones del fracaso y de la decadencia. Debemos despertar el espíritu constructivo de nuestros compatriotas, en Cataluña y en la España que no es catalana. «Ya», me dijo la anciana, y se marchó caminando despacito.

El 16 de agosto de 1898, Francisco Silvela publicó un artículo en «El Tiempo» de Madrid que tituló Sinpulso. Inauguró, sin pretenderlo, la llamada literatura del desastre, la generación del 98 y el regeneracionismo político. Escribió ahí que monárquicos, republicanos, conservadores, liberales y todos los que tuvieran algún interés en que el cuerpo nacional viviera era necesario que se alarmaran y se preocupasen. Hoy atravesamos circunstancias parecidas, atenazados por la crisis económica, la deslegitimación social de las instituciones democráticas, las vacilaciones del proyecto europeo y el desafío de los separatistas. Y yo escribo que, aunque, como siempre, la razón esté de nuestra parte, es necesario que todos juntos nos responsabilicemos y nos ocupemos de España y de su unidad. Porque España es de todos y, antes que eso, somos todos. España es nosotros, empezando por los catalanes.

España no es la Grecia en bancarrota y Cataluña no es Escocia, ya. Como me dijo la anciana, ya. Pero, de todas formas, vamos a unirnos, sin excusa ni reparo, en la regeneración de la confianza nacional, la dignificación de la política y el apasionamiento por los ideales que nos hacen ciudadanos libres e iguales. O si no, tal vez nos veamos un día convertidos en temibles oficiales de infantería de cualquier empresa multinacional, brindando por nuestra Constitución «over the water», sobre el mar.

Esteban González Pons, vicesecretario General del Partido Popular.

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