Ni está el mañana ni el ayer escrito

Parece compulsiva la oleada de pesimismo que se cierne sobre buena parte de la clase política española, acompañada en tal faena por no pocos analistas, periodistas y pensadores diversos, que acaban arrastrando tras de sí a un número creciente de españoles.

Todo lo que leo y escucho últimamente viene teñido de un color de fatalidad, cuya simple existencia me entristece y espolea al mismo tiempo. ¿Cómo es posible que gente de gran nivel intelectual, caracterizada por su capacidad de esfuerzo y afán de superación, pueda hablar de forma tan fatalista? ¿Es posible que, junto a la gripe A, se nos haya colado un virus cuyo contacto impregne a su víctima de un fatal determinismo histórico?

Si algo ha hecho grande al hombre, y muy especialmente a los españoles en nuestra reciente historia, eso ha sido, precisamente, la capacidad para alterar las cosas, su entorno y hasta su mismo futuro, gracias a la ilusión y al esfuerzo desarrollado en torno a un proyecto, por muy iluso que pudiera parecer en el momento de su concepción.

Si nada tuviera arreglo, si nada pudiera cambiarse, o si algo estuviera ganado para siempre, ni tendría sentido el esfuerzo para mejorar las cosas, ni tampoco la atenta vigilancia para mantener las buenas.

Intentaré centrarme. Desde hace ya tiempo venimos escuchando voces que sitúan en nuestra Constitución de la Concordia todos los males de nuestra democracia y que, a la vez, señalan la necesidad de cambiarla, nos vaticinan que los daños sufridos son ya irreparables. No estoy de acuerdo con la primera afirmación, podría estarlo con la segunda y es absolutamente irracional la tercera. Me explico.

Pondré un ejemplo harto conocido: se nos señala, desde ciertos ámbitos, que el Estado de las Autonomías instaurado en la Constitución de 1978 es la fuente de todos los problemas actuales y que es el causante de la desintegración de España. Se nos dice igualmente que es necesaria su reforma, pero que los daños causados son ya irreparables. Es absolutamente falso, y tan absurdo como culpar al inventor de la rueda y a la rueda misma de las muertes causadas por los vehículos a motor que las utilizan. Es más, creo que ha sido precisamente esa misma organización territorial la que ha posibilitado un desarrollo económico y social hasta ahora desconocido en España, especialmente en sus regiones más desfavorecidas. Es cierto que todas éstas siguen siendo el farolillo rojo, pero es incontestable la importantísima mejora que la descentralización del Estado ha supuesto para ellas.

Pero junto a ese desarrollo positivo también es cierto que ha ido teniendo lugar otro proceso que ha terminado constituyéndose en un gravísimo problema y que, ciertamente, amenaza la unidad del proyecto común. Alcanzar el poder delegado que ejercen las Autonomías y Municipios -que procede, como todo poder en nuestro país, de la soberanía única del pueblo español en su conjunto- se ha ido basando en una continua y creciente exigencia localista, sin tener en cuenta ningún otro interés. Esto se ha producido tanto en Comunidades y Municipios gobernadas por partidos regionalistas y nacionalistas como en los gobernados por partidos nacionales, por usar una terminología comprensible que nada me gusta. En todos las formaciones se ha aceptado el vuelco localista para ganar unas elecciones autonómicas o locales, con independencia del interés común de todos los españoles. De esto les puedo dar testimonio en primera persona. No caí en él, pero algunos me dicen que así me fue…

Bromas al margen, como consecuencia de este proceso y ayudados por una ley electoral concebida para una situación muy concreta, esos partidos con gran implantación regional se han hecho fuertes y han alcanzado posiciones decisivas en las elecciones generales. Esto se ha unido, a su vez, a una falta imperdonable de altura de miras, visión de Estado o simplemente responsabilidad de casi la absoluta totalidad de la clase política española, que no ha tenido reparo alguno en dar a cada uno de estos partidos regionales todo lo que exigían con tal de alcanzar el poder en un momento determinado; por supuesto, entendiéndolo como mal necesario para alcanzar un bien común que está representado por su ocupación del poder y desarrollo de su proyecto político concreto.

Pero, ¿es de verdad culpable el que pide? Sinceramente, creo que no. El culpable es siempre el que da injustamente y quien obliga al igual a dar aquello que él, en circunstancias normales, tampoco daría. Es decir, los partidos regionalistas -o nacionalistas, no tengo intención de herir sensibilidades- tienen todo el derecho del mundo a pedir lo que estimen oportuno para sus respectivas regiones, ya que no tienen proyecto más allá de las mismas. Son los partidos con proyecto nacional los responsables de que ese proyecto común que es España no se vea afectado por los individuales proyectos regionales que, es cierto, se han convertido con el paso de los años en absolutamente insolidarios.

Por tanto, si hay desbarajuste autonómico en España, por llamarlo coloquialmente, los responsables no son PNV, CiU, BNG, PAR, CC o cualquier otro partido de carácter regional. Son precisamente PP y PSOE quienes, con una visión francamente corta del interés nacional, han venido propiciando esa fractura, al aceptar peticiones absolutamente incompatibles con el proyecto común y en aras de obtener una mayoría suficiente para gobernar.

La Constitución de 1978 fue un acuerdo de todos, pero tenía dos garantes fundamentales: la opción que hoy viene representada por el PP y el PSOE. Mientras ellos dos estuvieran firmes -representan al 90% de los españoles-, ninguna amenaza tendría visos de prosperar. Desgraciadamente, hemos visto flaquear a ambos partidos en momentos cruciales. Insisto en que la culpa es de ambos.

Para reverir semejante situación, existen dos alternativas. Una, la modificación de la ley electoral, trasladando así de forma más ajustada a la realidad la composición de la Cámara. En este sentido, es necesario reformar el Senado para que esas minorías regionales tengan la representación que merecen. No hay democracia si no hay posibilidad de escuchar a las minorías; como tampoco la hay si éstas se imponen a la mayoría. Difícil.

Dos, que los partidos nacionales acepten el gobierno estable del vencedor en las elecciones generales, y que el vencedor acepte no tocar ninguno de los asuntos de Estado sin el acuerdo de la oposición. Muy difícil.

Tras la muerte de Franco muchos creían inevitable un nuevo enfrentamiento nacional. Sin embargo, el 9 de junio de 1976 un entonces desconocido Adolfo Suárez reclamaba a las Cortes franquistas -poco antes de ser nombrado presidente del Gobierno- esfuerzo y audacia para escribir un incierto pero ilusionante futuro. Les dijo con palabras de Machado: «está el ayer alerto / al mañana, mañana al infinito, / hombres de España: ni el pasado ha muerto, / ni está el mañana -ni el ayer- escrito».

No estaba entonces, ni hoy, el pasado muerto. Tampoco estaban el mañana ni el ayer escritos. El futuro de paz y prosperidad que gozamos se escribió a base de ilusión, audacia y esfuerzo en torno a un proyecto común que se llamaba España. Muchos de los que hoy se apuntan a ese éxito colectivo, hicieron lo que estuvo en su mano por impedirlo. El impulso y la decisión de todos los demás hicieron realidad un sueño que sigue siendo posible.

Si hoy es necesario cambiar algo, que se haga. Pero como se hizo entonces. Desde el reconocimiento de la necesidad común, no desde la exigencia particular. Desde el escrupuloso respeto a la Ley, no desde el subterfugio leguleyo. Desde el entendimiento, y no desde el enfrentamiento, incluso personal. Desde el respeto mutuo y no desde el desprecio al oponente.

Si en vez de simples palabras de alabanza hacía personajes tan dignos de ella, como Adolfo Suárez -y que en cualquier caso agradezco-, hiciéramos más por adecuar nuestras conductas a las de aquellos a quienes admiramos, posiblemente nos viéramos sorprendidos por el mismo éxito que ellos alcanzaron: un futuro de paz y prosperidad que dura ya 30 años. Su continuidad está en nuestras manos.

Adolfo Suárez Illana, abogado e hijo del ex presidente del Gobierno Adolfo Suárez.